Expresiones de la Aldea, San Luis

LA HENDIJA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Ese sábado cargó el vehículo y llenó el tanque de nafta en la estación ubicada en avenida Illia y calle Chacabuco. Frente a la Escuela Normal de Niñas compró el diario y emprendió el viaje. Salió de la ciudad por el Puente Blanco para recorrer El Chorrillo. Atrás quedaron San Roque, Cruz de Piedra, El Volcán. Al llegar a El Durazno comenzó a tomar mate. Al fin llegó a un alto donde un letrero caminero indicaba Virorco a su izquierda por una huella de tierra que por la sequía formaba guadales cada tanto. Conducía despacio. Cuidaba el automóvil recién regalado. A medida que se acercaba al cordón montañoso la vegetación nativa crecía. Al fin, ya en plena trepada, encontró la tranquera que cruzaba el camino. A esa altura había árboles de mayor porte e hilos de agua abriéndose camino entre babas de sapo.

La tranquera no tenía puesto el candado. Dudó, pero decidió abrirla. “Quizás el ingeniero decidió venir hoy” pensó mientras cruzaba el auto. Volvió a descender para dejar la puerta como estaba, no quería causar inconvenientes.

La subida continuó hasta un playón con yuyo verde con una laguna en el centro, como le dijeron no era grande. “Cien metros de diámetro”, calculó. Las aguas permanecían quietas y en la esquina opuesta un grupo de sauces mojaba sus ramas deshojadas. Un peñasco grande al borde del camino de tierra se sumergía en el agua. “Si hay peces deben esconderse entre esas piedras”, reflexionó. “También es posible que anden en los juncos”, se dijo al ver la cantidad de varas que asomaban en algunas partes. “Ya lo sabré, pero antes tengo que avisarle al puestero”.

Dejó atrás el playón, cruzó un arroyo pedregoso con poca agua, cristalina y fría. Esto último lo supo porque detuvo el Renault en el medio del cruce, abrió la puerta y agachándose sumergió la mano izquierda.

No había recorrido mil metros cuando apareció un caserón inmenso, antiguo, rodeado de árboles, a la izquierda de la huella frente a un arroyo que los años habían profundizado su cauce, con agua rápida por la pendiente.

El rancho del puestero, humilde, a un costado.

Detuvo el vehículo y tocó bocina. Varios perros esqueléticos se acercaron y comenzaron a olfatear el vehículo. Volvió a llamar.

La puerta asimétrica del rancho, hecha con madera de cajones se abrió con dificultad como si de un momento a otro terminara atascándose en la tierra húmeda o estuviera a punto de quebrarse. Un hombre anciano, vestido con un saco sobre un pulóver de lana sucio de color gris amarillento, pantalón de tela gruesa, medias arremangadas bajo las alpargatas gastadas.

—Buen día ¿Usted es don Sosa?

El anciano respondió afirmativamente con la cabeza. Alfredo se bajó del auto.

—¿No me harán nada? —preguntó mirando a los perros.

—Son mansos de día y si estoy presente.

Alfredo se dirigió hacia el puestero. Al llegar le extendió una mano huesuda de piel oscura y con cierto temblequeo.

Le explicó quién era, que el ingeniero le había dado copia de la llave de la tranquera, que la encontró abierta y que su idea era pescar en la laguna o en los arroyos de la montaña.

—Recién fui hasta el almacén, y me olvidé de cerrarla. Más tarde lo haré.

—¿Vive solo don Sosa?

—Desde que perdí a mi señora hace más de diez años. Estoy acostumbrado. El ingeniero me quiere llevar a San Luis, pero yo estoy feliz aquí.

—A mí me costaría. Soy soltero pero estas montañas inmensas, el bosque y el silencio me daría algo de miedo con solo pensar que puedo necesitar un médico de urgencia… no… no me sentiría tranquilo.

—De noche es peor. El ruido de los animales salvajes, los murciélagos y las aves nocturnas, el agua del arroyo si crece.

—Hablando de la noche don Sosa. Pienso quedarme hasta mañana. ¿Me dejaría armar la carpa cerca de la casa?

—Con gusto. Antes que vaya a pescar le quiero advertir que en la laguna no hay peligro, pero le recomiendo que no se interne en la sierra con el auto. Para seguir subiendo deberá subir a pie.

Hay animales salvajes y apenas trepe unos quince minutos se perderá, le será imposible entre la maraña de árboles acertar con el camino que lo lleve al punto de partida. Arriba se vuelve frío y corre riesgo de congelamiento.

