Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

Todos juntos en Navidad

 (Siguiendo a Yñaga)

Ricardo Yñaga sabe, desde aquella noche de invierno en que se comunicó con los muertos, que él ya no pertenece a la vida. Sin embargo, los nogales y castaños se muestran tan reales como siempre, es decir, como cuando él vivía; Cipriano sigue saludando con gesto ladino no bien lo descubre recostado en la reposera del patio de ladrillo; Caldo y Bastón lo olfatean y le gruñen. Yñaga piensa, con toda lógica, que no debería ser así: él está muerto. No sucedió lo mismo con doña Paca el día que vino a buscar sus pertenencias. La matrona guardó en la pequeña valija los tapones para los oídos, las mudas de lanilla, el crucifijo y el anillo de su madre muerta. El brujo trató de llamar su atención.

Al principio con voz serena, después con gritos y ademanes bruscos. Pero nada. La mujer se fue por el sendero bordeado de retamos sin siquiera mirarlo, seguida por una inexpresiva Teófila. Hay otros hechos que lo confunden. Que todavía lo acompañe su cuerpo. Yñaga, vivo, suponía que la muerte se quedaba con esqueleto y vísceras. Y en aquella noche de invierno, al verse exánime sobre la cama, dio por confirmada su suposición, “No es así”, piensa ordenando su barba rojiza, tocándose el pecho o acariciando su calva. “Estoy entero”. Otro tanto le pasa con la ropa. Sigue vistiendo sotana siendo que su cadáver se llevó una puesta y doña Paca el resto de la indumentaria. “Los objetos se duplican de este lado”, afirma tratando de terminar con sus dudas. Pero no es todo. Desde que murió no puede ir más allá de los límites de La Quinta. La vez que lo ha intentado, un muro invisible le ha cortado el paso. Hay más.

Resulta que en el aljibe está la Voz junto a un adolescente que habla poco y se llama Martín. En el mismo pozo existe una piel blanquecina cubriendo las rocas. A escasos metros del pozo se encuentra enterrado el pensamiento de dos hombres muertos. Yñaga teoriza: “La muerte y la vida conviven. Mi confusión se debe a la falta de experiencia. Soy un muerto reciente. Solo seis meses desde aquella noche fría. Igual debió pasarme cuando nací. ¿Cuánto tiempo me llevó aprender a caminar? En seis meses Solo gateo. Ando de aquí para allá descubriendo todo. No debo desesperar. Tengo a mi favor las inquietudes que me acompañaron en vida. Mal o bien (Yñaga no está seguro de que sus experimentos fueran acertados) pensé en la muerte. Y eso ayuda”.

Trata de ordenar su razonamiento. Intenta una clasificación. Se dice que cualquier análisis debe partir de bases ciertas e inobjetables. “¿Quién pertenece a este mundo? Yo, sin duda alguna”, Se responde ratificando su convicción de haber muerto.

Yñaga se sienta en el muro que divide el patio de ladrillo del terreno engramillado, enfrentando a las sierras. Con los ojos fijos en el cilindro que corona el aljibe dice: “La Voz también habita este mundo, como Martín y la piel blanquecina que le sirve de alfombra”. Luego incluye en el mismo grupo al pensamiento de los dos hombres muertos, enterrados cerca del pozo en desuso. “¿Y Cipriano?” se pregunta. “Me saluda como si nada hubiera pasado. Aunque fue él quien ayudó a guardar mi cuerpo. ¿Y qué con la araña de patas largas que habita entre las ramas? ¿Pertenece a este mundo o al otro? Para mí que ese bicho ya estaba cuando yo tenía aliento”. Este último razonamiento le obliga a suponer que hay seres que habitan ambos territorios: las plantas, Cipriano, los perros. Piensa, con el solo objeto de ubicarlo en su clasificación, en el repugnante animal de piel aceitosa, cola enroscada sobre el lomo, dientes afilados, ojos fríos y duros. Se estremece. Le tiene miedo y este temor lo lleva a pensar en una nueva clasificación: “¿Quiénes son mis amigos?”. “Martín está de mi lado” establece, porque si bien no ha hablado con él advierte en su gesto una actitud benevolente, comprensiva, como si intentara animarlo. “¿Y la Voz? Fue ella la que llegó primero cuando mi mente se hizo blanca. No puedo asegurar que sea mi enemiga. Si me guío por el tono con que se dirige al muchacho debo suponer que su esencia es buena”. No piensa lo mismo de la araña. La recuerda abriéndose paso entre los globos blancos la noche en que murió. Recuerda con malestar cómo tejió sobre su calva. Los hilos de baba le enredaron la barba y se asentaron, pegajosos, sobre los ojos. Ahogaron su respiración y aprisionaron sus muñecas hasta obligarlo a soltar el crucifijo y el anillo de su madre muerta. “La araña jamás será mi amiga”. Sin mayor reflexión incluye entre los que rechaza al animal de piel aceitosa y pasa a considerar el pensamiento de los dos hombres enterrados cerca del aljibe.

