Expresiones de la Aldea, San Luis

PIJINDRÍN

Por Jorge O. Sallenave (*)

Ernesto Latino vivió mucho y este hecho posibilitó que yo lo conociera. Había nacido con los primeros años del siglo. La primera noticia sobre su existencia la tuve por mi padre después de visitar La Cueva del Chancho.

La Cueva era un restaurante-bar ubicado en la avenida España. Aparte del sobrecogedor nombre (al menos para mí), tenía la particularidad de ocupar un subsuelo. La entrada estaba a nivel de la vereda, pero traspuesto el umbral había que descender dos escalinatas consecutivas. Adentro la luz era escasa y el olor a humedad y frito abundante. Estas características servían para aguijonear mi imaginación de adolescente. Suponía que en ese lugar se reunían individuos de mal carácter y peor prontuario, fácilmente irritables. Como es sabido la realidad era otra, allí se comía bien y podía escucharse a excelentes folcloristas.

Los jóvenes deben luchar para superar miedos. Lleva tiempo, pero al final se logra, como sucedió conmigo cuando acompañado por un amigo ingresé allí por primera vez.

En verano, todavía de día. Y no pasó nada, salvo la escasa o nula simpatía del mozo obligado por nuestra presencia a iniciar su tarea antes de tiempo.

Al día siguiente, exultante como si hubiera consumado una hazaña, le conté a mi padre que había comido en La Cueva.

—¿Estaba Latino? —me preguntó y al responderle que no lo conocía dijo—: Un hombre delgado, elegante, siempre de traje.

—¿Es el dueño?

—No lo sé. El edificio le pertenece, ya lo conocerás. Vale la pena.

Ernesto Latino entró en mi vida con nombre y apellido, pero sin rostro. Deseché de plano que fuera el propietario del negocio. Mi padre lo describió delgado, y mi imaginación sostenía que el dueño tenía que ser obeso, de cuello corto, orejas como abanicos, rapado, con un anillo en cada dedo.

Pasaron diez años antes que conociera a Latino personalmente en el club social.

Había sido aceptado como socio y para recibirme se organizó una reunión. Aunque no conocía a todos los presentes disimulé mi ignorancia. En una ciudad pequeña donde todos son importantes resulta un agravio el desconocimiento.

Un hombre anciano, con traje de franela liviana y chaleco, muy delgado, anteojos de grueso marco, peinado con fijador, gesto señorial, se acercó y estrechándome la mano dijo: 

Edificio del Club Social, ubicado en la esquina de San Martín y Belgrano, en la ciudad de San Luis, hacia 1930.

—Bienvenido, el club necesita sangre joven.

Más tarde y aprovechando la confianza que tenía con otro amigo de mi padre pregunté:

—¿Cómo se llama?

—¿No lo conocés? ¿Sos porteño acaso? Latino, Ernesto Latino. La juventud viene cada vez con más fallas.

Le pedí que me hablara de él.

—Vení, tomemos un café. No conocer a Latino es imperdonable.

Me contó.

—La familia de Ernesto fue muy rica. Él también, por herencia. Aunque el dinero le duró poco. Primero falleció el padre dejándole una millonada. Años después, cuando falleció su madre, la primera herencia se había evaporado.

Nunca se fijó límites para gastar, alquilaba un vagón de ferrocarril para viajar a Buenos Aires con amigos, adquiría autos lujosos, organizaba fiestas fabulosas, en fin, vivía como bacán. Con el tiempo sus amigos nos hemos encargado de agrandar las cosas. Te estoy hablando de la década del 20, tal vez la del 30.

Ha pasado una eternidad desde entonces. Ernesto nunca se dio dique. Siempre fue reservado. Nosotros, sus contemporáneos, que lo teníamos en la cima, bien arriba, fuimos los encargados de potenciar su vida. Ninguno se quedó atrás en esa tarea. Y si fue cierto que alguna vez cerró el Tabarís para una fiesta privada, nosotros agregábamos otros cierres no menos importantes.

Con la repetición la mentira se maquilla de verdad. ¿Sabés? Los que no teníamos la posibilidad de llevar una existencia semejante nos conformábamos con estar atentos y contar lo que él hacía —hizo una pausa, respiró profundo y continuó—: Amaba sin límites y era correspondido. Tenía dinero y pinta, y algo más importante: sabía tratar a las mujeres. 

—Un playboy —dije.

—En aquel entonces no conocíamos ese término. Los norteamericanos no habían invadido el mundo con esas palabras tintineantes y pegadizas que se han comido el castellano. Para nosotros era un picaflor, un donjuán. Te cuento uno de sus romances. Visitó San Luis un circo alemán y Latino se enamoró de la trapecista que al principio no le dio ni la hora. ¿Qué hizo? Siguió al circo en su gira mundial, por nueve meses, hasta que la alemanita se rindió. Así, golpeando distintas puertas pasó su soltería y cuando se casó lo hizo con una joven de gran belleza. Según nuestro juicio, la mujer más hermosa de San Luis. Recuerdo aún su apellido: Laspiur. Eso significa que no estoy tan viejo ¿qué te parece?

