Expresiones de la Aldea, Notas Centrales, San Luis

EL CAMPEÓN

Por Jorge O. Sallenave (*)

El campeón nació en Villa Mercedes, ciudad próxima a San Luis, en 1916. Su padre era francés y su madre italiana. Segundo hijo de los tres que tuvo la pareja. El mayor Juan y Osvaldo el tercero. A él lo bautizaron Francisco, como su padre y abuelo con el agregado de Bartolomé, nombre que le molestó siempre hasta que decidió camuflarlo con una B mayúscula seguida de un punto.

Francisco abuelo había nacido en Bayona, Francia y llegó a la Argentina a fines del siglo diecinueve porque su familia huía de una Europa caótica. Cuando las cosas pudieron arreglarse en el Viejo Continente, él decidió regresar. De los ocho hijos, tres se quedaron en la Argentina, se sentían identificados con el país que les había recibido. Uno se ubicó en Las Flores o en Monte, provincia de Buenos Aires. Otro eligió Entre Ríos, presumiblemente la ciudad de Paraná. El tercero, el padre del campeón, luego de una breve estancia en Laboulaye, Córdoba, recaló en Eleodoro Lobos, un pueblo puntano. En ese lugar se desempeñó como encargado de un campo de veinte mil hectáreas, que pertenecía a un porteño de apellido Goñi, solterón, millonario e integrante de la sociedad capitalina.

Las tierras que poseía en San Luis no lo desvelaban y la presencia de Francisco “El Francés”, le aseguraba que el orden de las cosas no se modificaría, por lo tanto, venía una sola vez al año, comía algunos asados y regresaba a Buenos Aires. En esa estancia que llegaba hasta el río Quinto, Francisco padre llegó a tener 6.000 ovejas propias.

Le gustaba la zona, la gente que la habitaba. Conocía a propietarios, arrendatarios, peones. Daba rienda suelta a su satisfacción al realizar tareas rurales y montar, mejor que los criollos decía. Se casó con Magdalena y esto cambió su vida.

Magdalena era una mujer de salud quebradiza. Fue por este motivo que se trasladó a Villa Mercedes para que la esposa pudiera recibir atención profesional. Vendió las ovejas y fue a la ciudad en busca de una casa. Sabiendo que él necesitaba trabajar la tierra y tener animales para sentirse feliz, adquirió una quinta de 27 hectáreas ubicada en la calle Tucumán en el borde de la ciudad. La compró a otro francés, un tal Soirá, quien había construido en el ingreso a la propiedad una casa amplia, con reminiscencias de castillo, sobreelevada, con un escalón en mármol que permitía acceder a un salón grande, con la cocina a la derecha y los dormitorios atrás, también de medidas generosas.

La vivienda tenía pisos recubiertos con listones de pinotea, techos altos de loza, rodeada por árboles de gran porte al frente junto a un molino alto y quejoso cuando el viento era fuerte y sus aspas se movían produciendo un sonido triste.

Atrás de la casa, en perfecto orden, alineados, los frutales y en uno de los costados el jardín. Los galpones, algunos para guardar herramientas y carros, otros para el personal, se encontraban más atrás, cerca de la tranquera del fondo. Más allá la quinta dividida en cuadros. El tal Soirá, no solo había copiado el estilo dieciochesco francés al hacer la casa con grandes ventanas y puertas con postigos, puso énfasis en la puerta de hierro, trabajada en curvaturas simétricas de dos hojas, que daba a la calle Tucumán.

Ahí nacieron los tres hijos de la pareja. A los diez Francisco hijo había solucionado el tema de llamarse igual que su padre. Para ese entonces ya era Pancho, a veces Panchito. Tenía una fuerza descomunal que se afirmó en la adolescencia. Como su padre, comía en exceso y la mayoría de los días, después de almorzar, concurría al comedor de los peones donde se prendía a la carne asada, a los guisos, a los pucheros y a las sopas espesas por la grasa.

