Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

Todos juntos en Navidad

 (Siguiendo a Yñaga)

Como es el atardecer de un día de verano aparecen luciérnagas por todas partes. Yñaga hace un rodeo para no pisar el suelo donde está enterrado el pensamiento de dos hombres muertos y se encamina hacia el fondo. Cruza la tranquera. Con la cabeza gacha y las manos unidas en el regazo, se adentra en el sendero bordeado de álamos y acequias que separan los cuadros de nogales y llega hasta el fondo de la propiedad, donde un alambre olímpico delimita La Quinta del bosque virgen donde crecen algarrobos, molles y espinillos al pie de las montañas.

Contempla las imponentes sierras (tres en total, la mayor en el medio). Cuando hace eso se encuentra al lado del canal maestro, paralelo al alambrado, en el interior de La Quinta, que la cruza de este a oeste con abundante agua de riego. Se acerca a la compuerta y se sienta sobre la base de cemento.

Con una mano en la manija de hierro, la otra apoyada en la base de cemento, un pie sumergido en el agua del canal, se recrimina la falta de astucia para comprender su nuevo estado y el mal humor creciente le va ocultando las montañas. Olvida que momentos antes, en el muro de piedra laja, justificó su ignorancia en el escaso tiempo que lleva muerto.

Así, irritado, se pregunta si antes de interesarse por la muerte no le convendría más dedicar su energía a un tema más concreto, ocuparse de un muerto: él. Afirma la idea con un argumento dudoso: “Si en vida los niños inician su aprendizaje andando de aquí para allá, un muerto reciente debe primero recorrerse por dentro”. “¿En qué cambié?” El agua no toma mi reflejo, las personas no me escuchan ni me ven; mi cuerpo, en apariencia igual al que tenía en vida, ignora el cansancio, el hambre y la sed. Se conforma con esta primera enumeración porque nada de lo que ha pensado puede rebatirse. “Pero un muerto debe ser algo más que eso”. Y enfrenta así un nuevo camino de dudas. “Es posible que pueda volar”, supone. Sin demora mueve sus brazos como si fueran alas. Cuatro, cinco veces abanica el aire. Pero su pie sigue sumergido en el agua y él sentado. “Bueno… los muertos no se mueven del suelo” dice dejando sus brazos quietos. “Por lo menos adivino la edad de las personas”.

Yñaga decide apuntar este hecho en su personal lista de cambios, pero un recuerdo lo detiene: en un día no lejano, después de tropezar con Paca, adivinó el resultado de una jugada de quiniela.

“Tal vez de este lado soy tan brujo como entonces, o mejor, porque en aquella oportunidad fue pura suerte”. Algo indefinido (¿intuición?) le hace volver la cabeza en dirección al sendero de tierra flanqueado por álamos por donde una pareja avanza sin prisa, tomada de la mano. Yñaga los ha visto antes. Felices, disfrutando la mutua compañía, haciéndose caricias en cada gesto.

Siempre repiten el mismo camino: recorren los cuadros de nogales y cuando la noche se aproxima atraviesan el alambre olímpico del fondo para perderse en el monte virgen.

Alguna vez, no todas, junto a la maraña de árboles los espera un caballo negro. Supone que también están muertos y si ellos atraviesan alambrados, él puede hacer lo mismo. Se promete que esa misma noche entrará en la casa atravesando los muros. Cuando los ve trasponer el alambrado se pregunta la razón por la que abandonan La Quinta. “Es posible que Solo yo sea un fantasma, los fantasmas no están del todo muertos” se responde. Ha oído lo que ellos hablan: de su hija, de una gran batalla, de un oso de felpa, de un caballo negro. Lo hacen con alegría. Amigo de sacar conclusiones redondea esta idea: “El buen ánimo también ayuda de este lado. Quizás es lo que a mí me falta”.

La noche desplaza el atardecer diluyendo las sombras de los árboles en una cortina negra. Los últimos destellos rojizos del horizonte se tiñen de violeta. El brujo se pone de pie, da la espalda a las sierras e inicia el regreso a la casa. Mientras camina imagina su cuerpo (o lo que sea) a centímetros del suelo.

