Expresiones de la Aldea, San Luis

LA HENDIJA

Por Jorge O. Sallenave (*)

El agradecido soy yo. Pensé que esta noche no llegaría nunca. Hasta que usted tocó por primera vez la bocina frente al rancho. Entonces supe, ignoro el porqué, que era la persona indicada… en fin… el vino está rico y el picadillo acompaña bien.

—Al terminar el viejo se incorporó y dijo desafiante: allá vamos. La Hendija espera.

—El trecho que recorrieron fue corto. La cima de la montaña se quebraba para descender unos cuarenta metros.

—Señor desconfiado esta es la hondonada.

—No veo nada extraño.

—Tenemos que descender hasta la base.

—No será fácil. Deberíamos ser alpinistas para llegar allá abajo

—Usted me sigue. Se va apoyando en donde yo me apoyo. Sin apuro. Afirmando bien los pies. No pise en las piedras sueltas.

—Adelante don Sosa. El vino y mi falta de cordura me aflojan el miedo.

Bajaron y sin inconvenientes hicieron pie en la base de la hondonada.

—¿Y ahora qué? —preguntó Alfredo sintiéndose invencible por haber logrado el objetivo.

—¿Ve aquella luminosidad?

Pocos metros más delante de un hueco en el terreno emanaba una luz tenue.

—¿Una gruta?

—La Hendija respondió el anciano.

Al llegar al lugar Alfredo miró hacia adentro, pero la luz que de ahí salía le impidió ver nada.

Don Sosa ingresó por el medio del halo amarillento. Alfredo dudó unos instantes, pero después hizo lo mismo con resolución.

La luz los acompañó unos pocos pasos para después desaparecer. Enfrente de ambos se abrió un cielo sin nubes de un celeste claro, con un sol grande.

—¿Qué es esto? —preguntó Alfredo sorprendido, sabiendo que la respuesta vendría sola.

Era un hermoso prado, con jardines cubiertos de flores. Gente caminando por los senderos. Alegres, conversadores y distendidos.

—Estoy soñando —afirmó Alfredo, sabiendo que no lo estaba.

Unas personas se les acercaron. Les dieron la bienvenida y dijeron:

—Por el momento esta es vuestra casa. Hagan lo que ustedes deseen

—¿Todavía piensa que le miento? —pregunta don Sosa.

—Es un lugar bello, pero pienso que lo sueño. Que estoy durmiendo en la carpa y sueño por lo que usted me ha contado durante el asado.

—Lo dejo con su duda. Debo encontrar a mi mujer. El anciano comenzó a caminar y se mezcló con la gente que recorría los senderos.

El pensamiento se ancló en dos frases: Se trata de un sueño y no es posible. Al final cansado de esas reiteraciones observó a su alrededor y se dijo que debía reflexionar. En primer lugar, vengo de una noche con luna y aquí es de día. Me encontraba en la cima de la montaña y ahora estoy es un prado sin límites, con jardines llenos de flores. De la soledad de Virorco y de las sierras de San Luis me encuentro con este espacio donde cientos o miles de personas se han dado cita para caminar, charlar y presumo pasarla bien. De uno a otro lado solo un hueco en la montaña iluminado.

Como si de alguna forma al atravesarlo entráramos en una dimensión diferente. Me cuesta aceptarlo, pero lo tengo a la vista. Curiosamente no advierto construcciones de casas. Todo es llano y vegetal. Pero las personas están ¿Son personas? Noto que se deslizan con elegancia, como si flotaran.

Entonces… acepta que se trata de espíritus que por alguna razón visitan la tierra sin desprenderse de la luz, el cielo claro y flores maravillosas. No tengo respuesta para nada. Me quedan dos alternativas: regreso por donde vine o intento que esos seres llenos de alegría me expliquen de que se trata esta especie de encantamiento. No está en mí mantener esta duda para siempre. Tengo que hablar con ellos y si al hacerlo me despierto será una forma de saber la verdad.

Alfredo se acercó a uno de los senderos y se paró antes de ingresar. La gente iba y venía. Todos lo saludaban, pero sin detenerse. Se preguntó qué debía hacer para que alguno de los paseantes le prestara atención. ¿Debía tomarlo del brazo? ¿Llamarlo? ¿Rogarle que se detuviera un instante?

No necesitó hacer nada. Un hombre se dirigió hacia él y luego de darle la consabida bienvenida lo invitó a caminar.

Alfredo se emparejó al lado del hombre y lo primero que dijo fue gracias, agregando después. Estoy confundido.

