Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

Todos juntos en Navidad

 (Siguiendo a Yñaga)

Analizó uno por uno a los seres que conocía y eligió a Laura. No fue una elección arbitraria: “Solo la tristeza aliviana la lengua. Esa mujer sufre. Necesita contar sus pesares. Los otros están metidos en sus cosas”. Por esa razón es que esperó la Nochebuena cerca del canal maestro. Y Laura llegó puntual. Primero en una fosforescencia, luego vestida de novia, la mirada enturbiada por la pena, deslizándose sobre el suelo como si flotara, suspirando muy hondo.

—Señorita —dijo el brujo, porque no se le ocurrió una forma más adecuada para presentarse—Quisiera hablar con usted—agregó, cuando el silencio se hizo angustioso.

Laura, al escucharlo, se transfiguró. Los ojos se revolvieron en sus órbitas, frunció el entrecejo, apretó los labios. Cada gesto era una amenaza de violencia inmediata.

—¿Cuánto pagaste? —preguntó la mujer.

Era tal su desprecio y furia que Yñaga retrocedió.

—¿Cuánto pagaste? —repitió Laura a medida que se quitaba su traje de novia con manotazos histéricos—¿Quieres usar esto? preguntó al quedar desnuda.

Y la desnudez mostró los senos corroídos anidando manojos de gusanos. El vientre ajado. Los muslos comidos hasta los huesos.

—Mercadería en mal estado. Esto te han vendido. Ven…tómame. Apriétame con fuerza, tienes derecho. Si Modavel empeñó su palabra y tú has pagado, te pertenezco. Soy tuya. Úsame hasta saciar tus ganas—dijo la joven acercándose hasta casi tocar al brujo.

Yñaga olvidó su capacidad de trasladarse por los aires y escapó corriendo.

Recién se detuvo al llegar a la tranquera, miró hacia atrás y al comprobar que estaba solo se sentó. El miedo tardó un tiempo en abandonarlo. Cuando se tranquilizó y el recuerdo del cuerpo corrompido perdió fuerza dedujo: “En donde me toca vivir es difícil hacer amigos”.

Allí estuvo hasta que la familia y Cipriano salieron de la casa rumbo al fondo. Álvaro adelante, iluminando el camino con una linterna. Van en busca del árbol de Navidad más grande e Yñaga se les une. Sin que ellos lo adviertan también se dirigen allí los otros habitantes de La Quinta. La noche, sin luna, es serena y profunda. Por ser medianoche, las luciérnagas han desaparecido. Cada tanto un cohete surca el espacio y estalla en luces multicolores. Cuando el aire se ondula por una leve brisa del sur, oyen la música del centro vecinal. No tardan en llegar a destino. Allí, Sepúlveda, con movimientos rápidos y certeros conecta a los bornes los cables que cuelgan de la planta. El nogal se enciende.

Cien lámparas desplazan la noche. Hay gritos nerviosos del niño, silencioso embobamiento de Amalia, Cipriano se cubre los ojos con una mano, la que de a poco separa, para después quedarse mirando la copa iluminada con la boca entreabierta. Sepúlveda ha hecho un hermoso trabajo.

A media altura del árbol ha construido una choza, la que desea su hijo, y en el piso de madera ha instalado el pesebre.

Desde abajo Solo se ven las figuras de algunos animales y resalta el niño en su cuna porque el hombre lo ha ubicado en un nivel más alto, como en un trono. Yñaga también se sorprende con el espectáculo. Observa cada lámpara hasta que llega a la última, muy cerca de la punta del árbol y su corazón se aprieta.

Allí, donde las ramas se vuelven finas e inestables, advierte una red de hilos y en el centro la araña de patas largas. El brujo se pregunta qué hace ahí y tiene que aceptar que ella pertenece al mundo de la muerte y, como él, se traslada a voluntad.

