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LAS CALLES EN EL TAPIZ DE LA MEMORIA DE SAN LUIS

Reflexiones sobre el sentido y el contexto de un nombre dado que ayudan a comprender el transcurrir histórico y la construcción de identidades individuales y colectivas

Por Leticia Maqueda

El Siglo XVII se desliza en el tiempo. En medio de un espacio desolado, como si fuera un tapiz marrón matizado cada tanto con verdes está dibujado un damero de borde irregular en donde topa con la barranca, es mi ciudad, San Luis de Loyola Nueva Medina de Río Seco o San Luis de la Punta como le llaman. Ha sido trazada alejada de todo, en medio del camino que une el Atlántico con el Pacífico. La atraviesan calles polvorientas, sendas anchas que irán poco a poco adquiriendo el perfil que marca la vida de sus habitantes.

El eje central del damero es la Plaza Mayor, un enorme espacio de tierra, vacío, abierto al sol y al viento que lo barre, y que el agua cuando llueve transforma en un barrial. Las calles nacen allí, como cintas se extienden y delimitan las cuadrículas en las que están los solares, que en el tiempo se irán poblando.

En la manzana occidental el Cabildo y la cárcel, en la manzana norte, se instalará más tarde la Compañía de Jesús, hacia el oriente la Iglesia Matriz y en la manzana hacia el sur la capilla y convento de la Orden de Predicadores Dominicos. Junto a ellos, dispersas, las casas de barro y caña de las primeras familias que tejerán el entramado vital de la ciudad.

Poco a poco los lugares en donde transcurre el quehacer cotidiano, o bien los hechos que a la gente importan, irán definiendo el nombre de las calles para poder decirlas, porque ellas son en principio coordenadas geográficas que permiten a los habitantes ubicarse en la ciudad pequeña.

Poder nombrar es lo que da principio a la existencia, el nombre es la identidad primera que los vecinos de la ciudad les asignan, y en esos nombres está encerrado el valor que dan a los lugares y las cosas, por eso los nombres con los que nacieron fueron descriptivos. Referenciaban lugares con significación especial para la gente y sus actividades.

Así fueron naciendo en el transcurrir del tiempo, los nombres que hoy registramos como más antiguos, decimos algunos: la calle del Comercio, San Ignacio, del Hospital, Cancha Vieja, la del Colegio Nacional y Congreso, de la Matriz, Boulevard del Norte, Boulevard Lafinur, Mendoza, Rioja, Boulevard Sur, la calle del Cementerio, Sarmiento .

Las calles son como el hilo que en el tapiz del damero, va bordando con colores de vida un mapa de identidad de la memoria de la ciudad.

Inauguración del reloj público, ubicado en intersección de calle San Martín y Av. Quintana. 1932. Foto: José La Vía.

A partir de 1880, un nuevo proyecto de Nación se impone y comienza a cambiar en función del ideario que sostiene, la fisonomía del país.

En nuestra ciudad, el cambio de los nombres de las calles, fue una de las expresiones de la implementación de ese Proyecto. Así fue como aquellos nombres que pertenecían a la originaria identidad se fueron reemplazando por otros, en algunos casos ajenos al espacio en que se encontraban pero vinculados a héroes, personajes, hechos del pasado que la historia oficial consideraba destacados.

El valor descriptivo original de los nombres de las calles, que constituían ejes de identidad de la comunidad, comenzó entonces a desdibujarse y fue gradualmente cubierto por otros que hacían referencia, no ya a la memoria propia de San Luis, sino a la memoria nacional.

Aparecieron así en la ciudad, los nombres con los que se pretendía reunir al pueblo en una memoria histórica colectiva y que se repiten en todas las ciudades argentinas: Rivadavia, San Martín, Colón, Mitre, Bolívar, Caseros, Constitución y sigue el listado de nombres conocidos que dejo librado a la memoria de cada uno.

La nueva propuesta se orientaba a generar con los nombres de las calles, un ámbito de conmemoración que ayudara a consolidar una nueva identidad ciudadana en el marco de la conciencia nacional.       

Con el tiempo, la ciudad fue creciendo y en las nuevas calles aparecieron los nombres y hechos que la comunidad guardó siempre en su corazón: los de nuestros héroes puntanos, las referencias a nuestras gestas, a personas destacadas de la cultura lugareña, de la docencia y hasta de nuestra flora nativa.

Esto ocurrió porque las calles son el colorido hilo vertebrador que, enhebrado en la aguja del tiempo, entrecruza los diferentes proyectos políticos, culturales y sociales que se van sucediendo, y de este modo dibuja, en el antiguo damero como si fuera un inmenso e inacabado tapiz, el perfil de nuestra idiosincrasia.

Si miramos como si fuera una fotografía aérea el dibujo de la ciudad en el que se entrelazan las calles, si nos detenemos en sus nombres y observamos en dónde están asignados, podremos ver cuáles tienen centralidad, cuáles están en la periferia, qué nombres nos son ajenos y cuáles tienen que ver con nuestra cultura, con las hazañas del pueblo y de nuestros héroes, con la memoria de aquello que nos marcó la vida como puntanos.