—Es natural —respondió el hombre que tenía un rostro familiar para Alfredo sin que esa conclusión le permitiera saber dónde o cuándo lo había visto —. La Hendija confunde y da temor. Por lo menos a quienes no han sido llamados. No digo que sea su caso. Don Sosa lo necesitaba a usted para esta noche. Digamos que fue llamado a medias.

“Moteado”, por Cath Hughes.

—¿Conoce a don Sosa?

—Por supuesto. A usted también lo conocemos.

—Qué curioso a mí su rostro me parece familiar. No puedo precisar dónde lo he visto.

—Han pasado años y creciste —dijo el hombre tuteándolo—. Te daré una pista: eras vecino y malcriado por mí.

La pista fue más que suficiente.

—Usted es Carlos, el esposo de Clara.

—Así es.

—Pero usted murió hace años.

—No es una novedad. Es más, influí para que vinieras. Apoyé el pedido de la señora de don Sosa.

—¿Por qué pidió verme?

—A Clara le queda poco tiempo de vida. Ella está sola desde que fallecí. No se trata con los parientes, ni con los vecinos. Es una buena mujer. Necesito que la acompañes en el escaso tiempo que le queda. Ve a vivir a casa. Te recibirá con los brazos abiertos. Te lo agradeceré, hecho éste que ni te enterarás porque hoy es el único y último día que nos vemos. Ya no tengo más tiempo, confío en vos.

Alfredo intentó seguirlo, pero no tuvo éxito. Carlos, quien había sido esposo de Clara, la mujer que le regalara el auto, desapareció como si hubiera mimetizado con otra persona o evaporado.

Alguien le tocó el hombro.

Era don Sosa, acompañado por una mujer.

—Alfredo, suerte que lo encuentro. Perdón, le presento a mi señora.

La mujer inclinó su cabeza ceremoniosamente y sonrió. En ningún momento estrechó la mano que Alfredo había extendido.

—Debe irse ya —ordenó don Sosa—La Hendija se cerrará.

—¿Y usted?

—Me quedo con mi señora. Ya es tiempo que vuelva a vivir acompañado.

—¿Vivir?

—La vida mi querido Alfredo no se pierde nunca. Toma otros caminos, otras formas. Le agradezco tanto que me acompañara esta noche. Yo tenía que venir con usted. Así lo sentía. Ignoro quién lo necesitaba ver de este lado, pero La Hendija no se hubiera abierto sin su presencia. Ahora le ruego que regrese a Virorco. La Hendija se cerrará pronto.

—¿Qué le diré al ingeniero? ¿Qué será de sus perros? La muerte no la decide usted. Vuelva conmigo y espere que Dios lo llame. Tiene suficientes años para mostrarse ansioso. ¿Qué gana con quedarse?

—Mi querido Alfredo. Créalo o no pero el Señor me ha llamado. Lo sé desde ayer cuando usted llegó. Por los perros no se preocupe. Le mentí. Se los regalé a Alfonso. Le dije que me iba, cosa que es cierta, que me habían ofrecido un trabajo en el litoral, por supuesto esto es mentira. Al ingeniero le he dejado una carta en el rancho. Le agradezco su bondad por todos estos años y le digo, otra mentira más, que unos parientes del litoral me necesitan. Que lo esperé hasta este domingo con la esperanza de despedirme personalmente, pero me vinieron a buscar, mentiras a medias, y debí irme con mi gente. Basta de charla, el tiempo vuela, váyase.

Alfredo sin despedirse regresó hacia La Hendija, que cruzó corriendo. Del otro lado la noche, la soledad y el silencio.

Trepó hacia la cima. Apurado, dañándose con las espinas de los arbustos, resbalándose en las piedras sueltas, lastimándose las manos cuando se afirmaba para no caer.

Lo logró. Al llegar la cima tiritaba. Se apartó de la hondonada y se sentó para recuperar el aliento. Desde allí pudo ver cómo la montaña se recomponía sobre la hondonada hasta que la cubrió totalmente.

Ausente, temeroso, comenzó el descenso. Al llegar al rancho de don Sosa reunió sus pertenencias y las cargó sin orden en el Renault. Miró por última vez la montaña y subió al vehículo. Dio vuelta en redondo e inició el regreso. Pasó al lado de la laguna y evitó mirarla. Al atravesar la tranquera la dejó abierta sin cargo de conciencia.

En la ruta se sintió más tranquilo. Se propuso devolver la copia de la llave al ingeniero cuanto antes, argumentando que la pesca no era buena en la zona, sin comentarle nada de lo ocurrido. Se prometió dos cosas: acompañar a doña Clara y en lo posible olvidarse de esos dos días. Como si esto fuera tan fácil de lograr.

(*) Final- Este texto forma parte del libro “Historias de San Luis: de gentes y de leyendas”.

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