La Aldea y el Mundo

¿Qué entendemos por pobreza?

Los países “desarrollados” son los principales responsables de la catástrofe ambiental. Las implicancias del desarrollo, como se entiende actualmente, repercuten directamente en nuestras vidas

Cecilia Daract

Profesora de Letras

Los recursos naturales del planeta son un bien de la humanidad, pero en la historia de los últimos siglos, han sido explotados según criterios de una sola cultura que se volvió global e impuso sus pautas de vida, desprestigiando a las otras formas de vida. Lo que se parece a ellos es la razón y el progreso, lo que no, es el atraso y la mentalidad mágica. 

La imposición de esta centralidad valorativa los colocó en el lugar de los emisores del discurso válido, “objetivo” y científico. Esto llevó a que todos los abusos sobre los recursos naturales de los demás países, sobre la injusta división del trabajo y el destino de las rentas, fuera naturalizado.

Esta imposición cultural fue ahondando una brecha que hoy se traduce en la clasificación aceptada de países desarrollados y en vías de desarrollo. Pero ¿Qué se consideró desarrollo? Hoy, aquellos que están a la cabeza del desarrollo son los responsables de la catástrofe ambiental que padecemos todos.

Según el libro de Maristella Svampa, “Antropoceno: Miradas desde el Sur”: 

“…En  2018 se difundía un informe que advierte que el 76 % de las emisiones globales de dióxido de carbono es generado por los países del G-20. Encabezan el ranking de contaminación China (29,36%), Estados Unidos (14,27 %), la Unión Europea (9,57 %), India (6,77 %), Rusia (4,85 %) y Japón (3,45 %). América Latina, con Brasil a la cabeza (1,54 %), parece estar muy lejos de las escalofriantes cifras de las grandes potencias en la emisión de gases de efecto invernadero…”.

Y dice más adelante:

“…Los elevados costos ambientales que desde inicios de la Modernidad pagaron y continúan pagando los pueblos del sur ponen de manifiesto patrones de injusticia ambiental, refleja profundas desigualdades, no solo entre el norte y del sur, sino también al interior de las sociedades, tanto desde el punto de vista social, etario, como étnico y de género. 

La deuda ecológica resulta imposible de cuantificar. Más aún, toda idea de compensación económica resulta insuficiente ante el escenario de devastación ambiental que señala a las periferias globalizadas como fronteras de los commodities baratos y zonas de sacrificio. Por otro lado, al calor de la globalización neoliberal y la crisis ecológica, la división internacional del trabajo se ha exacerbado, a través de la expansión de modelos de desarrollo que amplían la situación de injusticia ambiental, multiplican las zonas de sacrificio y contribuyen a agravar la crisis socioecológica a nivel local, regional y mundial…”

Modelos impuestos 

Hay dos conceptos a tener en cuenta: qué consideramos pobreza y cuánta energía es necesaria para un nuevo modelo de vida basado en otras prioridades.

Si tomamos el modelo europeo con su idea de progreso, meritocracia, estándar de vida entendido como acceso al consumo, etc., la cantidad de energía necesaria por persona es enorme. De hecho, desde fotos satelitales de noche se observa el derroche de energía en los países “desarrollados” por la cantidad de luz que emiten. La idea de desarrollo está ligada a la cantidad de consumo más que a la calidad. 

El ritmo de consumo en las ciudades es sobreexcitado por los medios masivos de difusión, produce violencia, enormes desigualdades, trabajos esclavos, ambientes contaminados, emisiones de gases tóxicos. Todo esto genera una demanda de energía inmensa que solo puede tenerla un pequeño porcentaje de la población mundial porque si muchos países más pasaran a ser del “primer mundo” o sea, grandes consumidores de mercancías y energía, el planeta colapsaría en pocos meses.  Caemos en el absurdo de que los modelos desde los cuales se juzga el desarrollo son los causantes de la crisis ecológica global y son además los que imponen su visión al resto. 

No solo los explotan, los someten cultural y económicamente, apropiándose de sus recursos naturales sino que además les imponen su modo de entender la vida. Una vida de consumo y alienación que hace muchas décadas que muestra el vacío existencial que produce en las conductas autodestructivas de sus poblaciones. 

Saberes ancestrales

Desde ese modo de pensar, los pueblos originarios de Latinoamérica son atrasados y ellos tienen que “educarlos” para que alcancen los méritos que les permitan incorporarse a la gran maquinaria de consumo y trabajo alienado. 

Los pueblos andinos y otros también originarios de Latinoamérica, todavía conservan modos de vida más ligados a la naturaleza y a la vida en comunidad, que requiere de muchísimo menos consumo de energía y de productos manufacturados a gran escala. 

Recuerdo cuando viví en la Puna Jujeña por unos años, estaba en un campamento minero con extranjeros y una inglesa con la que nos habíamos hecho amigas y solíamos ir hasta Bolivia, miraba a las coyas con sus ganados de llamas, serenas, sentadas esperando que pastaran y decía que había que traerles “educación” y progreso, y cuando discutíamos sobre el tema, me decía que Naciones Unidas los catalogaba como muy pobres por los dólares que ganaban por año. Le costaba entender que se autoabastecían, que consumían muy poco y usaban el trueque entre las comunidades. En términos de calidad de vida y libertad esas comunidades eran mucho más ricas que nosotros. Pero ella no estaba dispuesta a creerlo, los veía inferiores y era un acto de solidaridad pensar en traerles su forma de vida.

Para el modo de vida que tenían los habitantes de La Puna Argentina, la necesidad de energía era mínima y la calidad de vida era solidaria, con muchas tradiciones y con conocimientos ancestrales sobre construcción de viviendas, cultivos, crianza de animales, salud, rituales que reafirmaban el respeto por la Pachamama, muchas veces combatidos por los religiosos por ser “supersticiones” y que realmente eran el modo de mantener este respeto por la naturaleza del que tendríamos tanto que aprender.

El avasallamiento sobre esas poblaciones conocedoras en forma ancestral de su geografía, de su flora y fauna natural, de los ritmos de la naturaleza, no en abstracto sino de esa en la que habitaban, nos ha dejado a merced de un modelo de vida alienado y dependiente. 

El rescate y valoración actual de esa sabiduría es reciente y es contra-hegemónico por lo que cuesta mostrar su valor para repensar las políticas públicas en educación, producción, distribución de la tierra, descentralización de las ciudades, producción de energía.

Trabajando en la Puna en una escuela secundaria, tuve la posibilidad de  participar en la discusión del cambio de plan de estudios que mandaban a realizar desde la dirección de escuelas. Me sorprendió cómo había impactado la idea de “progreso” en  los docentes de la localidad. Dimos ideas sobre cómo darle una orientación cooperativa-agrícola-ganadera con ayuda del INTA, que trabajaba para la siembra y crianza de alpacas en cautiverio. Escribimos algo para que lo terminaran de armar los técnicos de Jujuy y al año siguiente llegó la orientación en periodismo. Parecía una broma. Esto muestra la imposición de un modelo cultural que lleva al consumo y la estandarización de conocimientos funcionales al capitalismo. 

Por eso creo que el binomio energía-pobreza hay que redefinirlo a la luz de un nuevo modo de entender la vida, surgido de un diálogo intercultural, que genere nuevos valores, nuevas prioridades y consenso. Todo lo que pueda decirse sin discutir las bases desde las cuales se habla, es en vano, son parches que no pueden torcer el rumbo.