Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

ELIGIENDO EL LUGAR

(Cómo hacés para mantener la música)

Yñaga, sentado en la compuerta, analizaba de qué manera podía darse el amor entre los muertos. Y como era su costumbre, intentaba circunscribir sus pensamientos en normas inobjetables. No había avanzado mucho. Dijo: “Los muertos aman” y de inmediato cuestionó la generalización porque si bien él amaba a Matilde no significaba que ese tipo de sentimiento fuera común a los demás difuntos. Acto seguido agregó: “No Solo yo amo. La pareja de enamorados es un buen ejemplo. Aun la Voz. Sus actos no tienen otra finalidad que lograr cariño. Su trato con Martín, su relación con Spunter, el baile de fin de año con el atribulado Bruno, demuestran su necesidad de afecto. ¿Acaso Laura no ama? Su tristeza, sus silencios interminables, la violencia de sus ojos heridos, son resultado de un amor profundo e ingrato. No quisiera cargar con la misma suerte”. Y no bien terminó la frase lamentó haberla pensado. “Puedo terminar igual que ella: devorado, aplastado por mi deseo insatisfecho. Tengo que tranquilizar mi paso para caminar con la realidad. Ni siquiera conozco el espíritu de ese cuerpo ardoroso que colgaba de la tranquera. Tal vez no lo conozca nunca. Es posible que se desinterese por seguir sus restos y yo me halle enamorado de una ilusión. Además, en el supuesto de que en algún momento lo viera, nada asegura que se fije en mí. Debo mantener el equilibrio si no deseo hundirme como esa mujer que viste de novia. ¡Qué peso tiene el amor! ¡Cuánto cuesta soportarlo! Más aún en mi caso. Mi inexperiencia me lanza en una débil balsa sobre el mar embravecido. ¡Qué cerca están las olas! ¡Cómo atraen! Se relamen ante mi debilidad”.

Yñaga sumergió su pie derecho en el canal maestro. De no haber estado muerto hubiera pensado en el suicidio. Pero lo estaba y se vio obligado a buscar otra salida. “¿Qué gano con suponer que su espíritu se adormece lejos de aquí? Adelanto mi derrota. Debo creer, y lo haré, que esta misma tarde llegará a La Quinta. No voy a derrumbarme. ¿Qué no tengo experiencia? Lo acepto. Reconozco mis límites. Sin embargo no claudicaré. No caeré en la desesperanza. Voy a pedir ayuda. A quien sea”.

Se preguntó qué características debía reunir su consejero. Y resumió la respuesta de esta forma: “Pertenecer al mundo de los muertos, habitar La Quinta y tener experiencia amatoria”. Descartó la corriente del sótano, el pensamiento anudado de dos hombres muertos y a Spunter, porque a su entender eran seres solitarios. También eliminó a Cipriano: “Para mí que aún vive, igual que la araña de patas largas y los perros”. Hecha esa selección pensó en el resto: “Inútil consultar a la Voz, en esta materia demuestra una inseguridad peor que la mía. Tampoco me ayudaría Martín, no va más allá de una actitud pasiva y temerosa ante la insistencia de su compañera. El animal de piel aceitosa me odia”. El brujo hizo una pausa porque se enfrentaba a sus dos últimas posibilidades y debía decidir. Al final de su meditación dijo: “Será Bruno: porque es hombre, ama con alegría y supo hacerse amar de la misma forma. Por mucho tiempo. Sin altibajos”. Así excluyó a Laura que era mujer y amaba con dolor.

Matilde, el espíritu, se detuvo en el camino de entrada dejando que el olor de los retamos en flor la cubriera. Respiró profundamente. Mientras el aire tibio la acariciaba giró la cabeza de un lado a otro para no perder detalle. Los recuerdos retornaban con lentitud pero con suficiente intensidad para que olvidara los días pasados en la morgue y su asesinato. “Yo he estado aquí” decía, y chispazos de otra época asaltaban su mente. “Recuerdo árboles grandes más allá de la casa”, y no bien lo afirmó imaginó la casa, que no podía ver desde su lugar, y los nogales junto a las sierras. “Era niña y me bañaba en el canal”, se recordaba sumergiéndose en el agua fresca, dejándose llevar por la corriente, moviendo brazos y piernas con rapidez para volver al lugar de partida. Siempre bajo la atenta mirada de Cipriano. “Yo era feliz”, aseguró, mientras caminaba con la cabeza erguida, la espalda recta, el pelo ondeando sobre los hombros, el paso firme. Igual que si estuviera viva. Se detuvo al pasar frente al aljibe porque su memoria le trajo una terrible calentura, como si de pronto hubiera enfermado, que recién aflojó cuando cruzó la tranquera del fondo.

El animal de piel aceitosa descansaba. Desde su posición, echado en el suelo, con la cabeza apoyada en el borde de la acequia, los ojos inmóviles y fríos, observaba a Yñaga. El brujo ignoraba su presencia. Como hombre enamorado, Solo tenía un objetivo: su amada. Yñaga, desde hora muy temprana, buscaba a quien había elegido para que lo ayudara. Bruno no aparecía por ningún lado. Supuso —su deseo insatisfecho lo hundía en profundas depresiones—que el hombre gordo y bailarín había abandonado La Quinta. De nada le ayudaba saber que eso era imposible. Pensaba en la pareja de enamorados y se decía: “El, Bruno, tiene la misma capacidad que ellos. Sale y entra cuando quiere”. Y cuando desesperaba, que significaba ni más ni menos elegir otro consejero para lograr su objetivo, lo vio. El hombre que amaba la música caminaba con paso ágil, tarareando o silbando temas que le recordaban a Augusta, los bailes de fin de año y la época en que era delgado.

