Expresiones de la Aldea, San Luis

VUELTA Y MEDIA

Por Jorge Sallenave

Entre los tres amigos desarmaron el merendero y pusieron la casa como la habitaba Rolando. Las mesas y sillas fueron a amontonarse en los salones que habían construido el intendente y Micheli, también hicieron lugar para la vajilla, ropería y la cocina industrial.

Al finalizar, Rolando dejó la casa del matrimonio y se trasladó a la propia. Le aconsejó a Eli que regalara la mercadería guardada a las familias más humildes.

Eli le respondió que no bien definiera si se alejaba del merendero lo haría sin dudar, pero si le molestaba la trasladaría a su casa por más que Ángel se pusiera de mal humor.

Cuando Rolando se ubicó en su casa, no dejó de compartir con el matrimonio. No solo comía allí, pasaba largo tiempo viendo a Ángel practicar su juego favorito y conversando cuando este se tomaba un respiro. El grupo de amigos se había ampliado. A los tres originarios se sumaron el saliente intendente y el usurero. También los visitaban circunstanciales conocidos del bar al que concurrían.

En uno de esos días, un hombre de cuarenta años se acercó a la mesa de los amigos y se presentó como Darío Hernández.

—Perdone que los moleste —se disculpó.

—Siéntese amigo y nos tratás de vos —invitó Ángel.

—Tengo entendido que a uno de ustedes le gusta jugar a la taba.

—El que te habla, soy Ángel.

—He venido a trabajar a esta ciudad y extraño mucho el juego. La he tirado desde niño. Quizás algún día me invite.

—Esta misma noche. Te daré nuestra dirección. En esta ciudad no hay jugadores profesionales.

—¿Les molesta que lleve a mi hija? No quiero dejarla sola. Perdió a la madre hace años.

—Llamale coincidencia. Mi amigo Rolando enviudó joven, aún no tenían hijos. Eli, mi esposa, tampoco los tiene, pero sabe tratar a una jovencita.

—Gusto en conocerte Rolando, pero mi hija no es una jovencita. También es una excelente jugadora de taba.

—Los invitamos. No es el caso de Rolando, ni idea tiene y no le interesa aprender. Te doy mi dirección. Te espero a las 22 horas. A vos y a tu hija —aclaró Ángel.

Cuando Darío partió, Rolando comentó que parecía un buen tipo y le hizo una broma a Ángel.

—Espero que la hija de este hombre no te gane con ese queso que lanzás.

—Tranquilo. No he jugado con mujeres, no creo que esta niña o cualquiera otra me gane. Tampoco creo que su padre tenga condiciones para derrotarme.

Ilustración de Stefano Vitale.

—Me gusta tu seguridad, es lamentable tu deporte de dinero, pero si te gusta allá vos.

Darío y su hija fueron puntuales. Lejos de parecer una niña, Renata daba la impresión de tener 30 años o más. Tenía una buena silueta y su rostro tampoco desentonaba. En especial su frente amplia y los ojos color verdoso. Acababa de bañarse y su pelo abundante se veía aún mojado.

Eli los recibió amablemente. Les preguntó si deseaban tomar algo. Ante la negativa de los recién llegados, los acompañó al patio donde se encontraba la cancha de taba.

La joven vestía pantalón holgado, una blusa y anudado a la cintura un chaleco fino.

Eli, que la acompañaba, hizo un comentario:

—Tus padres han sido muy jóvenes cuando te tuvieron.

—¿Me veo de mucha edad?

—Creíamos que eras una niña.

—En el campo las parejas son jóvenes y no tardan en engendrar. Ni siquiera pierden tiempo en casarse. Irse juntos a lo sumo, se reúnen en una cena con los vecinos, a veces ni siquiera eso. Tengo 26 años, su duda está develada.

—¿No te casaste?

—Ni interés. Tal vez compensé con la juventud de mis padres. He cuidado a mi padre desde que murió mi mamá.

—¿Es verdad que sabés tirar la taba?

—Creo que sí. Lo verá si me invitan.

En ese momento Darío llamó a Renata.

—Quiero que Ángel te vea jugar.

Ángel la vio tirar. A vuelta y media. Cinco o seis tiros convencieron al marido de Eli, que fue en busca de su esposa.

—Es buena, muy buena —afirmó.

La llegada de Renata con su padre, animó a los tradicionales amigos a llevar de visita a sus propias señoras que, si bien se reunían con Eli, no dejaban de admirar que la joven jugara de igual a igual con Ángel, quienes por más que lo intentaban, no lograban que Rolando los acompañara.

El amigo, alejado del juego que ellos practicaban no dejaba de observar a Renata que a su gusto era bella y cada tanto se preguntaba si esa mujer lo comenzaba a enamorar. Se respondía que eso no era posible porque nadie había ocupado ese lugar. Sin embargo, la duda estaba.

Renata se sentía a gusto con Rolando y solía invitarlo a tomar un trago en una confitería alejada del centro. En ese lugar fueron conociéndose.

Renata hablaba de la adolescencia, del campo desértico donde vivía, de la decisión de vivir en la ciudad.

Rolando conversaba de su trabajo en la sucursal de la empresa multinacional, cómo conoció a Ángel y Eli, de su esposa fallecida a pocos meses de casados.

—¿De qué vivís ahora? —le preguntó Renata.

—Supe ahorrar y gasto lo necesario.

—Tenía una idea distinta —dijo la joven—. Según el pueblo ganaste con tus amigos el premio anual de la lotería.

—En esta ciudad no se puede guardar un secreto.

—¿Ganaron mucho?

—Para no trabajar de por vida.

—Sobre todo si ahorran. Viven con humildad, salvo los dos vehículos que han comprado.

—Por comodidad y para que la gente no envidie.

—Tu pueblo no es así. Nadie sigue con el tema de la lotería —opinó Renata.

—Me has pescado en una mentira, perdoname. Me pregunto si dejarás de llevarte bien conmigo.

—Las personas mienten. Así se llevan bien. Me siento a gusto con vos. ¿Cómo te sentís conmigo?

—Temo que mi amistad es algo más y no me siento cómodo porque recuerdo a mi mujer con culpa por el cariño que tengo por vos.

—Te conviene ir despacio, el cariño no correspondido daña sin intención.

(8va entrega)

Ilustración de Stefano Vitale.