Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

ELLA SABE

Acostumbrado a la oscuridad, a mis buenas maneras, al eterno desasosiego, estarás dispuesto a creer que nada cambiará. Y eso es falso. Porque en algún punto de la eternidad existe tu próximo camino. Al ingresar en él se repetirá la historia. Yo Solo seré tu recuerdo. Nadie es niño para siempre, ni grande para toda la vida”, comenta La Voz.

Clarisa se pone de pie. Ata la soga a la base de la farola de mercurio.

—Lo siento —se disculpa—quiero estar segura que no me abandonarás. Abraza de nuevo la cabeza de Rayo y lo besa. Luego se dirige a la casa. Cada tanto se vuelve y lo saluda. Retoma su oso de felpa: —Tenemos un amigo—le susurra al oído. Cuando va a cerrar la puerta distingue dos bultos que se mueven cerca de la tranquera. Pero no se detiene. La noche avanza de prisa.

En la tranquera, Caldo y Bastón no tienen ojos para ella. Pendientes del caballo, dejan colgar sus lenguas moradas mientras la respiración se les agita. Entran al parque. Avanzan al acecho, apenas rozan el suelo, orejas escondidas, hocicos en punta. Manejan el silencio con soltura. El caballo los ha visto. El movimiento de sus patas y cabeza lo demuestra. Se ubica para que su anca los enfrente. Los perros se detienen. Saben que la contienda es inminente.

Clarisa, en la casa, acomoda el oso de felpa sobre los almohadones de la cama que usaban sus padres. “Enseguida vuelvo, voy a preparar la comida”. Se pregunta qué comida hará. Se acuerda de su madre cocinando. ¡Qué difícil es vivir sola! Llega a la sala y descubre que alguien ha andado por allí. Quien haya sido ha colocado un mantel individual sobre la mesa, un plato, la panera, una botella de gaseosa, un ramillete de flores amarillas. Piensa en Cipriano. Al viejo, como ella lo llama, no le tiene simpatía. Pero en ese momento, cuando ve la mesa puesta, se alegra por lo que supone ha hecho. “Debió aprovechar el tiempo en que estuve hablando con Rayo”. Olvida las dificultades que instantes antes la abrumaban. Dispone hervir fideos. “No será difícil”, afirma. Entra resuelta a la cocina. No ha dado más de dos pasos cuando ve sobre la mesada una fuente con milanesas y puré. La niña duda. Le cuesta aceptar que Cipriano también se ocupara de cocinar su plato preferido. Pero nadie más vive en La Quinta y esta seguridad le permite llevar la fuente a la mesa. Se sirve una milanesa y dos cucharadas de puré. Luego se sienta. Toma un vaso de gaseosa, tiene mucha sed. “He estado demasiado al sol”. Nota la boca seca, la frente caliente y la piel que le pica. “Mañana se me pasará”, afirma y comienza a comer.

La Voz, en el fondo del aljibe, en realidad un pozo en desuso, se justifica: “Una pequeña travesura. No van a cambiar las cosas porque esa niña coma. ¿Cómo dices? Ni se te ocurra. Los plazos aquí se cumplen. Son definitivos, improrrogables, tan ciertos como que la piel de ese hombre solitario cubrirá la roca de este pozo por toda la eternidad. La niña vendrá. Lo que suceda hasta esa hora son meras contingencias”.

Caldo es el primero en atacar. Se apoya en sus patas y salta. La noche muestra su salto en una sombra que vuela hacia el caballo. Sus dientes se hunden en la grupa. Perforan el cuero, rasgan la carne. Rayo corcovea. Bastón también se lanza al ataque. Elige los ijares.

La araña sobre el acacio ha vuelto sobre su presa. La batalla en el terreno engramillado no la atrae y prefiere escarbar el cuerpo de la mosca tiesa.

En el sótano de la casa el aire se ha puesto en movimiento. La lámpara que cuelga de un cable anudado oscila. La intensidad de la corriente aumenta. El aire golpea contra las paredes y se enardece. Circunscripta a la escasa dimensión del cuarto embiste las estanterías. La madera se queja. En su recorrido avanza por la escalera y empuja la tapa que cubre la entrada, luego desciende, escalón por escalón, hasta tocar el suelo.

Clarisa come su segunda milanesa. Corta la carne. Con el cuchillo extiende sobre ella un poco de puré. Mastica. Se sirve otro vaso de gaseosa. Con el apetito calmado piensa más tranquila: “¿Y si no fuera el viejo? Mi madre pudo cocinar para mí. Vino de donde está y frio las milanesas”. Por primera vez imagina la muerte. La imagina de noche, porque a esa hora murieron sus padres. Desde el cielo baja un automóvil negro, muy antiguo, grande. Nadie lo conduce. El motor no hace ruido. Se posa al lado de la galería cubierta. Su padre es el primero que despierta. Va hasta la ventana enrejada, mira hacia afuera. “Es hora”, dice. Los dos salen por el pasillo. Antes de dejar la casa entran en la habitación de ella. La observan. “Faltan pocos días”, afirma la madre tomada del brazo del padre. Luego salen. La noche estrellada parece inmóvil en su silencio. Aún tomados del brazo llegan al vehículo. Así imagina la niña y se dice: “Quizás mamá acomodó la mesa y frio las milanesas. Quizás papá trajo a Rayo”. Pero la imaginación no es dócil. Ve la misma noche estrellada. Un hombre sin rostro, con alas de diablo, que sobrevuela la casa. Clarisa ve por el hombre alado. Desde la altura, su mirada atraviesa las paredes. En una habitación se ve dormida. En otra, a sus padres. El hombre pliega sus alas y se filtra por el cielorraso. Aletea. Cae sobre ellos, los cubre y los lleva. Clarisa tiene miedo. Deja los cubiertos apoyados sobre el plato. Se tapa los oídos porque supone que de esa forma ahuyentará el ruido de las alas y cierra los ojos. Cuando los abre ve a su alrededor globos flotando: celestes, amarillos, rojos. Sobre la mesa una torta de cumpleaños. Sorprendida observa los globos. Olvida lo que imaginaba y sonríe.

