Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

EN ARMONÍA 

(Un hombre muy casado) 

Al llegar al límite norte, Modavel y sus mujeres se sentaron en el borde del canal de riego para mirar las montañas. Laura se acurrucó en el pecho de su marido. 

—¡Qué lindo es estar de vacaciones! —musitó. 

Raquel y Tim sonrieron. Hubo un guiño cómplice entre ambas. 

—Creo que Laura intenta hacer trampa—dijo Tim. 

—Estoy segura de eso—afirmó la otra. 

Laura se separó de Modavel y acomodó su cabello. 

—Sé muy bien que mañana es mi turno, pero Solo Dios sabe cuánto me cuesta—dijo y suspiró como cualquiera que carga una pena. 

El animal de piel aceitosa, con ojos de ratón desbordándole las órbitas, había visto y escuchado. Dio media vuelta y arrastrando su vientre pegajoso por el suelo, regresó por donde había venido. 

—Solo les pido un año… quizás menos—concilió Modavel. 

—¿Nos pides? —preguntó Tim—. No ignoramos que tu parte es tan difícil como la nuestra. 

—¿Cómo es él? —preguntó Laura. 

Modavel miró la más alta de las montañas. La del medio. Trató de recordar, sin lograrlo, la cara del hombre que vendría a la noche siguiente. Pero necesitaba tranquilizar a Laura y no dudó en mentir.

—Es de buena presencia, educado, y Solo necesita que alguien le devuelva la confianza. 

—Como todos—afirmó Raquel. 

A medianoche las esposas se acostaron, cada una en su dormitorio. Modavel pasó a saludarlas. Antes de dormirse pensó en la placa que colocara esa tarde. También recordó el paseo por el fondo de La Quinta y creyó oportuno decir una plegaria por los favores recibidos. 

La luna ocupaba el centro del cielo. Cipriano dejó la silla. Miró hacia arriba, bien encima de él: “¡Qué hermosa! valió la pena quedarse hasta tan tarde… En la ciudad se pierde con las luces. Matilde no podrá verla”. Y aunque el hombre llevaba el reflejo de la luna pegado en la piel cuando entró en la habitación se sintió apesadumbrado. Acarició la fotografía enmarcada en plata y luego se desvistió acomodando su ropa sobre el viejo aparador. 

Como la noche era cálida, Solo dejó las sábanas sobre el catre de lona. Caldo y Bastón, al verlo acostarse, salieron del cuarto y fueron a ubicarse bajo el parral. Cipriano no acostumbraba a rezar, pero esa noche pidió que su hija volviera a vivir con él. No sabía muy bien quién podía otorgar tal deseo, pero suponía que si lo pedía con humildad alguien lo escucharía. De esa forma, implorando, se durmió sin tener conciencia que lo hacía y cuando Matilde apareció a su lado, siguiéndolo mientras desyuyaba las acequias, creyó que su deseo se había cumplido. Era de noche. Él no se preguntó por qué trabajaba a esa hora. Tampoco lo inquietó verse con ella, en un salto brusco de su sueño, dentro de la casa de Modavel y que Matilde lo guiara por el pasillo hasta un dormitorio donde una mujer dormía. En el sueño, Cipriano supo que la mujer se llamaba Laura. Matilde hizo un gesto y el peón rodeó con sus manos callosas el cuello de la mujer dormida. El cuerpo ahogado se rebeló en convulsiones hasta quedar inmóvil. Había hecho lo que su hija quería. Buscó su reconocimiento, pero Matilde era tenue vapor colándose por la boca entreabierta de su víctima. Cipriano supo que soñaba y lamentó que su hija lo visitara Solo cuando dormía. 

El primer cliente de “En Armonía” llegó a la noche siguiente, a la hora de la cena, después de un día cargado de preparativos para recibirlo. Arturo J. tenía más de cincuenta años. Obeso, de estatura baja, el pelo blanco y escaso. Vestía traje de hilo, camisa con gemelos, corbata roja y botas tejanas. Estacionó el vehículo bajo el acacio y allí esperó hasta que Modavel fue a buscarlo. A Arturo J. le transpiraban las palmas y cuando el dueño de casa le extendió la mano para saludarlo, buscó que el contacto fuera fugaz. El hombre estaba nervioso. Modavel, experimentado en ese tipo de encuentros, advirtió el estado de ánimo de su primer cliente y se dispuso a tranquilizarlo. Lo tomó del brazo conduciéndolo al centro del terreno engramillado. En el trayecto hizo comentarios banales sobre el tiempo y La Quinta. Como no lograba que se distendiera apeló a un recurso que siempre le daba resultado. Elogió el vehículo que conducía. Le preguntó por sus principales características. El tema aflojó a su interlocutor, no como lo hubiera deseado, pero lo suficiente para invitarlo a entrar en la casa. Raquel y Tim los recibieron. Vestían de largo, el pelo tomado con broches brillantes, oliendo a perfume, con zapatos de taco alto que ponían aún más en evidencia la baja estatura de Arturo J. Ellas fueron las encargadas de guiarlos hasta la mesa, ubicarlos, colocar una servilleta en el regazo del cliente y encender las velas de los candelabros. Luego sonrieron y se dirigieron a la cocina cerrando la puerta a su paso. 