También escuchaba las conversaciones de los hombres, que hablaban poco, pero solían usar bien el doble sentido y reír con sus ocurrencias, mostrando ausencia de algunos dientes y ojos de mirar ladino, como si la alegría que sentían no durara mucho tiempo porque era gente sufrida.

Solía colaborar en las tareas de la quinta. Araba con arado de mancera marcándole el surco al percherón que tiraba. Daba de comer a unos cerdos de origen inglés, tusados, altos, traicioneros. Se divertía con las ovejas y mantenimiento de los carros de ruedas grandes, el break y la diligencia que su padre recibiera de la familia antes que regresaran a Francia.

Cursaba el secundario en la escuela normal. Ir y volver a la escuela le llevaba una caminata larga y dificultosa. Sobre todo, si llovía. Los guadales de la calle Tucumán se prendían a los zapatos, era necesario rodearlos evitando resbalarse en las tierras flojas que circundaban el canal de riego, ni hablar cuando éste desbordaba.

Pancho se acercó al objetivo. A los diecisiete años estaba en la recta final que lo llevaba a recibirse de maestro.

En esa época se decidió que no quería ser quintero. No le molestaban las tareas rurales, pero intuía que el mundo poseía lugares mejores. Por ese entonces, 1932—1933 aproximadamente, conoció a tres personas que le abrirían una puerta a esos lugares que él imaginaba.

Atletismo en San Luis, hacia 1935. Foto de José La Vïa.

El “Mudo” Cacace, Edmundo Tello Cornejo y el “Tano” Milone que se dedicaban al atletismo en el club Jorge Newbery apostaron por ese muchacho.

Se dijeron que alguien que poseía un cuerpo tan fuerte debía rendir bien en atletismo. Los tres eran de la misma generación que Pancho. Mientras el Mudo Cacace era un entrenador natural para cualquier disciplina, Milone tenía una capacidad para competir en cualquier disciplina, un deportista excepcional que no había logrado hacer pie entre los mejores, quizás por la dispersión de los esfuerzos.

Edmundo Tello Cornejo amaba hasta la adicción el atletismo. Nada extraño en una época que en el país se practicaba mucho. Lo curioso es que Tello Cornejo sabía que él no estaba predestinado a ser un deportista de excelencia.

Estos hechos le dieron la razón: fue historiador, escritor, político, pero en esos años probaba suerte en el deporte, era un ávido lector de revistas deportivas, guardaba recortes, apuntaba las marcas que se obtenían en Cuyo, en la Argentina y en el mundo.

Los tres nombrados, después de varias negativas, consiguieron que Pancho aceptara concurrir al club Jorge Newbery.

Allí lo hicieron participar en distintas pruebas con el fin de determinar en cuál de ellas el muchacho fornido tenía mayores posibilidades si se le enseñaba. Fracasaron en las pruebas pedestres. En las de corta distancia, Pancho era lento en la largada y tardaba en encontrar un ritmo parejo. En las de larga distancia se ahogaba, le faltaba aire. En garrochas no lograba la soltura necesaria. En el lanzamiento del martillo o bala obtenía buenas marcas, aunque lejos de las que ellos esperaban.

Un día tuvieron una sorpresa. Pancho miraba a un discóbolo arrojando el platillo. Como se conocían entre ellos, Pancho le dijo:

—Soy capaz de tirar eso más lejos que vos.

 El amigo contestó:

—Me gustaría verte.

Girando sobre sí mismo hizo un primer intento, pero resbaló. En la segunda oportunidad el platillo voló y voló hasta aterrizar cinco metros lejos de la marca que había establecido su amigo.

A partir de ese momento los tres jóvenes que habían puesto los ojos en él supieron que estaban frente a un diamante en bruto que no bien se puliera no tendría oponente.

(*) PRIMERA PARTE- Este relato está contenido en el libro Historias de San Luis: de gentes y de leyendas