Expresiones de la Aldea

LA CHONA, EL NEGRO Y EL BARRIO

A Silvia González
por su colaboración

Por Jorge Sallenave (*)

La Chona vivía en el barrio, desde que nació.

En la iglesia del barrio se casó. Al tiempo tuvo dos hijos. Su esposo murió apenas ella tuvo su segundo parto. El hombre falleció joven.

Desde ese momento la Chona trabajó sin descanso, era su intención que a sus hijos no les faltara nada. Con su trabajo logró, con los años, construir una casa de material, con más años, pudo obtener la jubilación.

Para ese entonces los hijos se habían independizado, se casaron y el estudio, que tanto costara a su madre, les permitió conseguir trabajos bien remunerados.

Solían visitar a la Chona apenas tenían un tiempo libre porque la querían mucho y sentían reconocimiento por cuanto se había esforzado.

El Negro llegó al barrio un año antes que conociera a la Chona.

No le gustaba trabajar e iba de un lugar a otro, durmiendo bajo los puentes o los aleros de las casas y negocios, si es que los tenían, porque el barrio era humilde, como la mayoría de los que recorría el Negro.

Las casas eran hechas con lonas y cartones. Salvo unas pocas construidas en mampostería. La mayoría carecía de agua, baños en condiciones, menos aún de cloacas.

Las ciudades, lejanas de esas precarias construcciones, avanzaban con rapidez y los habitantes de estos barrios se mantenían en las villas porque les resultaba difícil conseguir trabajo apenas manifestaban donde habitaban, a no ser que aceptaran los peores trabajos y sueldos miserables, cuando se los pagaban.

No era un problema para el Negro, con un físico aún juvenil, tenía treinta y ocho años, y no sentía vergüenza por pedir comida y, si no tenía suerte, se ocupaba de las changas más pesadas y cobraba el día, para luego desaparecer del lugar convencido que a la mañana siguiente sería más afortunado con la limosna. 

No tenía problemas con la ropa. Buscaba en las bolsas de basura y por más que les faltara limpieza las vestía igual, sin un mísero remiendo. A veces, muy de vez en cuando, adquiría una enfermedad y solo si sentía dolor concurría al hospital que era gratuito. Allí esperaba su turno hasta que un médico lo atendía, guardando distancia del Negro, porque su aspecto de hombre sucio y de ropas malolientes daban miedo al profesional que suponía un contagio inmediato.

Un día, el Negro llegó a la cuadra de la Chona. Como estaba cansado se sentó en una huella que estaba enfrente de su casa.

Cuando la vio aparecer, le pidió que le diera algo de comida, nada perdía al pedir limosna a esa mujer que debía llevarle más de veinte años.

—¿Comida? —preguntó la Chona.

—Sí, si tiene algo para comer. Tal vez de anoche, alguna sobra.

—No, pero lo invito a almorzar con otras condiciones.

—¿Qué debo hacer?

—Bañarse y cambiar su ropa.

—¿Tiene ducha en su casa?

—Se trata de un tanque de agua de quinientos litros, en el barrio no tenemos agua corriente. Por supuesto que cuando termine con su baño, tendrá que ir al surtidor público y llenar el tanque.

—¿Y la ropa? —preguntó el Negro.

—Le ofrezco la que perteneció a mi esposo que murió hace muchos años. Se verá mejor. Sé cocinar y hago comidas ricas. En fin, que usted decide señor.

—Me dicen el Negro.

—A mí, la Chona.

—Al mediodía estaré aquí.

—Con ese horario no cumplirá la primera condición, o sea bañarse y llenar el tanque. Yo tengo que salir, le aconsejo que cumpla con esa tarea ahora. Antes de partir le dejaré la ropa en uno de los dormitorios que solían usar mis hijos.

El Negro se preguntó qué lo llevaba a cambiar su forma de ser por un plato de comida. Fue su única respuesta que esa mujer le gustaba, pese a la diferencia de edad entre ellos.

Le hizo caso. De acuerdo con lo que la Chona le pidiera. La ropa del difunto le caía bien y parecía comprada para él.

“El mendigo de Livorne”, por Amedeo Modigliani. 1909

Primera entrega

(*) La Opinión y La Voz del Sud tienen el honor de presentar estos cuentos inéditos de Sallenave. Escritor consagrado que es pluma y esencia de las letras puntanas. La pandemia no pudo con su inspiración, todo lo contrario. Publicarlo es siempre una celebración.