Arturo J. miraba a su anfitrión con disimulo. Como el silencio se prolongaba, buscó con afán un tema de conversación. Al final dijo que La Quinta era muy bonita, que pese a ser del lugar no la conocía y lo felicitó por la compra. Más animado se atrevió a preguntar por Laura. 

—Vendrá en minutos—respondió Modavel insinuando una sonrisa. 

Arturo J. buscó en sus bolsillos y extrajo un sobre. 

—Perdóneme… me había olvidado—se disculpó entregándoselo. 

Modavel lo abrió y contó el dinero sin prisa. Al terminar dio su consentimiento y abandonó la sala. Antes de entrar en su cuarto hizo un gesto: Laura esperaba esa señal. 

En el fondo del aljibe, el que escuchaba a la Voz, ahora solo, seguía el movimiento de las sanguijuelas sobre la piel blanquecina. No tenía a quién escuchar e ignoraba qué otras posibilidades le ofrecía ese mundo. En la zona oeste de la propiedad, Cipriano había desistido esa noche de mirar la luna. Sus manos recordaban la piel de Laura. Cerraba los puños para no seguir sintiendo, pero el estremecimiento del cuerpo ahogado le atravesaba la memoria y no encontraba la manera de olvidar la boca entreabierta, la rigidez mortal, a Matilde desvaneciéndose en vapor. En el acacio gigante, la araña de patas largas se mantenía a la espera de los acontecimientos. Nadie había caído en su tela, pero era inevitable que eso sucediera. En algún lugar de La Quinta, el animal de piel aceitosa se lamía las garras sentado sobre sus patas traseras, con la cola enroscada sobre el lomo, los ojos recibiendo la noche. A la misma altura del fondo del aljibe, cerca del acacio, estaba enterrado el pensamiento de dos hombres: el frío de una noche lluviosa, la sevillana perforando la corteza del árbol, un grito en el silencio de las montañas, pasos hundiéndose en el barro. Todo esto ocurría en La Quinta en el momento que Laura invitó al primer cliente de “En Armonía” a compartir su lecho. 

Arturo J. no era un hombre acostumbrado a esos menesteres. Siempre había sido fiel a su esposa. Recién a los cincuenta años se preguntó por las experiencias no vividas. Por haberse transformado en un hombre rico, supuso que el tiempo Solo era un ínfimo ingrediente y que cualquier cambio le estaba permitido. ¡Qué error! Nadie se encontraba en su camino. Los demás habían recorrido una gran distancia y a él le resultaba imposible acortarla. En ésa, su nueva vida, lo desvelaba la posibilidad de relacionarse con una mujer que no fuera su esposa. El necesitaba reconocerse en alguien ¿quién mejor que una amante? Pero no cualquier amante. Debía descartar a sus empleadas porque se entregarían gustosas a su fortuna. También a las divorciadas, Solo les interesaba demostrar que su anterior fracaso no les pertenecía. ¡Ni qué hablar de las solteras!, ansiosas por cubrir su soledad ante sus amigas. Quedaban las más jóvenes, las inexpertas, pero ésas se mostraban indiferentes a su presencia. ¿A quién recurrir entonces? No había salida. Hasta que apareció Modavel prometiendo una relación estable y sin compromiso con una joven y atrayente mujer. “En Armonía”, decía Modavel, “Solo pensamos en personas de refinado gusto. Usted lo es. Yo le garantizo una relación prolongada con una de mis esposas. Hay planes de tres meses a un año. Durante el tiempo contratado podrá visitarla una o dos veces por semana, según el precio que acordemos. Mi esposa Solo nos atenderá a usted y a mí. El pago es por anticipado…creo innecesario explicarle la razón. En su primera visita a nuestra empresa deberá cancelar su obligación. Las ventajas de nuestro sistema son evidentes: seguridad sanitaria, reserva absoluta, atención personal. 

(*) 11va entrega