Tal vez esto pueda ayudarnos a comprender las razones de nuestros comportamientos, indiferentes en algunos casos, cargados de desconocimiento de nuestros valores y de nuestra historia en otros, o también el apasionado sentido de pertenencia, todo este conjunto es parte de nuestro rostro ciudadano.

Las calles encierran también el modo en que cada uno de nosotros vamos conformando la pertenencia a esta ciudad que habitamos.

La calle en la que transcurrió la infancia, juventud o vida actual encierra un espacio de historias personales, comunitarias y de afectos que la configuran en el espíritu.

¿Quién no recuerda la calle de su casa?, espacio cargado de memorias antiguas y nuevas. Calle que reconocemos primero por su nombre y a él asociamos, la vida de vecindad, sus tiempos de veredas angostas y veredas anchas, de sombra de árboles y de sol implacable cuando los cortaron, de tiempos antiguos de sillones de mimbre en las veredas en las noches de verano, en donde la calle se transformaba en un enorme patio comunitario, en el que alternaba afectuosa la vecindad.

El espacio en donde aprendimos a andar en bicicleta, a jugar a la escondida, a la pelota. La calle y los vecinos, el kiosco que nos vende golosinas, la verdulería o carnicería, la panadería con sus dueños que conocen nuestros rostros y los anteriores a los nuestros por su antigua presencia en el lugar. Los negocios, los inolvidables que se fueron y recordamos con nostalgia y los actuales con sus coloridas vidrieras.

La fotografía está tomada desde la esquina de calle Rivadavia y Junín,
se aprecia principalmente la Iglesia Catedral, parte del enrejado de la
escuela Paula Domínguez de Bazán. Foto José La Vía.

¿Y las otras calles?, esas que, para recordarlas primero las nombramos y ya su evocación nos trae recuerdos. La calle Rivadavia es imagen de Plaza Pringles, de Escuela Normal Paula Domínguez de Bazán, de Iglesia Catedral y de la actual peatonalización con sus bares, mesitas y sombrillas.

Cómo no recordar aquel 2 de abril con la calle Rivadavia unida a la Plaza Pringles, con una multitud que cantaba con alborozada emoción la marcha de San Lorenzo, porque las noticias decían que habíamos recuperado las Malvinas.

La calle Colón es memoria de antiguas casonas que hablan de otro tiempo y otra fisonomía de la ciudad. Decir Av. Ilia, que los de más edad recuerdan con su nombre antiguo Av. Quintana, es evocación de anchas veredas de piedra laja, de la antigua usina, de noches templadas con amigos disfrutando de una pizza acompañada con una cervecita, en las mesitas de los bares en las veredas.

Quién al rememorar la calle Pringles no trae a su memoria alguna tarde en que bajando por ella hacia el centro, al atardecer, contempló la belleza de las torres de la catedral dibujándose en claro oscuro, contra el cielo rojizo de sol poniente.

Calles que recogen la memoria de manifestaciones de protesta y festivas, de antiguas carrozas de la primavera de los estudiantes, de Procesiones Cívicas envueltas en fervor patriótico, de desfiles patrios, calles colmadas de fervor religioso, de procesiones y campanas de los templos sonando acompasadas, calles fragantes de paraísos en flor en primavera, barridas por helado viento Chorrillero en los inviernos.

Para cada uno, las calles guardan recuerdos de vida imborrables que nos arraigan en la pertenencia a esta ciudad en que vivimos.

Guardamos en el corazón sus nombres, y al evocarlas la mente nos recrea lo que en ellas hemos vivido y lo que vivimos en la actualidad. El sentido de pertenencia que nos dan sus nombres y su memoria es la luz que nos permite percibir los colores de vida en el tapiz de la ciudad, en su dibujo completo de calles, plazas, casas, árboles y hasta el viento y el cielo.

Las calles con sus nombres e historias nos evitan vivir en la desmemoria y nos permiten reconocernos en cada lugar de la ciudad que sentimos nuestra. Sus nombres y recuerdos que los ciudadanos guardan, impiden que la ciudad se vea privada de contar historias en el acelerado proceso de cambio y modernización de los tiempos nuevos. Ellas nos ayudan a hacer de la ciudad algo única en el mundo porque somos parte de ella.

Los griegos amaban su ciudad, su Polis, porque era la tierra y la sangre de sus antepasados y por eso el peor castigo era el destierro. En el hoy cuidar de nuestras calles, de sus nombres e historias es un modo de evitar perder la memoria colectiva, de impedir convertirnos en ciudadanos privados de identidad.

La memoria comunitaria escrita en las calles de la ciudad, junto a la actividad cotidiana de quienes las transitamos diariamente, nos integran en un bello y único tapiz de vida que, desde su esbozo primero allá hace tanto tiempo en medio de la soledad, nos reúne hoy en torno a ella, como si fuera un gran fuego encendido que guarda el espíritu de la ciudad y del cual somos custodios.