Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

El brujo que hablaba con los muertos

El animal de piel aceitosa, hocico puntiagudo y ojos fríos de ratón cavó un hueco en el centro de una acequia y acomodó su cuerpo en él, de tal forma, que Solo dejó al descubierto su lomo y el hocico negro. En los días de riego el agua resbalaba sobre su pelo apretado y duro. La caricia le hacía olvidar el deseo de recorrer La Quinta, arrastrando su panza, olfateando, ansioso por usar sus dientes.

La araña de patas largas fue testigo de la partida del último propietario. Compartió desde su tela el sufrimiento de Modavel y sus esposas al despedir el féretro que cargaba el cuerpo de Laura. Pero después, los días se volvieron tediosos y la araña, convencida de que no tenía sentido tener los ojos abiertos si no sucedía algo extraordinario, los cerró.

En el sótano de la casa, la corriente cálida perdió su fuerza y se detuvo. Para mantenerse quieta se apretó a las paredes con tal fuerza que el aire pesó como granito.

Caldo y Bastón miraban las sierras. Los perros no conocían otra forma de acortar el tiempo que mirar las rocas grises.

Yñaga hizo fortuna y compró La Quinta cinco años más tarde. La adquirió en verano pero esperó hasta el invierno para trasladarse. Así lo decidió porque los días interminables, el canto de los pájaros, el olor de las flores y las noches estrelladas, eran un obstáculo para asomarse al fondo de su alma. Llegó a pie. Cargando una pequeña valija. La barba más crecida, pero igualmente roja. Con gotas de transpiración en su frente, pese a que era junio y hacía frío. Caldo y Bastón lo olfatearon, Cipriano le extendió la mano con recelo. El diálogo fue breve. Yñaga pensaba demasiado y Cipriano era de pocas palabras. El brujo, en el centro del terreno engramillado, despidió al peón recomendándole que quería estar solo. Suspiró profundamente y se dirigió a la casa ondulando la sotana a cada paso. Rodeó el aljibe, cruzó el pequeño muro de piedra laja y atravesó el patio de ladrillo cargando su limitado equipaje.

¿Qué llevaba Yñaga en la pequeña valija?: una muda de lanilla, el cepillo de dientes, tapones para los oídos, un crucifijo y el anillo de bodas de su madre muerta. En los últimos momentos del atardecer, al igual que lo hiciera Horacio Spunter tiempo atrás, se sentó en el patio de ladrillo para pensar, pero en algo bien distinto. Quería blanquear su mente. Hacerla virgen, amorfa y maleable como harina amasada. Desvanecer hasta la nada recuerdos y anhelos. Necesitaba, y por eso pensaba, hallar la forma de olvidar nombres y rostros si quería hablar con los muertos. “Debo conseguir la escoba apropiada para barrer mis experiencias y estaré listo para escuchar”, reflexionaba, sentado bajo la noche. El frío era intenso. Empecinado como estaba ni se dio cuenta que la llovizna invernal, silenciosa y suave, mojaba su sotana y le humedecía la barba.

“Todo brujo necesita una escoba”, se dijo sonriendo. A medianoche regresó a la casa. Empapado. Extendió la sotana sobre una silla y se acostó. Tapó sus oídos, besó el crucifijo y el anillo de su madre. La jornada había sido intensa y por primera vez en años no pensó en los muertos. El sueño llegó rápido y se durmió sin apagar la luz.

“Duerme”, dijo la Voz. “Abandona el cuerpo a su suerte. ¿Seremos su destino? Supongo que sí. No es un hombre común, lo reconozco. Su intención lo aleja del resto. ¿Desvaría? es posible. Nadie, con juicio intacto, afrontaría tarea semejante. ¡Hablar con los muertos! ¿A quién se le ocurre? Es necesario dejar la vida para alcanzar un diálogo semejante. ¡Qué soberbia! Desde su mundo pretende dominar el nuestro. Quizás es solamente un necio. Cree con tal firmeza en el absurdo que me hace dudar. Espero que su ignorancia no modifique la razón que nos mantiene”.

La corriente del sótano hizo presión sobre la tapa de madera. Falló en sus dos primeras arremetidas, pero en el tercer intento la tapa se abrió abatiéndose sobre el mosaico. El ruido no fue escuchado por Ricardo Yñaga (tenía tapones en los oídos), pero la corriente, dueña de su libertad, llegó al dormitorio en una ráfaga caliente y lo despertó.

“Dejé algo abierto”, reflexionó el brujo al sentir el aire sobre su rostro. Pero no se levantó. Una nueva idea desplazó a la anterior: “Es un muerto”. Pensó así por dos razones: la corriente de aire olía a flores descompuestas y su mente estaba dispuesta a relacionar todo hecho con su deseo de hablar con los muertos. “Son muchos”, dijo mientras los cuadros caían al suelo con estrépito de vidrios rotos, la mesa de luz tiritaba y las puertas del placard se abrían y cerraban con violencia. Acostumbrado a la solemnidad, Solo esbozó una sonrisa, pero estaba alegre como nunca.