Algo le cruje dentro y para su sorpresa descubre que ya no toca el suelo. “Más alto”, se dice apretando las mandíbulas como si el gesto fuera necesario para afirmar su deseo. Y se eleva. Al principio no mucho, pero después tiene a la vista las copas de los nogales. “Puedo” y aunque la noche es íntegra, el cielo estrellado le muestra las grandes hojas. “Un poco más”, pide. Los nogales quedan abajo y llega hasta la aguda punta de los álamos. “Quizás éste es el camino” e intenta elevarse para dejar La Quinta. Su cuerpo, por el contrario, desciende. “Algo me falta”, acepta cuando está al ras del suelo, “alguien me tiene atado”.

Por lo menos, ahora sabe que dentro de límites muy precisos puede desplazarse por los aires con Solo desearlo. Se pone a prueba y piensa en Sepúlveda, su familia, la casa. “Quiero estar allá”. Y vuela. La familia cena cuando Yñaga atraviesa la pared a la altura de la chimenea. Y, por costumbre que trae de la vida, se sienta en una silla y los observa.

Después del postre, el padre enciende un cigarrillo. La madre levanta la mesa. El niño juega a armar una casa con palillos. Yñaga, sin saber muy bien qué hacer, cruza su pierna derecha sobre la izquierda, alisa su larga barba roja y deja que el tiempo pase. Amalia, luego de terminar su tarea, le dice a Álvaro que es hora de acostarse y tomándolo de la mano lo conduce al dormitorio. Sepúlveda promete que en minutos lo acompañará. Un rasguño continuo, molesto, nace en el hogar de la chimenea. Alguien araña los ladrillos refractarios. “Ratones”, supone Yñaga y mira a Sepúlveda. “No ha escuchado”, dice al verlo distraído. Un ladrillo se rompe, otros ladrillos caen. Un hocico puntiagudo se muestra por el hueco recién abierto. “Es él”. Afirma Yñaga refiriéndose al animal de piel aceitosa y cola enroscada. Se pregunta qué hace ahí. Se interroga también sobre la naturaleza de esa bestia, el motivo de su presencia en La Quinta, si pertenece al mundo de los muertos y porqué lo asusta tanto. El animal salta sobre la mesa, y arrastrando su panza sobre el mantel se acerca a Sepúlveda, quien apoya la mano derecha, la que sostiene el cigarrillo, al lado de la piel aceitosa. “El bicho es invisible”, confirma Yñaga y, como se sabe dueño de la misma condición, abandona la silla y se acerca a la mesa.

Una energía que desconoce le hincha el razonamiento. Ideas en tropel, oscuras, mezcladas, lo toman con violencia. Le lleva un tiempo comprender que su mente recibe lo que piensa Sepúlveda. Sepúlveda piensa en su vida. Destellos infinitos nacen en su mente. Algunos se inflan resplandecientes hasta formar esferas luminosas. Sepúlveda elige recuerdos. Las esferas se mantienen mientras dura la atención del que las piensa. Luego se licuan en un telón negro. La memoria de Sepúlveda es incansable y otros destellos engordan. De pronto una de las esferas toma dimensiones colosales. Sepúlveda piensa en un solo tema. Un misterio que lo acompaña desde la niñez y que él pretende esclarecer. Sepúlveda, atento hasta la médula, se pregunta sobre la suerte. Está convencido de que el hombre es lo que la suerte quiere. Lo cree como cree en Dios. Piensa que todo hombre nace con una nube que lo acompañará mientras viva: su suerte. La imagina como nube porque no se le ocurre nada más liviano, intangible y versátil. No lo piensa en tan apretada síntesis, no tiene suficiente cultura para hacerlo. Solo cree, y es suficiente, que la suerte como la nube no tiene peso, y deduce que algo sin peso no puede ser tocado. Además, se dice, una nube cobija en igual medida el agua, de por sí beneficiosa, y el dañino rayo. Con elementos de efectos tan opuestos, la conducta de una nube (o de la suerte) es imprevisible.

(*) 17ma entrega