La Aldea y el Mundo, Notas Centrales

AMADO INMORTAL

En diciembre de 1770, hace exactamente 250 años, nacía uno de los más grandes compositores de todos los tiempos: Ludwig van Beethoven

La Opinión/La Voz del Sud

¡Oh, hombres que me juzgáis malevolente, testarudo o misántropo! ¡Cuán equivocados estáis! Desde mi infancia, mi corazón y mi mente estuvieron inclinados hacia el tierno sentimiento de bondad, inclusive me encontré voluntarioso para realizar acciones generosas, pero, reflexionad que hace ya seis años en los que me he visto atacado por una dolencia incurable, agravada por médicos insensatos, estafado año tras año con la esperanza de una recuperación, y finalmente obligado a enfrentar en el futuro una enfermedad crónica (cuya cura llevará años, o tal vez sea imposible); nacido con un temperamento ardiente y vivo, hasta inclusive susceptible a las distracciones de la sociedad, fui obligado temprano a aislarme, a vivir en soledad… cuando en algún momento traté de olvidar es, oh, cuan duramente fui forzado a reconocer la entonces doblemente realidad de mi sordera, y aun entonces, era imposible para mí, decirle a los hombres, ¡habla más fuerte!, ¡grita!, porque estoy sordo”.

El fragmento corresponde al “Testamento de Heiligenstadt”, una carta escrita por Ludwig van Beethoven en octubre 1802 a sus hermanos Karl y Nikolauss.

Si bien el contenido del documento parece en parte una carta de despedida, lo cierto es que el compositor alemán moriría muchos años después. De hecho, luego de ese año, según quienes se han dedicado a estudiar su obra, comienza su renacer, la etapa de su madurez como artista. Y esa etapa se da incluso luego de que la sordera comenzara a afectarlo cada vez de manera más severa. De hecho ya completamente sordo, llegó a dirigir, en 1824, orquesta y coros de un concierto en su honor.

Inicios de un niño prodigio

Ludwig van Beethoven nació en Bonn, actualmente territorio de Alemania, un 16 de diciembre de 1770, aunque sobre ese último dato existen diferentes teorías, ya que no hay documentación que lo respalde. Heredó de su abuelo paterno, llamado también Ludwig,  el talento de un compositor.

Frustrado por no haber seguido el mismo camino, Johann, el padre de Beethoven, intentó convertir a su hijo desde pequeño en el segundo Mozart, aplicando métodos muy estrictos de entrenamiento.

Su propia vocación nació nueve años después de su nacimiento, al conocer al organista Christian Gottlob Neefe, su primer maestro. Él cumpliría un rol trascendental no solo en lo que a la música se refiere, sino también a la educación y crianza de un niño que parecía abandonado a su suerte, por un padre sumido en el alcoholismo.  

Ya a los 13 años el pequeño Ludwig era miembro de la orquesta de la Corte de Bonn y a los 17 emprendería su primer viaje a Viena, para recibir clases del mismísimo Mozart. Sin embargo, el deterioro de la salud de su madre lo obligó a regresar a los pocos días a su ciudad natal.

A partir de entonces su carrera de compositor tuvo un gran impulso que duraría hasta 1796, cuando su sordera lo empezó a afectar no solamente en lo profesional sino también en su vida social.

Obligado por los médicos a tomarse un descanso y avergonzado en principio por su sordera, Beethoven se refugió en soledad, una soledad que lo había marcado a lo largo de su vida. Algunos intentos frustrados de matrimonio lo llevaron a pasar sus últimos días de esa manera.

El hombre y la obra

La carrera de Beethoven pasó por varios estadios personales, por diferentes estilos o temas: una época más ligada al clasicismo de autores como Mozart o Haydn; un período de madurez, con obras más propias y reconocibles como de Ludwig van Beethoven; y una última etapa de innovación, incluso hasta de la elaboración de composiciones incomprendidas en su tiempo.

Su obra también estaría signada por los tiempos de la Revolución Francesa que había tenido eco en el resto de Europa, no solamente por sus ideas sino también por la modificación de algunas estructuras sociales del Antiguo Régimen.