Ese estado de felicidad le hizo olvidar su teoría de que los muertos Solo hablan en silencio y no dudó en sacarse los tapones de los oídos para no perder detalle del desorden bullicioso que había invadido la habitación. Al mismo tiempo, por reflejo, buscó el anillo de su madre bajo la almohada y lo apretó con fuerza. La corriente observó al hombre escuálido de imponente barba roja y se sintió defraudada por la tranquilidad que demostraba. Dispuesta a alterarle el ánimo, empujó el crucifijo que fue a caer sobre la espalda del brujo. “Me había olvidado de ti… haces bien en golpearme”, pensó Yñaga mientras lo aferraba con su mano libre. La corriente, indecisa, abandonó la habitación. Debía reflexionar y no conocía mejor lugar que el sótano para hacerlo. Antes de descender, y Solo porque se encontraba confundida, tiró algunas sillas de la sala y cerró con violencia la puerta de la cocina.

Cipriano, como todas las noches de su vida, recordaba a su hija, a Matilde. A veces lo hacía con alegría, otras con tristeza. Esa noche la recordaba niña, con la piel cubierta por manchas rojas, la respiración a los saltos, la frente hirviendo, los ojos idos, el pelo húmedo. Su mujer estaba junto a ella, trémula, aguantando el llanto, sosteniendo la mano de la pequeña. ¿Qué hacía él mientras tanto? De pie frente al aljibe, ofrecía: “No me importa si muero… no me importa quién muera si ella se salva. Acepto que viva lejos, pero que no muera”. Y aunque esa noche Cipriano no quería esos recuerdos, recordaba: Matilde creció en la ciudad, el cuerpo de su mujer apareció despanzurrado bajo los nogales, a él se le oscureció el alma. La llovizna, silenciosa en el resto de La Quinta, arrullaba el techo de chapa. El sonido le adormeció la memoria. Libre de tanto peso, besó la fotografía de su hija y se acostó.

Yñaga no se explicaba la razón del silencio repentino. Con la cruz en una mano y el anillo de su madre en otra, se mantenía atento. Nada sabía sobre la corriente de aire, menos aún de la decisión que había tomado: reflexionar en el fondo del sótano. Cansado de esperar un nuevo revuelo se preguntó si la quietud que había invadido su cuarto no era una señal inequívoca de que los muertos se disponían a hablar. Se dijo que así debía ser: El paso siguiente era obvio: urgía barrer su mente si quería recibirlos. ¿Tenía Yñaga alguna técnica para limpiar sus pensamientos?

En rigor, tomando en cuenta los resultados, no podía decirse que así fuera. Sin embargo, él estaba convencido del procedimiento que empleaba y eso era suficiente para no desecharlo. Elegía un objeto de color blanco y lo miraba sin parpadear, imaginando que el color (no el objeto) se movía hasta desbordar los límites que lo contenían. Solo debía esperar que la inundación de blanco lo alcanzara para lograr el ansiado barrido. Pero siempre alguien se colaba en su atención distrayéndolo: el rostro de un conocido, gestos de su madre, ademanes de doña Paca. El color retrocedía frente al intruso e Yñaga se encontraba como al principio: con la mente sucia de recuerdos.

¿Por qué lo atrae el blanco?”, preguntaba la Voz a quien la escuchaba. “¿Dónde está su sentido común? ¿Has conocido algo más volátil? La muerte va con el negro. Un niño lo sabe. Te advierto que aun así es un hombre de cuidado”.

Yñaga, con la mirada firme en el techo, vio nacer olas pequeñas. Ondulaciones suaves de color blanco que no iban más allá de los límites del cielorraso donde retrocedían para volver al centro. Así pasaron los minutos hasta que una ola impetuosa salpicó los muros. Detrás de ella vinieron otras y el color blanco se deslizó hasta el piso, cubriendo los zócalos. En un tiempo impreciso todo el cuarto fue blanco. El color había llegado hasta las sábanas, superando las piernas del brujo y remontando su cuerpo. Yñaga se sentía feliz. Nunca había logrado tanto. Apretaba la cruz y el anillo hasta lastimarse. Sabía que esos dos objetos debían acompañarlo hasta el final y hundió las manos atenazadas en el color que lo rodeaba.

La superficie hirvió en ampollas. Próximo al aljibe, a la misma altura del fondo, el pensamiento de dos hombres muertos se retorció. Fue su reacción ante la fuerza que lo arrastraba a la superficie. El pensamiento de esos hombres había permanecido en ese lugar desde la noche en que Epifanio huyó de La Quinta cargando el cuerpo sin vida de Martín. Convencido de haber alcanzado la paz se enroscaba con violencia y se resistía a subir. La araña de patas largas, que contemplaba la lucha, vio quebrarse el suelo en terrones. El pensamiento, dolido, fue cortado por la mitad. Una parte regresó a Lobito, la otra a Chino. Del suelo se elevó un brazo, también un rostro agusanado y una garganta abierta de sangre oscura. Las figuras, arrastrando su caminar, sin mirarse, cruzaron el muro de piedra laja que separaba el terreno engramillado del patio de ladrillo. El olor que despedían los precedía.

(*) 14ta entrega