“¿De qué lado lo ubico?”. Por ese pensamiento revivió violencia y crímenes atroces en la noche que barrió su mente. Aunque reconoce que la imagen fue dañina, no recuerda que en algún momento lo contaminara. “Fue como ver una película”, y decide no clasificarlo. También le resulta indiferente la piel blanquecina que chupan las sanguijuelas. La Voz habla de Spunter con quien la escucha. Esa vida solitaria no conmueve a Yñaga. Además supone que el hombre seguirá pegado a las rocas del aljibe y eso es suficiente para no tenerlo en cuenta. “¿Y Cipriano? Acepta que es imposible otorgarle un lugar determinado en ese cuadro de afectos y odios que traza. Recuerda a doña Paca y la siente como “gran amiga”. Por último repite que es un niño en ese mundo de límites indefinidos. “Aprenderé”. Y en el momento que lo dice una camioneta deja atrás el portón de entrada al parque. Es Raúl Sepúlveda con su familia.

La camioneta entra despacio, a paso de hombre, y al llegar al final del sendero que costea la galería cubierta, dobla a la derecha, avanzando en forma paralela al muro de piedra laja donde se encuentra sentado Yñaga. El vehículo estaciona bajo el acacio gigante, cerca del aljibe y descienden una mujer y un niño. No bien Yñaga los ve, afirma “Treinta años la mujer, ocho el muchacho”. Se dice entonces que por estar muerto puede adivinar ese tipo de cosas. Ambos son delgados. Y aunque nadie se lo dice, el brujo sabe que la Madre se llama Amalia y el hijo Álvaro. La mujer se alisa la falda. Ha venido sentada mucho tiempo y con sus manos estira la tela. Tiene cintura menuda, pelo rubio enrulado, brazos finos. Es bella. De ojos verdes, que si bien no son grandes animan una sonrisa agradable.

Se nota, por la piel áspera de sus manos y por sus uñas, que es mujer de trabajo. Se nota, cuando acaricia la cabeza del niño, como cuidando su vida, que es buena madre. El niño lleva pantalones cortos, remera y zapatillas de cuero; sobresalen las rodillas cubiertas de cicatrices, huesudas. El pelo de color castaño, casi negro, abundante, le cubre la frente. A Yñaga le sorprende el color del cabello, y también el de los ojos, que se asoman oscuros y penetrantes, hasta que ve al padre descender por la otra puerta, rodear la camioneta y acercarse. Sepúlveda tiene el pelo renegrido, la tez opaca, ojos negros. “Cuarenta”, asegura Yñaga. El hombre ha perdido la estilizada figura mestiza con los años. Adiposidades sobre la cadera le redondean la silueta. Transpira y respira agitado. Viste un pantalón vaquero prendido más abajo de su barriga, la camisa entreabierta, las zapatillas calzadas como chilenas. El grupo enfrenta a Yñaga. Este, por ser un muerto reciente al que le cuesta manejar su nuevo estado, saluda, inclina la cabeza y dice buenas tardes. Por supuesto, no hay respuesta.

El padre pregunta a la madre si le gusta La Quinta. Ella responde sí.

—Mañana te mostraré el fondo—dice Sepúlveda —llega hasta el pie de las sierras.

Álvaro se da vuelta y mira las montañas. “Qué lejos están”, piensa. Y es natural que así las vea, porque la distancia se multiplica en la niñez. Como Amalia también se ha dado vuelta, pregunta si los nogales ya tienen nueces.

—Verdes—responde el hombre y aclara —Están cargados, recién en abril tendremos cosecha. Aunque en el suelo quedan algunas del año pasado.

Cipriano aparece por la tranquera del fondo. Lo siguen Caldo y Bastón. Se reúne con los recién llegados. Yñaga, al verlo levanta la mano convencido, de que en esta oportunidad será saludado. Vuelve a equivocarse. Ni el peón ni los animales dan muestras de haberlo visto. Se molesta. Abandona su asiento, pasa el muro de piedra laja y se acerca al grupo. La indiferencia de todos lo exaspera y por primera vez supone que Cipriano finge. “No quiere demostrar que ve a los muertos. El muy hipócrita sabe que estoy aquí pero disimula”. Su indignación va en aumento y no duda en pisar el rabo de Bastón. Nada sucede. La cola del animal sigue en su lugar. Entonces tira de una oreja a Caldo. El perro ni se inquieta. Sorprendido, se acerca al tronco del acacio gigante y se apoya en él. Mira hacia arriba. Allí está la araña de patas largas, afanándose en devorar dos moscas y un mosquito que han caído en su red. El brujo supone que el repugnante animal lo observa y se dice que un animal tan pequeño no puede hacerle daño. Se aleja del árbol y es suficiente para que escuche a la Voz explicando a quien le acompaña: “Nuevos inquilinos. Siempre digo que hay que esperar. Un hombre, una mujer, un niño. ¿Por qué los eligió La Quinta? Te lo diré a medida que escarbe en los recuerdos. No me interesa averiguar cómo lograron comprar la propiedad: están aquí. Por algún motivo la buena suerte los acompañó para que llegaran a nuestro lado. Por supuesto que el azar es antojadizo y en cualquier momento cambiará de rumbo. Cuando eso ocurra, tendrán toda mi atención”.

(*) 16ta entrega