Expresiones de la Aldea

UNA ESCRITORA REBELDE

Marta Brunet nació en Chillán, Chile, el 9 de agosto de 1897.

Marta era hija de una familia pudiente, y la única del chileno Ambrosio Brunet Molina y la española Presentación Cáraves de Cossio.  Sus estudios los realizó en Victoria y en Chillán con profesores particulares: a los 11 años ya había cursado sus estudios de primero y segundo años de enseñanza. Antes de eso, a los 7, ya había escrito sus primeras obras teatrales para sus mascotas, un público selecto al que le dedicaría sus letras. 

Como el Liceo de Niñas estaba alejado, los padres optaron porque su hija se educara en su casa, lugar en el que aprendió materias como Castellano, Literatura, Historia, Geografía y Ciencias Naturales, aunque nunca superó su odio por las Matemáticas. Ese no fue su único acto de rebeldía: desde niña rechazó las costumbres impuestas como jugar a las muñecas, y sufrió también la discriminación de la época, ya que no se le permitió seguir estudiando.

Aun así, a los catorce años viajó a Europa y comenzó a interesarse en autores como Proust y Ortega. Pero debió volver a su país tras el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Nunca superó su odio por las Matemáticas. Ese no fue su único acto de rebeldía: desde niña rechazó las costumbres impuestas como jugar a las muñecas, y sufrió también la discriminación de la época, ya que no se le permitió seguir estudiando.

Ya en Chillán, de nuevo en su tierra natal, publicó la novela “Montaña adentro” (1923), una obra que ocasionó un gran escándalo entre las personas de alta sociedad por su carácter costumbrista, y por hacer referencia a los campesinos y criollos.

Tras el fallecimiento de su padre, en 1924, su madre enfermó. Por eso, y a la par que la familia perdía su fortuna, se trasladó a Santiago, donde comenzó a editar cuentos en diarios capitalinos. También hizo llegar escritos suyos a medios locales e incluso para algunos de Buenos Aires. Trabajó para los diarios locales El Sur de Concepción, La Nación de Santiago y para Caras y Caretas en Argentina.

Logró posteriormente convertirse en redactora primero, y directora después, de la revista Familia.

Entre otras obras publicó “Don Florisondo” (1926), “Bestia dañina”(1926), “La hermanita hormiga (1931), “Cuentos para Marisol”(1938), “Aguas Abajo”(1943), “Humo hacia el sur”(1946), “La mampara” (1946), “Raíz del sueño” (1949), “María Nadie” (1957), “Aleluyas para los más chiquititos” (1960) y “Amasijo” (1962).

En 1961 se convirtió en una de las pocas mujeres en recibir el Premio Nacional de Literatura. Fue también agregada cultural en varias embajadas.

Hoy es considerada una de las voces más importantes de la narrativa chilena.

Montaña adentro- Marta Brunet (1923)

Fragmento

Por no ser pedregoso el camino no daba tumbos la carreta, pero con la repechada el cuerpo del hombre resbalaba y apenas si los esfuerzos unidos de ambas mujeres conseguían mantenerlo quieto. Ya subida la agria cuesta, se dejó un largo rato descansar la yunta.

Hecho a dinamita en el flanco de la montaña, el camino bordeaba un precipicio. Hacia arriba, en el vértice de la pared granítica, abrían los pinos sus parasoles de prolijo encaje; montaña abajo no se veía un ápice de tierra. Era aquello un compacto matorral en cuyo fondo se adivinaba el río. Más allá, a la izquierda, asomaban los chalets de la hacienda y el retén de los carabineros rojo como la ira. Una extraña ciudad rodeaba la estación; así, desde lo alto, parecían viviendas primitivas, de cerca eran enormes rumas de maderas laboradas. La estación, la casa del jefe y la bodega eran sólo techumbres de zinc que reverberaban al sol.

Aún más hacia la izquierda está el pueblo pintoresco; luego se extiende la ancha vega del Cautín, que el río atraviesa centellante. Al fondo se escalonan las montañas verdinegras cuyos perfiles dentados se destacan nítidos en el fondo radioso del cielo de media tarde, intensamente azul. Dominando ríos plateados, valles verdegueantes, montañas azulosas y cordilleras pardas, álzase la testa nívea del Llaima, empenachada de levísimo humo.

Retumbantes caían en el silencio de la siesta los golpes de las tablas que los peones encastillaban en la estación. A la derecha el Cautín y el Rari-Ruca charlaban bulliciosos al encontrarse, siguiendo luego unidos su caminata hacia el mar. Zumbaba un moscardón de lapislázuli girando en el aire sobre sí mismo, loco de sol.

–¡Arre, “Tomate”! ¡Oh, “Clavel”! –El viejo se había sentado en la carreta junto a doña Clara y desde ahí dirigía la yunta con la larga picana.

Iba ahora el camino atravesando una ondulosa vega entrebolada; árboles calcinados por el roce, grises o negruzcos, espectrales o atormentados, alzaban su desolación aquí y allá. Otros escapados a la voracidad de la llama deliberaban en grupos musitándose al oído frases que luego los agitaban en reir gozoso. Una cerca de palos a pique corría a lo largo del camino, pareciendo encajonar el tierral suelto que lo formaba.

Dejaron atrás los corrales de Radalco y los edificios de la administración aparecieron al punto: la casa riente por los geranios que se asomaban a las ventanas, las bodegas y los galpones, en uno de los cuales se ahorcara un hombre enloquecido por los golpes.

Cata se estremeció al recuerdo y sus manos unidas –suaves y disimuladas– cayeron sobre la cabeza de Juan con movimiento protector.

Empezaba la quebrada de Collihuanqui y el camino descendía áspero e interminable. Daba recios tumbos la carreta y el herido pareció salir de su sopor; quejábase y abrió un momento los ojos, que erraron inciertos sobre seres y cosas, volviendo a cerrarse.

La cuesta seguía internándose montaña adentro, serpenteando entre los árboles que se hacían más compactos, hasta no dejar libre el bosque más que el lomo pardo del camino. Si en la montaña de Rari-Ruca se necesitó dinamita para tallar la roca dura, aquí el hacha fue pacientemente derribando árboles colosales que arrimados luego al borde del camina hacían de cerca. Buscando claros de bosques que alivianaran la tarea, el hacha hizo el camino zigzagueante e inacabable, bellísimo e imponente.