De hecho, Beethoven se convirtió en el primer músico “independiente”, es decir, en el primero en sustentarse con los encargos que le realizaban particulares, sin necesidad de estar al servicio de un príncipe o un aristócrata, sectores con los que por cierto nunca encajó e incluso no deseaba encajar.

A pesar de esto y a su carácter un tanto fuerte, obstinado, antisocial e introvertido, Beethoven no tuvo inconvenientes en entablar relación amistosa e incluso amorosa con parte de la nobleza austríaca. Su amistad con el conde Waldstein, por ejemplo, fue decisiva para poder hacer contactos y avanzar con su carrera en Viena.

Monumento a Beethoven, de Ernst Julius Hähnel. Fue presentado en Münsterplatz en 1845, en el aniversario número 75 del nacimiento del compositor alemán.

El hombre y la soledad

La sordera cada vez más evidente hizo que el doctor le recomendara a Beethtoven una especie de retiro en el paraje de Heiligenstadt, donde escribiría el documento antes citado.

Su carácter antisocial probablemente haya tenido un auge durante el tiempo que pasó allí, además de sumirlo en una profunda depresión por su pesar, sobre todo por su carácter de músico.

Sin embargo, su talento alcanzó su punto de máxima proliferación, que duraría hasta 1815. De este período son, por ejemplo el Concierto para violín y orquesta en re mayor, Op. 61 y el Concierto para piano número 4, las oberturas de Egmont y Coriolano, las sonatas A Kreatzer, Aurora y Appassionata, la ópera Fidelio y la Misa en do mayor, Op 86.

Pero la soledad, valga la paradoja, lo seguía acompañando.

Cómo era posible que yo admitiera tal flaqueza en un sentido que en mi debiera ser más perfecto que en otros, un sentido que una vez poseí en la más alta perfección, una perfección tal como pocos en mi profesión disfrutan o han disfrutado –Oh, no puedo hacerlo, entonces perdonadme cuando me veáis retirarme cuando yo me mezclaría con vosotros con agrado, mi desgracia es doblemente dolorosa porque forzosamente ocasiona que sea incomprendido, para mí no puede existir la alegría de la compañía humana, ni los refinados diálogos, ni las mutuas confidencias, solo me puedo mezclar con la sociedad un poco cuando las más grandes necesidades me obligan a hacerlo. Debo vivir como un exilado, si me acerco a la gente un ardiente terror se apodera de mí, un miedo de que puedo estar en peligro de que mi condición sea descubierta”, decía a sus hermanos sobre su sordera.

Una vez superado el temor de admitirlo, el compositor solía asistir con un cuaderno en el que pedía a sus interlocutores que escribieran lo que querían decirle, pero sin perder la costumbre de desconfiar e intentar leer los labios de quienes se referían a él.

El hombre y la muerte

Dicen que un viento fuerte corría en Viena aquel 26 de marzo de 1827, cuando Ludwig se descompuso y exhaló su último suspiro, y que el reloj que llevaba en su mano –un regalo de la duquesa Christiane Lichnowsky– se detuvo para siempre en el instante de su muerte.

El tiempo tal vez no podía entender cómo Ludwig van Beethoven, uno de los compositores más grandes de todos los tiempos, no podía escuchar sus propias sinfonías.

Pero podía escribirlas, probablemente percibirlas de un modo imperceptible para el resto.

Si bien ningún familiar asistió a visitarlo en sus últimos días, a su multitudinario entierro asistieron todos los músicos y poetas de Viena.

Sobre el escritorio del compositor, que ya no debía sentirse tan solo, se encontraban la partitura de Fidelio, el retrato de Therese von Brunswick, la miniatura de Giulietta Guicciardi y, en un cajón secreto, la carta anónima destinada a su “Amada Inmortal”.

Nunca se supo el nombre de la destinataria de esas cartas fechadas un lunes 6 de julio, sin indicación de año.

Tal vez, para sembrar el misterio, el genio dejó pistas engañosas que lo inmortalizan. Aunque nunca tanto como su amada melodía. 

Imagen de la página 647 de la revista Die Gartenlaube, 1869. “Ludwig van Beethoven. Basado en el retrato original de Stieler, propiedad de la condesa Sauerma en Berlín”.