Como Bruno era un muerto reciente, cuando el brujo fue a su encuentro se sobresaltó. Y resultaba gracioso ver a un espíritu obeso, tiritando sin parar, frente a otro en extremo delgado, cuya barba le llegaba a la mitad del pecho y que extendía una mano huesuda, de dedos largos, tratando de calmarlo. Hasta que Yñaga desistió y fue a sentarse en el tronco de un álamo talado. Hecho que no tranquilizó a Bruno, pero sirvió para que dejara de retroceder y midiera la peligrosidad de su supuesto perseguidor, que a simple vista no era mucha. Porque de por sí la figura de Yñaga no infundía temor y, agobiado, menos. Por eso, y porque la noche estaba por todas partes, el hombre obeso se animó a preguntar si podía servirle en algo.

El brujo exhaló un suspiro melancólico y después, con cierta inseguridad, dijo que él necesitaba hablar de amor y más específicamente sobre la manera de abordar a la mujer que se ama, sorprendiendo a su interlocutor que olvidó sus temores y le pidió que se explicara.

Y bien, el amanecer de un nuevo día se instaló en La Quinta.

Cipriano cerró la puerta del cuarto y frente a ella apiló un caballete, dos fuentones, una parrilla, la silla que usaba por las noches cuando observaba la luna, y muchas piedras. Nada le parecía suficiente para detener la amenaza de Caldo y Bastón. Luego se dirigió al fondo en busca de madera para construir el féretro de Matilde y antes de que el sol remontara a los nogales del este se escuchó el sonido del hacha trabajando. Concluyó su tarea al mediodía y sin tomarse el mínimo descanso, trasladó las ramas cortadas hasta los galpones. Allí, a puro instinto y porque ganas le sobraban, trabajó la madera. Tapa y fondo estuvieron listos sobre el final de la tarde. Los laterales, al filo de la noche. Revisó lo realizado y se encaminó hacia la tranquera. Allí se produjo el primer encuentro con el espíritu de su hija. Porque en la noche anterior y durante todo ese día Matilde se había ocultado, con el solo propósito de acumular recuerdos antes de enfrentar a su padre.

Cipriano, acostumbrado a convivir con los muertos, sabía que debía ser cauteloso, y aunque su corazón desbordó de alegría se mantuvo sereno, apenas esbozando una sonrisa. Evitó tocarla y reprimió el deseo de hablarle. Ninguno de los dos pensaba en el pasado. Solo se miraban. Sin que se les escapara detalle. Hasta que Matilde preguntó si había elegido el lugar para su tumba y él contestó: “Al lado del canal maestro”. Matilde extendió su mano, no en forma decidida. Su gesto fue similar al de alguien que acaricia a un animal arisco. Cipriano se mantuvo inmóvil. La mano se apoyó en su piel al mismo tiempo que la luna llena desfondaba la noche oscura.

En el fondo de la propiedad, de frente a las sierras, Yñaga y Bruno conversaban. Sin mover los labios. Por estar muertos. Desde su encuentro mucho habían avanzado. Se contaron sus vidas y también sus muertes. Bien tarde, cuando había exhibido todos sus recuerdos, Yñaga se atrevió con su pedido sin ocultar vergüenza: “Ignoro cómo se habla a la mujer amada. Si ahora mismo se me seca la garganta y todo lo que se me ocurre fallece lejos de mi lengua, ¿Qué haré cuando la vea?”. Bruno, compadecido por lo que escuchaba, palmeó la espalda del brujo que seguía diciendo “Un hombre que ha sido amado conoce los secretos del alma femenina. Cuéntame tu vida con Augusta. Una y otra vez. Quiero aprender de memoria cada gesto que hayas usado con ella. Te imitaré hasta que sea imposible distinguirnos. Copiaré tu felicidad con la esperanza de lograr la mía”.

Y Bruno le hizo caso. No sin antes advertirle que él no había premeditado su amor con Augusta. “Ni ella ni yo nos propusimos querernos. Más vale que sepas eso. El amor, por lo menos el nuestro, vino de otro lado. Alguien lo dispuso”. Y después relató su vida junto a Augusta desde el principio, o sea, desde el primer día que la vio y sin suponer que sería su esposa la invitó a salir. “Para ser preciso, la invité al baile de fin de año, porque no tenía pareja y mi última posibilidad era ella… y dejé de lado su falta de belleza y su baja estatura. Más aún ignoré su peso, porque en aquel entonces, cuando ni siquiera éramos novios, Augusta pesaba sus buenos kilos y a ningún muchacho le caía bien. Pero… ¡Qué iba a hacer! en pocas palabras, querido amigo: el amor apareció más tarde y quizás vino con el baile”.

(*) 25ta entrega