Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

Algunos kilos de más

 (“El Cinco Rojo”)

En vida, como hombre solitario dedicado a estudiarse por dentro, la música fue algo ignorado. Pero esa noche dijo “Polvo de estrellas” y supo que ése era el nombre del tema que se colaba entre los nogales. Miró hacia la ciudad donde un claro agujereaba el cielo encapotado mostrando en su interior puntos luminosos, distantes y firmes. “Polvo de estrellas” repitió el brujo y el claro, como una grieta, avanzó sobre La Quinta.

En los días siguientes sucedieron dos hechos: la Voz fue Augusta y Bruno abandonó su interés por adelgazar. Apesadumbrado y sin voluntad, había dejado sus continuas dietas el día que falleció su mujer, pero al tercer día de habitar La Quinta no Solo no las reinició, sino que decidió lo contrario: engordar. Por esa razón le pidió a Cipriano que le llenara frascos de vidrio con nueces peladas, y con frascos similares se trasladó a un colmenar cercano donde compró miel de abeja como lo publicitaba un cartel de madera pintado en aerosol negro, en el frente del establecimiento.

Bruno quería morir pronto, lo más rápido posible, para reunirse con Augusta. Y para lograr su objetivo comía. A toda hora. No Solo miel y nueces. De tanto convivir con una persona gorda le fue fácil manejar su antidieta: salsas con queso derretido, postres bañados en chocolate y crema, vino abundante, masas y tortas. Cuidaba no derrochar energía en otras actividades y así lo mejor era permanecer sentado en el patio de ladrillo, los pies apoyados en el muro de piedra laja y una mesita a su lado, cubierta totalmente por los más variados manjares los cuales, dicho sea de paso, dejaban de serlo para él, pues engullía sin respiro, sin degustarlos, ya que Solo eran el medio para lograr el objetivo que lo obsesionaba.

Cuando cierta vez dudó de que éste fuera el camino adecuado para reunirse con su esposa, la Voz, con la imagen de Augusta, se encargó de disipar las dudas. Esto fue así. Bruno la vio aparecer a su derecha, entre los troncos de los nogales. Al principio no creyó que fuera ella, él sabía muy bien que su esposa había muerto y supuso que la mente lo engañaba. Augusta lo saludó elevando su brazo regordete y agitando la mano. Por reflejo, él hizo lo mismo. Augusta llevaba tacones altos, vestido floreado y el pelo suelto. “No puede ser ella” pensó. “Nunca fue tan blanca”, agregó para justificar su pensamiento y porque necesitaba de una diferencia para convencerse que imaginaba. Augusta reiteró el saludo y cuando Bruno presumía que vendría a su encuentro, desapareció detrás de un tronco de nogal grisáceo. Así reforzó la Voz el deseo de Bruno, quien después del primer encuentro, y luego de verificar que detrás del tronco no había nadie —hecho que lo obligó a abandonar la reposera—supuso que Augusta había venido a buscarlo. Y si su piel era blanca como la leche se debía a que estaba muerta. Y él podía alcanzar el mismo estado si seguía comiendo.

La vio otras veces. Aunque siempre desde lejos, sin poder hablarle. Porque la visión duraba segundos. Lo suficiente para saludarlo y mostrar su cuerpo obeso. ¿Por qué la Voz actuaba de esa manera? Ella había decidido que Bruno fuera su pareja de baile. Y Solo podía lograrlo siendo Augusta. Aceptaba, con desgano, que las relaciones no surgen de la nada. Ella debía, aunque no le gustara, avanzar con cautela. Si deseaba que él la tomara entre sus brazos era lógico afianzar su confianza y por eso se mostraba. Y llegó el verano: con las chicharras alborotando, el cielo azul, tormentas violentas y pasajeras, infinidad de luciérnagas, las estrellas en legión, durazneros, damascos y ciruelos cargados de frutas. A Bruno, gordo, le costaba respirar. La Voz, mientras tanto, ayudada por la memoria del hombre, repasaba el número de cuerdas de la guitarra, el teclado del piano, el peso exacto del contrabajo, el reflejo dorado de la trompeta. Y con la misma dedicación se ocupaba de la música. Esperando fin de año. El treinta y uno de diciembre se pareció a los días anteriores: soleado, sin una nube cerca, los insectos adueñándose del aire. Bruno rogaba que su cuerpo flaqueara de una vez por todas. Pero, si no era así, si él seguía vivo, deseaba que la fecha pasara pronto porque nada le producía más tristeza.