—¿Qué sucedió después? —pregunté sin contestarle.

—No seas impaciente… Bueno, a tu edad siempre se corre. Volvamos a lo que te interesa. Se casó, pero desgraciadamente la esposa murió joven dejando un hijo a su cargo. Si el padre y la madre eran espléndidos, aquel niño, cuando se hizo adulto, fue aún más bello.

—No lo conozco.

—Ni lo conocerás, porque falleció hace mucho tiempo en una situación confusa. Vos sabés, que en un pueblo las versiones se multiplican. Se dice que lo mató la policía en la frontera. A mí me importa poco cómo sucedió. Solo sé lo que significó para Latino. Aunque él no lo ventiló a los cuatro vientos, el hecho lo quebró para siempre, en fin, gastada su herencia, fallecidos los seres queridos, olvidado por esos supuestos amigos que él alimentara por décadas, se enfrentaba a una vida diferente. Necesitó años para recomponerse, pero el viejo lo logró. Con humildad, con el cariño de su segunda esposa, bueno ¡basta! Me aburrí de contarte y no cuento más. A los ancianos les está permitido empacarse como una mula.

En los meses siguientes mi relación con Latino se afianzó. Solíamos tomar café en las confiterías del centro y por las tardes sentarnos en la vereda sur de la avenida España, frente a La Cueva del Chancho, para contemplar los inigualables atardeceres puntanos.

Durante ese tiempo, sucedió un hecho que cambió mi vida. Fue el fallecimiento de mi padre, dejando a cargo de mi irresponsable voluntad los bienes que con tanto esfuerzo él consiguiera.

Don Ernesto (así lo llamaba) me había bautizado con el sobrenombre de Pijindrín, que dicho por él no tenía ninguna connotación despectiva. Supongo que me veía como un niño que necesita guía y protección.

Reunión en el Club Social. De izquierda a derecha: Sra. Lilia Deluigi de Arias, Sr. Ernesto Latino y su esposa Sra. Guillermina Laspiur de Latino y el Dr. Carlos Arias. Foto de José La Vía.

Alguna vez, quizás por mi temperamento exaltado, le dije que tuviera en cuenta que trataba con un adulto y él me respondió: “Nos medimos siempre con tolerancia”.

Hubo otro hecho, también importante. El Club Social, cuyos orígenes se remontan hasta la colonización, época en que en la Plaza Mayor (hoy Independencia) se destinara un inmueble para servir de esparcimiento y reunión de los habitantes, se agotaba.

Sus muros agrietados, los cortinados desgarrados, los muebles dañados eran las víctimas de la desidia de socios y dirigentes. La comisión directiva tratando de salvar lo que quedaba autorizó la explotación de una mesa de punto y banca.

Comencé a perder grandes sumas en ese juego. Vendí casas y campos para solventar el vicio. Una noche, en que había perdido un monto escandaloso y no sabía con quién desquitarme, me acerqué a Latino, quien nunca jugaba y se limitaba a seguir la partida desde la barra.

Yo estaba alterado. Se notaba en la mirada vidriosa, la transpiración de mi frente, en el temblequeo de las manos.

—Pijindrín —me saludó y agregó—: No tenés que jugar…

Lo interrumpí.

—¿Usted dice eso? Usted, que patinó una fortuna pretende que yo no juegue. Ha olvidado sus desenfrenos. El despilfarro de cerrar cabarés o de perseguir a una trapecista. ¡No me joda! Yo tengo el dinero y yo me lo gasto. Cuando el tiempo dulce acabe me convertiré en leyenda y dejaré que los otros hablen… como hace usted.

Ernesto Latino cruzó un dedo sobre los labios demandando silencio.

Callé.

—Me interrumpiste. No soy quién para juzgarte o prohibirte el juego. Iba a decirte que no jugaras acá. Solo eso. Si tu idea es tirar lo que recibiste de tu padre, hacelo donde están los mármoles.

—¿Cómo?

—Sí Pijindrín, llevá tu dinero y gastalo en lugares en que te atiendan a cuerpo de rey. Así, cuando seás un seco, tendrás al menos los recuerdos de bellas mujeres, lujosos salones, excelentes restaurantes. Este lugar no te deja nada. A lo sumo olor a viejo, a orines. ¿Entendés?

No respondí.

—Otra cosa, si no hablo de mí, es por la sencilla razón que a nadie le importa la vida de otros. Demasiado tienen con la propia para aguantar a un latoso. Cacheteó mi mejilla con cariño y agregó—: Tipos como vos y yo no nos transformamos en leyenda, a lo sumo nos recuerdan algunos amigos. Y no por mucho tiempo.

(*) Texto que integra el libro “Cuentos del Viento”