Mientras reflexiona, regresa a su espíritu el presentimiento que lo angustia: algo va a suceder, un hecho dañino afectará a la familia. La idea lo sofoca y tiene la sensación de que le falta el aire y se lleva la mano al pecho, gesto por demás absurdo si se tiene en cuenta que está muerto. Pero ni siquiera lo piensa porque en ese instante, cuando abre la boca como si se ahogara, ve a los otros. Laura está cerca de Cipriano. Lleva puesto su vestido de novia. Su pelo, fosforescente, le redondea el rostro pálido. Aunque está parada frente al nogal y su cabeza inclinada de tal forma que aparenta observar lo que allí ocurre, tiene la mirada ausente, perdida.

A pocos metros, la Voz ondula. De pronto es Stella, a veces María o copia los rasgos de Laura. También es Matilde, pero como Yñaga no las conoce supone que bien puede ser cualquier mujer. Y no se equivoca, porque la Voz se forma según sus ganas. En esa mutación constante es niña o anciana. A su lado, echado en el suelo está Martín. Con la cabeza inclinada sobre el pecho, escarbando en su mano herida. Es apenas adolescente, pero muestra un gesto de agobio y claudicación propio de un anciano. Enfrente, Chino y Lobito parecen estatuas. Su aspecto ofende a Yñaga. El rostro de Lobito hierve de gusanos, la garganta de Chino es un hueco repulsivo. Justamente por ese agujero se asoma la criatura de piel aceitosa. Olfatea hacia todos lados y cuando divisa a Yñaga muestra sus dientes afilados. Fuera de ese círculo macabro, la pareja de enamorados se sostiene con las manos entrelazadas. “Por Dios, que nada suceda”, implora Yñaga, convencido de que la plegaria no surtirá efecto alguno ante esa concurrencia.

—Voy a subir—anuncia Álvaro que no puede contener las ganas de usar la choza. Y no bien lo dice toma envión, se cuelga de la primera rama y apoyando su pie izquierdo en el tronco inicia el ascenso.

—¡Con cuidado! —advierte Amalia, que ha sentido un estremecimiento en el pecho.

—Los niños son como los gatos—la tranquiliza Sepúlveda con la misma frase que usara dos días antes—.
Además, va a visitar el pesebre y nadie, que yo sepa, sufre daño cuando está con Dios. Sin que la familia lo note, la Voz, Laura, Martín, Chino, Lobito, la araña de patas largas y la pareja de enamorados se acercan al gigantesco árbol de Navidad. También avanzan Cipriano, Caldo, Bastón e Yñaga. Sepúlveda rodea con su brazo la cintura de Amalia y la atrae. Álvaro apoya su pie derecho en un nudo de la corteza y, con un envión, se cuelga de la segunda rama. Está a punto de perder el equilibrio, pero logra mantenerse. Cuando sobrepasa la altura de sus padres se sienta en una horqueta y los mira sonriente. Sepúlveda y Amalia le hacen señas y antes que reinicie su marcha hacia la choza la madre le lanza un beso con la mano. Yñaga pierde este intercambio de cariño. “Solo falta la corriente del sótano”, dice repasando la lista de los seres que conoce de su nuevo mundo. “Y el caballo negro” agrega, pero deduce de inmediato que el animal no pertenece a La Quinta.

Las hojas, grandes como platos soperos, comienzan a agitarse cuando el brujo piensa eso. Álvaro ha recorrido la mitad del camino. Se detiene y mira hacia arriba, hacia la choza. El pesebre se ve completo. La imagen lo incita y emprende el último tramo. Amalia advierte que las ramas ya no están quietas y le pregunta a Sepúlveda si no hay peligro.

—Es solo una brisa —responde el hombre aparentando tranquilidad, pero le transpiran las manos porque las lámparas se bambolean y explotan con el viento.

“Solo falta la corriente del sótano”, insiste Yñaga, como si de esa forma pudiera detener el movimiento de las ramas. Algunas ramas comienzan a quebrarse. Álvaro, a escasa distancia de la choza, llama a sus padres y grita. El viento se retuerce con júbilo en los nogales. El círculo de luz que ilumina el suelo, enflaquece. Sepúlveda, prendido al tronco y amañando su cuerpo con la corteza, intenta subir. La madre, impotente, llora. Quizás como nunca, Yñaga reclama a la suerte. De ella depende, de quién la administra, que Sepúlveda llegue a tiempo.

(*) 20na entrega