Todo lo que esconde el banco de mi plaza
Por María Jesús Zabala Chacur
Fumabas un Lucky Strike en la vereda. Quién fuma en estas épocas, pensé. Con la mano derecha sostenías el cigarrillo y la izquierda descansaba en tu bolsillo. La noche caía sobre los dos. Un foco de la calle te alumbraba un cuarto del rostro, mientras que a mí, la oscuridad me arrastraba con ella y me camuflaba en su negrura.
Mientras te contemplaba desde aquel banco de la plaza imaginaba cómo sería nuestro acercamiento:
Nuestra conversación arrancaría conmigo diciendo que me gusta tu remera de Frank Zappa, sonreirías sutilmente y me convidarías una pitada de tu cigarrillo. Yo no fumo, pero aceptaría de todos modos. Después me dirías tu nombre. No lo sé, pero quiero pensar que te llamás Milo, como mi personaje preferido de Los Caballeros del Zodiaco, já. Era mi favorito porque era de Escorpio igual que yo. Además, ese nombre te calzaría perfecto, sonaba excéntrico como las facciones de tu cara. Después de escucharte decirlo, con la voz rasposa que supongo tenés, me daría vergüenza presentarme, pero te diría con pena y timidez que me llamo Leo, que soy fotógrafo y que me encantan los gatos. Más tarde esa noche nos daríamos nuestro primer beso y dormiríamos juntos en tu casa.
Para fin de mes ya nos veríamos todas las semanas y los besos se sentirían cada vez mejor. Cuando llegara el cambio de estación ya seríamos exclusivos, vos dejarías de hablar con otras personas, y yo dejaría de fingir que también lo hago para no quedar como un completo infeliz.
Al poco tiempo conocería a tus viejos, pero no te presentaría a los míos porque no los veo hace siglos. En un año y medio ya estaríamos viviendo juntos en el departamento que heredaste de tu abuela, y para finales de ese mismo año adoptaríamos un gato. En la primavera siguiente te despedirían del trabajo por recorte de personal y yo te diría que no te preocupes porque me salió un currito que está bastante bueno en un estudio en Capital donde me pagarían muy bien.
Venderías el departamento de tu abuela, nos mudaríamos de ciudad, juntos, y por supuesto que nos llevaríamos al gato.
Alquilaríamos una casa modesta de dos ambientes y colgaríamos en la pared de nuestra habitación una foto que te saqué fumando, tirado en el césped. Pasaríamos esa navidad los dos solos y serías el primer beso que daría en año nuevo.
Al cabo de los años llegarían las crisis, las peleas y algunos problemas, pero después de 3 o 4 meses de tormentas volveríamos a recomponer la relación y nos casaríamos en una ceremonia chiquita. Invitaríamos sólo a los más amigos y el festejo culminaría en la pizzería de nuestro barrio, nos emborracharíamos un montón, y al día siguiente no serviríamos para nada.
Los hijos no nos llegarían porque ni vos ni yo así lo hubiéramos querido. Cenaríamos en el jardín de casa, también lo haríamos en la playa durante nuestras vacaciones de enero, y en Osaka, porque yo siempre quise conocer Japón.
Alquilaríamos una vans y nos iríamos a conocer todo el sur, y me darías un beso en cada lago. Dormiríamos abrazados, escucharíamos 1001 discos juntos, leeríamos 2500 novelas, nos haríamos un millón de caricias, llorarías en mi hombro un centenar de veces, miraríamos 4600 películas en el sillón y compartiríamos infinitas copas de vino.
Y un día, por arte de desgracia, dejarías de contarme tus secretos, cenarías solo antes de que yo vuelva a casa y te dormirías dándome la espalda. Dejarías de contarme tus dolores y ya no miraríamos más pelis juntos en el sillón.
Hasta que por fin, una tarde de octubre, te decidirías a dejarme para volver a tu ciudad natal, descolgarías de la pared la foto que te saqué fumando en el césped y te la llevarías junto con tu ropa y tu cepillo de dientes.
Y entonces para mí el tiempo se detendría, transcurriría de manera lenta y mis horas se pondrían densas y cargadas. Quedaría suspendido de por vida, un poco condenado a una eternidad tarda y perezosa sin tu compañía.
Cenaría siempre solo, me sentaría triste en los bancos de las plazas y lloraría cada vez que escuchara a Frank Zappa.
Y así los años me atravesarían tristes y pausados hasta que por fin la vida se disolvería. Dejaría que la muerte me acorrale.
Por eso mejor, mi amor, me conformo con darme el gusto de adorarte en secreto, de seguir contemplándote cada noche desde la oscuridad que me regala el banco de la plaza, y mirarte enamorado, mientras vos salís a fumar.
(*) Soy Jesús, y describirme con esas dos palabras ya me parece un montón. Probablemente, además de un nombre particular, me definan muchas cosas más, pero lo que yo pueda pensar de mí no es más que mi percepción, y eso podría ser algo muy alejado de la realidad.
Así que para evitar enredos me conformo con contar que me gusta escribir, y lo hago en gran parte, gracias al espacio que me brinda Vivi en su mágico taller “Silenciosos Incurables” donde soy más que una chica portando un nombre de profeta. Y donde puedo darme el gusto de llorar de la risa y deleitarme con la creatividad y las ocurrencias de mis compañerxs.
Genia…!