Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

LA VOZ

Chino y Lobito esperaban a Epifanio bajo la lluvia, con los zapatos hundidos en la tierra arcillosa del descampado, las manos en los bolsillos de sus impermeables, sin hablarse. 

A las dos de la mañana, cuando el automóvil llegó, Chino subió adelante y Lobito atrás. Evitaron el centro de la ciudad. En Puente Blanco tomaron la ruta provincial. Las casas, apenas visibles por sus débiles luces, fueron espaciándose. Epifanio, el conductor, buscó una gamuza bajo el asiento y limpió el parabrisas empañado. Alto y delgado, y huesudo, con orejas levantadas y pelo cortado al ras, mantenía una apariencia juvenil pese a que estaba próximo a cumplir cincuenta años. 

—Será un invierno duro—reflexionó encendiendo un cigarrillo. 

—Mejor. El verano ha sido eterno—replicó Lobito apoyándose en el respaldo del asiento delantero, sin dejar de acariciar sus bigotes espesos que le redondeaban la cara y resaltaban su calvicie. 

—El frío abre la temporada de caza—dijo Chino esbozando una sonrisa apenas perceptible y que bien podía confundirse con un gesto de desprecio. 

—¿Cómo? —preguntó Epifanio que no había entendido el alcance del comentario. 

—Las universidades cierran en verano, eso quise decir. 

—Nosotros Solo nos ocupamos de estudiantes—completó Lobito festejando la ocurrencia. 

En el baúl del automóvil iba una cuarta persona: Martín. Un joven de dieciocho años, con las muñecas atadas, la soga quemándole la piel. El cuerpo mojado por la transpiración. Temblando. 

El vehículo giró a la izquierda y enfrentó la tranquera de entrada a La Quinta. Llovía con fuerza. Chino fue el encargado de abrirla. Esperó que el automóvil pasara y cerró. Llegaron hasta la casa y estacionaron bajo el acacio. La araña negra de patas largas, se refugiaba de la lluvia metros más arriba, en la corteza del árbol. En el aljibe, en realidad un pozo en desuso, la superficie del agua, hasta ese momento quieta, se onduló. Al oeste de la propiedad, Cipriano despertó. Llamó a Caldo y Bastón y los obligó a entrar en la pieza. En la zona gris que separa el sueño de la vigilia pensó “si no estuviera tan cansado iría a ver”. Los hombres bajaron del automóvil y entraron en la casa por la puerta del fondo, la del patio de ladrillo. 

Recorrieron las habitaciones asegurándose de que estaban solos. Luego se reagruparon en la sala. Allí se despojaron de los impermeables negros. Lobito regresó a la cocina. Se detuvo frente a la tapa del sótano. Dudó un momento, pero después tomó la argolla metálica y la abrió. Con precaución, descendió por la escalera, apoyándose en el pasamanos de hierro y tanteando con el pie cada peldaño. Cuando llegó abajo prendió su encendedor. La llama era débil y amenazaba extinguirse. Se apresuró a tomar de la estantería más cercana unas botellas.

A picture of an old dusty cellar and ghostly figure in it

A oscuras regresó hasta la escalera y comenzó a subir. Al llegar a la mitad del recorrido creyó escuchar como un gemido a su espalda. Supuso que la suela mojada de su calzado lo había producido, pero al remontar el próximo escalón el sonido se repitió. Dejó las botellas en la escalera y con gesto experimentado extrajo una pistola que tomó con ambas manos. Describió un semicírculo con los brazos apuntando a la oscuridad que lo envolvía. Sin abandonar su actitud alerta, descendió nuevamente. Intentó prender el encendedor, pero éste Solo lanzó chispas inservibles. Intuyó que alguien se movía a su espalda y giró sobre sí mismo. 

Una corriente de aire cálido lo empujó con violencia. Trastabilló y debió aferrarse a una estantería. Cuando logró enderezarse, el sótano se iluminó.

—¿Cuál es el juego? —preguntó Chino desde arriba, al ver a su compañero con la pistola en la mano —¿A quién pensás matar? 

—No digás pavadas —respondió Lobito guardando el arma. 

Afuera, bajo el acacio, en el baúl del automóvil, Martín escuchó que alguien arañaba la carrocería del vehículo. El ruido le hirió los oídos. “Buscan intimidarme”, pensó. Quien arañaba la chapa insistió. El joven cerró los ojos y apretó los dientes. El sonido se oía cada vez más cerca. “Ahora abrirán la tapa”, y se dispuso a ver el rostro de sus captores. Hubo nuevos rasguños metálicos, sobre su cabeza. Casi al mismo tiempo escuchó la Voz. “Volverán pronto Martín. Eso no se puede cambiar. Debe suceder. No temas. El temor te hará imaginar dolores que no existen. Cuesta más soportar la fantasía que los hechos. Un fogonazo y vendrás a mi lado. Por ahora descansa. Deja que tus nervios se relajen”. 

El joven fue perdiendo la conciencia. Su último pensamiento fue difuso pero esperanzado: “Despertaré en casa. Mamá estará en la cocina preparando el desayuno. Papá abrirá la puerta del dormitorio antes de ir al banco y dirá: Vamos, vamos, que se hace tarde”. 

(*)Tercera parte