Expresiones de la Aldea

LA CHONA, EL NEGRO Y EL BARRIO

A Silvia González
por su colaboración

Por Jorge Sallenave (*)

Mientras esperaba el regreso de la Chona volvió a pensar en ella. Mantenía aún esbelta su figura. No era común que, en los barrios humildes, las mujeres vistieran como la Chona. Se vestía con prolijidad, por más que las telas que usaba fueran de calidad mediocre y hasta era posible que la Chona se hiciera su ropa.

Al Negro le llamaba la atención la mirada de la mujer, en la que era posible distinguir una decisión inquebrantable y era esa mirada lo que la hacía más bella.

La Chona llegó al mediodía y se puso a cocinar. En el almuerzo, el Negro comenzó a tutearla, ella hizo lo mismo. Al terminar de comer, él elogió a la Chona por la buena mano que tenía para hacer la comida, que en este caso había sido un guiso de arroz y como postre un flan casero.

—Estoy a punto de reventar —dijo el Negro, tocándose la panza.

—Si querés usar el dormitorio de mis hijos, un sueñito te hará sentir mejor.

Al atardecer el Negro se despidió.

—Te extrañaré… mejor dicho, extrañaré la comida.

—Regresá cuando quieras. Vivo sola y algo de compañía me vendrá bien.

Se separaron.

Pasaron tres días antes que el Negro llamara a la casa de la Chona.

La mujer atendió la puerta y lo hizo pasar.

—¿Venís por la revancha?

—¿Qué decís?

—Que tenés ganas de una buena comida.

—Por supuesto, pero ese no es el motivo que me trae. En estos días he pensado que te sentías sola. También es mi caso. Te propongo que vivamos juntos. Me prestás el dormitorio de tus hijos y no te molestaré.

—Si vivís acá, quien te molestaría soy yo. Me gusta salir a caminar, ir a la iglesia los domingos, recibir a mis hijos y a mis nueras. Me agota llenar el tanque y reparar las roturas de las cosas.

—Todo eso lo puedo hacer. Antes que me aceptés te confieso que soy un seco, que le esquivo al trabajo. A mi favor diré que puedo pasar sin comer, porque si me chilla el estómago pido limosna y listo. A la iglesia no he entrado una sola vez, pero estoy seguro que me acostumbraré.

—Algo más —dijo la Chona—, no te tirés lances conmigo, te saco de patitas a la calle.

—Sos una bella mujer.

—Vos tenés la edad de mis hijos.

Acordaron. La Chona le ubicó la ropa que en vida usaba el marido.

Los habitantes del barrio no tardaron en comentar la llegada a la casa del Negro. Su presencia les incomodaba porque suponían un interés malsano en ese hombre. El chusmerío apostaba que ese hombre desvalijaría a la Chona. “Vivirá a sus costillas —decían— y hasta es posible que se quede con la casa”. “A la Chona le agarró el viejazo, solo así se entiende que buscara a un hombre más joven, por lo menos veinte años menor”, agregaban. “Tal vez más”, arriesgaban otros.

Los hijos de la Chona no bien se enteraron se sintieron molestos y se preguntaban cómo debían encarar el problema con su madre, que era de carácter definido.

Mientras eso sucedía afuera, el Negro, una noche, le pidió a la Chona si lo dejaba compartir su cama.

—Es estrecha —dijo ella—, nos resultará incómodo. Además, no duermo con nadie desde que perdí a mi esposo.

—No es mi intención seducirte. Solo necesito sentir tu cercanía.

—No en este momento. Quizás algún día cambie. Si me necesitás, me llamás desde tu dormitorio.

La gente del barrio seguía hablando de ellos, en especial si los veía caminando juntos o cuando la pareja iba a la iglesia. Las mujeres, más memoriosas, decían que el Negro se vestía con la ropa del difunto, bien planchada y limpia como se veía, el joven bien bañado, cargando en el surtidor público, llenando baldes para el tanque que les servía de ducha en la casa.

Pintura de Vincent Van Gogh.

Segunda entrega

(*) La Opinión y La Voz del Sud tienen el honor de presentar estos cuentos inéditos de Sallenave. Escritor consagrado que es pluma y esencia de las letras puntanas. La pandemia no pudo con su inspiración, todo lo contrario. Publicarlo es siempre una celebración.