La noche llegó en tiempo justo. Con la Cruz del Sur trepando sin pausa. Bruno escuchando los viejos discos y diciéndose que un año atrás, a esa hora, Augusta y él se preparaban con gran revuelo para asistir al baile. Sobre todo Augusta, anclada frente al espejo del baño, cambiando peinado y aros (¿Cómo me quedan?… éstos se ven mejor…, me alargan el rostro… ¿Y si me hago flequillo? El rodete es más práctico, además hace demasiado calor…). Con un recuerdo tan nítido, el presente de Bruno era insoportable y si su memoria se distraía, la sala, con muebles, chimenea, grandes ventanales, le abría una herida profunda.

Porque lo ocurrido un año atrás no tenía valor ante su viudez. Y si los viejos discos lo invitaban a la nostalgia, también servían para ubicarlo en el presente. Porque él podía bailar apretando el aire y soñar con los recuerdos, pero siempre había una pausa (entre tema y tema o cuando caía un nuevo disco) que alcanzaba para que despertara. ¡Y vamos! Que Bruno quería volver a soñar y lo lograba, pero en el inconsciente se prendía una luz roja que decía “esto es un sueño y antes de darte cuenta despertarás de nuevo”. Y así fue. Porque el último tema concluyó.

El brazo del tocadiscos resbaló con ruido de púa, pero después se alzó con movimiento torpe. Y antes de que cayera el próximo disco, Bruno estaba consciente, herido por demás. Con ganas de seguir soñando o morirse.

Y tardó en darse cuenta que desde el fondo del pasillo llegaba una melodía, pero al final la escuchó. Corriendo, alcanzó la puerta de hierro, la abrió y salió al patio de ladrillo, pero se detuvo de pronto, porque a su alcance, como los recordaba, sobre una tarima, estaba “El Cinco Rojo”: el trompetista con la mirada ausente, el baterista con su sonrisa pícara, el pianista alisándose el pelo, el guitarrista con su pose solemne y el animador preguntando “¿Están listos?”.

Alguien lo invitaba a bailar tocándole el hombro. Ni siquiera necesitó volverse. Ella estaba allí. Sin duda alguna. Y bailaron. Bailaron hasta al amanecer. Cuando el sol del primer día del año se separó del horizonte, Bruno sintió la primera puntada en el pecho. Como si un alfiler, similar al que usaba el hada en la plaza del Coronel, le escarbara el corazón, doblegándolo hacia adelante, abriendo canales de sangre en sus pulmones. Pero aun así intentó un paso más. Y ahí su cuerpo se quebró definitivamente.

La Voz dejó de bailar y recuperó su imagen. Como estaba agradecida por los momentos vividos recordó “Rapsodia en azul” sin equivocarse, remarcando el lamento de la trompeta, el susurro de la batería, los acordes sentimentales del piano, la anarquía desoladora de la guitarra. Y se dijo, mientras lo hacía, que era el justo responso para un hombre enamorado.

N. del A.: “El Cinco Rojo de Música en el Aire” fue un excelente grupo musical de la década del sesenta: Albizu—piano, Páez—batería, Puglisi—guitarra, Martínez—trompeta, Montes de Oca—conducción y contrabajo, fueron sus integrantes originales.

(*) 23ra entrega