—Quédese tranquilo. Hoy me dedicaré a la laguna, mañana encararé las sierras. ¿Quizás usted quiera ganarse una changa como baqueano?

—Mañana veremos.

Alfredo se despidió y regresó a la laguna. Buscó una punta desplayada y comenzó a armar dos equipos de pesca. Dos cañas cortas, con riles aceitados, tanza no demasiado gruesa y diferentes tipos de anzuelos. Se acercó a la piedra que se hundía en el agua. Limpió el piso y apoyó la mesa plegable. Trajo la carnada de gruesas lombrices enredadas.

Fue en busca del equipo de mate, del calentador y una tetera que llenó con agua de la laguna. Sabía que un secreto para obtener un buen pique con las truchas fueran percas o arco iris, es que no debían verlo. Cubrió los anzuelos con gruesas lombrices y lanzó ambas líneas en dirección a la zona donde la piedra se sumergía en forma total. Apoyó las cañas sobre dos sostenedores de hierro. Se sentó en la banqueta a preparar el mate.

Dos horas más tarde, luego de levantar las líneas varias veces, encarnar de nuevo y lanzarlas siguiendo un círculo imaginario no había conseguido un solo pique. Se preguntaba si el agua transparente de la laguna no le estaba jugando en contra, también pensó que en ese espejo de agua no existía trucha alguna. Justo cuando pensaba así por la huella, montado en un caballo apareció don Sosa.

—Acá no hay un pez ni por casualidad.

—Truchas criollas hay varias.

—Me gustaría verlas.

—Sígame —dijo el puestero y taloneando levemente al caballo siguió el margen de la laguna, hasta el otro extremo, donde crecen los juncos.

Alfredo llegó agitado.

—Mire —le dijo indicando las cañas.

—Alfredo se acercó al agua para ver mejor.

Tres truchas criollas de tres kilos o más se sostenían en un mismo lugar con un movimiento apenas perceptible como si estuvieran descansando o dormidas.

—¡Qué bichos! —dijo Alfredo.

—Sigo mi camino, voy a cerrar la tranquera. Suerte con la pesca.

Alfredo regresó al automóvil. Levantó cañas y el resto de los enseres que había descargado. Condujo hasta los juncos y puso la mayor rapidez para encarnar y lanzar las líneas prácticamente sobre las truchas. Los anzuelos flotaban a centímetros de los peces.

Vio llegar otros ejemplares con un desplazamiento tranquilo.

Alguna picará se dijo, pero las truchas permanecieron indiferentes ante los puñados de lombrices que se retorcían. Me han visto, si yo las veo ellas me ven. Vamos a ver quién gana.

Aflojó la línea y los anzuelos se apoyaron en el fondo de la laguna. Esperó que dos percas se rozaran y tiró de la caña con fuerza con la intención que algún anzuelo o varios se prendieran al cuerpo de las truchas. Tuvo éxito. Los anzuelos se clavaron en una perca que saltó sobre el agua, herida, para volver a caer.

—Vos no te irás.

Se equivocó. El pez dio un nuevo salto, se torció en el aire y se desprendió de los anzuelos que siguieron la fuerza que oponía Alfredo y le golpearon el pecho.

“Trucha de mierda” insultó Alfredo al ver que el cardumen abandonaba el lugar rumbo a la zona de enfrente.

Insistió haciendo unos lanzamientos mientras recorría la zona cubierta de juncos.

Al atardecer regresó don Sosa.

¿Cómo anduvo la pesca?

— Mal… usted tiene truchas amaestradas.

—No hay animal que no defienda su vida. Quizás mañana tenga más suerte.

—¿Cómo mañana? Ahora me iré a la piedra de nuevo.

—Acá en invierno, la noche llega rápido. A lo sumo tiene media hora de luz. Si va a armar la carpa le conviene acercarse con tiempo a las casas.

—Tiene razón don Sosa. Levanto el equipo y lo sigo. Perdón… Como es el nombre suyo.

—Don Sosa —dijo el anciano.

—Algún nombre le habrán puesto cuando lo bautizaron.

—Sí…, pero no me gusta.

Pese a las indicaciones recibidas de quien le prestara la carpa le llevó tiempo armarla. El sol se había ocultado tras las montañas y la noche era inminente.

—Voy a hacer un asado ¿Le gustaría acompañarme don Sosa?

—Con gusto…Si no es molestia. Atrás del rancho hay buena leña.

(*) Segunda parte- Este texto forma parte del libro “Historias de San Luis: de gentes y de leyendas”.