Expresiones de la Aldea, San Luis

MADAME

Por Jorge Sallenave (*)

En la década del cincuenta, en una ciudad pequeña como San Luis, no existía mayor interés por aprender un segundo idioma.

Sin embargo, el padre dijo: 

— Francés, es la lengua de la diplomacia.

La madre se opuso: 

—Le conviene aprender inglés. El mundo será de los ingleses o de los norteamericanos.

El niño los escuchaba. Y le daba lo mismo uno que otro. Años después se preguntaría el motivo de por qué el idioma francés fuera el elegido.

Supuso que se debió a una razón de vecindad. En la vieja casa que alquilaban había un salón que lo ocupaba la Alianza Francesa.

Allí, un profesor miope, calvo, voz gangosa, enseñaba a un reducido grupo de alumnos. Cuando estaba desocupado, se asomaba por la ventana y le pedía a su madre alguna “cosita” para comer. El mismo profesor que, por motivos ignorados, tiempo después adquiriera fama de “mufa”, obligando a que los habitantes del San Luis pequeño se esforzaran en no citar su apellido. Por las dudas.

El niño le temía. Su figura le parecía disparatada y amenazante. Cuando ingresó al instituto convencido en que le haría pasar malos momentos, recibió una sorpresa. El profesor con lentes como culo de botella fue reemplazado por una anciana cariñosa que, según comentarios, había sido princesa en una colonia francesa. Hoy estaba venida a menos, por la guerra y por las travesuras de un hijo que se ocupaba en vender y arreglar relojes.

Y todo fue de maravilla. La anciana no era exigente, malcriaba al niño y este se sentía como en familia. Años después, tres o cuatro, la Alianza Francesa se mudó a una casa en la calle Pringles, cuyo frente estaba recubierto por una tenaz enredadera.

Coincidieron con el cambio de domicilio dos hechos: el niño ingresó a la adolescencia y la anciana profesora dio por cumplida su tarea.

Tomó su lugar una mujer de cabellos rubios, enrulados. De rostro encogido, mentón y frente en planos oblicuos de tal manera que la nariz, respingada, apenas se notaba. De espalda encorvada. Poco agraciada al caminar.

Por razones que el adolescente ignoraba se encontró como único alumno de segundo año y con otra novedad: el curso no se dictaría más por la tarde, habiéndose fijado un horario de 22 a24 horas los lunes, jueves y viernes.

El adolescente y la profesora se encontraron por primera vez en una calurosa noche de marzo.

No bien el adolescente presionó el timbre en la nueva casa de la Alianza Francesa se escuchó una voz con tono autoritario que ordenaba: ¡Entrez!

Abrió la puerta y recorrió el pasillo hasta la primera sala. Allí esperó.

—¡Bon soir! —le saludaron desde una sala contigua, abarrotada de libros, con pequeña mesa en el centro, tres sillas y un sofá.

—Buenas noches, yo soy … —comenzó a decir, pero fue interrumpido.

—¡Parlez en français! —le exigieron.

Corneille, Racine et Molière: Cursos de poesía dramática francesa en el siglo XVII.

El adolescente lamentó haber perdido a su anterior profesora. “Vieja gruñona» pensó. “La echaron de Francia y viene a darse importancia con nosotros, los indios” reflexionó después cuando regresaba a su casa, porque la mujer se había presentado como Madame la Directrice. “Directora de qué… de cuatro locos con ganas de hablar francés” y con inocultable enojo agregó: “Madame Cavel… tenés suerte que yo no pueda abandonar. Mis viejos han invertido demasiado dinero. Me gustaría ver a quién le dictarías clase”.

El tiempo tiene por costumbre apresurarse sin que nadie se dé cuenta. En un abrir y cerrar de ojos el adolescente tuvo compañía. Se incorporaron nuevos alumnos: Perla Montiveros, excelente profesora de literatura y más tarde, escritora y crítica; Ricardo Pantano, profesor de la universidad local, empeñoso estudioso de lógica, mediocre tenista; Alberto Villazón, persona de juicio mesurado y dedicación permanente al análisis de la conducta humana; Alberto Ochoa, empleado en una zapatería, de conversación ágil y un señor Lucero, empleado bancario que llamaba al adolescente “monsieur”, siempre vestido con traje y camisa blanca, de humor agudo, enemigo del hablar grosero.

Y las clases, pese a lo heterogéneo del grupo por edad e instrucción, fueron apasionantes y reveladoras. Porque si bien Madame Cavel no olvidaba gramática, sintaxis y pronunciación, también se dedicaba con igual ahínco a la literatura, música, pintura y cine francés.

El adolescente cambió su primera impresión y comenzó a admirar a esa mujer que había cruzado un océano, que vivía sola en un mundo extraño, que tomaba la educación como un desafío.