La Voz también sonríe y habla: “De qué sirve un cuerpo atenazado por la tristeza o el temor. En tu caso, te pedí odio y rencor. Si el hombre viejo no te disparaba a tiempo, tu alma sería hueso. Como puedes ver, con los niños es más fácil, algunos globos bastan”.

En el terreno engramillado la lucha continúa. Rayo tiene colgajos de cuero. Bastón Solo ve a medias, ha perdido un ojo en la batalla. A Caldo se le escapa la presa de la boca y al caer al suelo siente las pesadas patas del caballo mordiendo sus costillas.

Al oeste, en la casa de Cipriano, hay silencio. Cipriano mirando la fotografía enmarcada en plata, piensa en la niña. Recuerda a su hija confundiéndola con Clarisa. Tan intensa es la imagen que está a punto de ceder a lo que desea: sacar a Clarisa de La Quinta. Sabe que un hecho semejante irritará para siempre a sus dueños. Que sufrirá los máximos tormentos y que su hija está de por medio. Duda y sueña. La niña prende las ocho velas y pide tres deseos: que sus padres se encuentren bien, que Rayo no la abandone, que ella pueda ser grande. Las velas se apagan solas. Se niegan a concederlos. Clarisa es insistente y las prende de nuevo. Renueva el ritual: “Algún día me reencontraré con ellos, pero mientras eso ocurra pido que descansen y sean felices. También quiero que durante todo ese tiempo Rayo esté a mi lado. Y como el tiempo es mucho, no deseo esperar como una niña”. Por la ventana del dormitorio de los padres de Clarisa entra un animal de piel aceitosa. Salta sobre la cama, donde está el oso de felpa y lo ataca. Hinca sus colmillos afilados en la felpa.

Clarisa sopla las velas que se apagan en hilos de humo blanco. Ella aplaude. Convencida de que sus deseos serán atendidos, corta un pedazo de torta.

En el terreno engramillado los animales detienen sus despojos para recuperar fuerzas. El aliento no se recobra fácilmente cuando el esfuerzo supera.

La Voz dice al que la escucha: “Ahora puedo asegurarte que hay más de un bando. ¿Te alegras? Si Solo se trata de una suspensión, un aplazamiento tan breve que ni ella se dará cuenta. ¿Aun así te alegras? ¡Con qué poco!”.

El animal busca despanzurrar al oso de felpa. Sus ojos inmóviles de ratón enfrentan los de plástico del juguete. La indiferencia lo desconcierta. Necesita, para seguir dañando, un gesto de dolor. Con sus fuertes mandíbulas sacude al juguete, de uno a otro lado. Como nada sucede supone que es él quien está atrapado. Intenta liberarse aflojando sus quijadas. Pero la felpa se ha pegado a sus colmillos y no lo abandona. Su cola se desenrosca, le arde la piel, la garganta se le anuda. El oso lo rodea con sus brazos de paño. Lo ahoga.

Al fondo de la propiedad, bajo los nogales que ocultan a medias la noche estrellada, una pareja camina por la acequia. Van descalzos. Con cada paso liberan el olor de la menta. Tomados de la mano. En dirección a las montañas. Él la rodea con su brazo. Ella se apoya en su hombro.

Clarisa abandona la mesa. Va al dormitorio ignorando que en esa habitación se ha desarrollado un combate definitivo. Prende la luz. Sobre los almohadones descansa el oso de felpa. “¡Qué hermosa fiesta de cumpleaños!”, le dice. Se desviste y se acuesta.

En el terreno engramillado los contendientes se recuperan. Caldo y Bastón miran al caballo, miden la fuerza que aún tiene Rayo. Impresiona. Los perros así lo piensan. Se alejan de él, cruzan la tranquera. Han perdido la imagen de amenaza y furia que los acompañaba al entrar al parque. Al llegar a la casa de Cipriano se enroscan en el suelo. El rocío de la noche los adormece. Cipriano los escucha llegar. No necesita otro dato para saber que la niña sigue viva.

En el aljibe, las sanguijuelas han saciado su sed. La Voz duerme y quien la escucha sonríe.

La araña acaba con su presa. Corta su baba y la deja caer al vacío. Recompone la tela. Al terminar su obra, se esconde en la corteza.

Clarisa le cuenta al juguete que ha pedido tres deseos. Le dice que se lo cuenta porque sabe que él no hablará y sus deseos seguirán siendo un secreto. Lo que ella no sabe es que los dos primeros se han cumplido esa misma noche y para el tercero Solo faltan pocos días.

(*)9na entrega