 — Par cœur —insistía ella para que memorizara versos de la Chanson de Roland o de las tragedias escritas por Racine y Moliére. Y el adolescente, que para ese entonces se jactaba de haber abandonado la lectura de historietas por autores “serios” como Kafka, Dickens, Sartre, debía soportar un ataque al orgullo juvenil escuchando la recriminación de Madame: “El orden, tienes que respetar el orden si deseas sacar provecho a lo que lees”.

Hasta que no pudo más y para ponerla en un aprieto el joven dijo:

—Está bien, por qué no me enseña usted. Sírvame de guía.

—Con gusto —aceptó Madame—. Ampliaremos el horario e invitaremos a los demás alumnos. agregó.

Nadie rehusó la invitación. La literatura no fue tema excluyente. Madame consiguió un proyector y películas en la Embajada francesa. Hecho que le permitió conocer y discutir clásicos del cine, y adelantarse a las salas cinematográficas locales en la exhibición de “La nouvelle vague” que incluía directores de la talla de François Truffaut. Gracias a esa pantalla que ella colocaba a su espalda, el adolescente aprendió a reconocer a Simone Signoret, Michelle Morgan, Jean Gabin y hasta la mismísima Brigitte Bardot.

La pintura se hizo espacio en una sala lateral. El adolescente que nada sabía de pintores se mantenía a prudente distancia para disimular su ignorancia. Pero una vez Madame exhibió una serie de cuadros con un poema al pie que los definía y el adolescente se sintió atraído por un desnudo de mujer con un solo verso en la parte inferior. El verso hacía referencia a una “Blessure” (herida) y sin que nadie se lo explicara supo desde ese momento que el sexo no es impúdico ni grosero. Solo las palabras lo vuelven procaz.

La ampliación del horario trajo aparejado un problema menor.

El adolescente regresaba cada vez más tarde al hogar y sus padres dudaban que el motivo fuera el estudio. Fue necesaria la intervención de Madame para que le creyeran.

A partir del día de la justificación su familia comenzó a visitar la Alianza Francesa. Hecho que a él no le molestaba salvo cuando sus padres eran invitados a las representaciones teatrales de obras que Madame escribía y donde a él le tocaban papeles secundarios, sin brillo. Su orgullo se sentía herido y se avergonzaba. Motivo suficiente para tener mal talante por una semana, a veces dos. Y si bien no protestaba cualquiera notaba su contrariedad.

—Y bien mi querido amigo ¿qué sucede? —dijo Madame, en francés, porque delante de sus alumnos no hablaba en castellano, la noche en que habían ofrecido una obra de teatro y al adolescente le tocó representar con solo mímica, a un jardinero que aparecía en escena dos minutos exactos.

—Puedo hacer cosas más importantes—contestó.

—Seguro, pero conviene estar muy atento. La importancia de una acción no se mide con un metro. 

El adolescente fue a responder, pero se contuvo. Había aprendido que Madame no usaba frases al azar. 

Meditó y se sintió feliz al concluir sus cavilaciones: “Yo quiero encandilar, no brillar” sentenció y decidió que Madame debía conocer esa frase maravillosa. 

Nouvelle vague es la denominación que la crítica utilizó para designar a un nuevo grupo de cineastas franceses surgido a finales de la década de 1950.

Se la dijo, cuando ella preparaba su acostumbrado té con galletitas, que debía ser su única comida, según el adolescente, porque nunca la había visto cocinar. 

—Fuego de artificio. Para usar tus palabras: sigues encandilando—contestó Madame, sin darle importancia. 

Pasó el tiempo y el adolescente obtuvo el diploma de capacidad. Meses antes de trasladarse a otra provincia para seguir una carrera universitaria. En el diploma, a la izquierda, en la parte inferior, casi oculta por pomposas firmas, aparecía una leyenda en imprenta que decía: “Madame la Directrice”; un poco más arriba con trazo decidido: B. de Cavel. 

Para su sorpresa, cuando iba a tomar el ómnibus que lo conduciría a una vida diferente, se presentó Madame. 

—Vengo a despedirte. Has sido mi alumno más querido. 

El adolescente no supo que contestar. 

—Recuerda: “El valor no aumenta con los años”.

 —Lo dijo Racine —contestó el adolescente que no había advertido que Madame le hablaba en castellano. 

—Traducción antojadiza, pero tú comprendes. Ahora es tu momento. Que no se quiebre tu espíritu. Demuestra tu valor. 

El adolescente la abrazó y en ese momento le hubiera hecho muchas preguntas que durante años pospusiera, pero una vez más no se animó. Le hubiera gustado que le contara sobre su vida en Europa, porqué eligió San Luis, si su esposo había fallecido, si tenía hijos, si algún día regresaría a Francia. 

Madame Cavel falleció años después. El adolescente, ya hombre, trabajaba fuera de la provincia. La noticia de su muerte le llegó por casualidad. 

Al enterarse prometió: “Visitaré su tumba. Tengo algo que decirle. Ella me escuchará”. 

Cumplió. Dijo solo dos palabras: “Mercí Madame”.

(*) El texto integra el libro “Cuentos del Viento”