Expresiones de la Aldea, San Luis

HISTORIA DE ANODINA

Por Pablo Fischbein

En esta casa vivió y falleció Anodina Giménez Jiménez, durante cincuenta y cuatro años, víctima de la acumulación de soledad.

Hija única de Renée Jiménez (su madre) y René Giménez (su padre). Anodina eligió no salir de su casa en los últimos catorce años, para cuidarse de la polución. Odiaba la suciedad, el desorden. Y a la gente, hay que decirlo. Nunca tuvo novio, ni amante. En el pueblo creen que murió “virgen”.

Vivió y supervivió sola. Los once gatos que tenía se fueron yendo de la casa a otros hogares del pueblo donde cada tanto alguna persona esbozara alguna sonrisa o demostrara una pizca de vitalidad.

La casa se emplaza en la ladera del Cerro Quitipil, a casi cien metros de un codo del Río Quitipil. Los lugareños no saben si el Río recibe el nombre del Cerro Quitipil, o si el Cerro recibe el nombre del Río Quitipil. Unos afirman una cosa y otros la otra. Sólo unos pocos nos mantenemos firmes en la duda.

Un camino de ripio que casi nadie transita lleva hasta la casa, rodeada de vegetación y frío, a tres kilómetros del pueblo.

Anodina come lo que cosecha. Detrás de la casa tiene un huerto pequeño. Hay también varios frutales, un pequeño corral. Suficiente como para ser autosuficiente. Lo que no podía sembrar (azúcar, jabón, kerosene) se lo traía la Vieja Vieiras una vez por mes, y Anodina lo trocaba por frutas y verduras. Compartían un café, conversaban un rato.

Una tarde húmeda de enero, la Vieja Vieiras, mi madre, se murió en su casa del pueblo, dormida. Su viudo, don Donato, mi padre, la lloró por diecinueve días y sus respectivas noches.

Luego de reponerse fue a darle la noticia a Anodina, la única amiga que tenía la Vieja Vieiras. La única amiga de Anodina. Y a llevarle los artículos del mes.

Al llegar encontró a Anodina en la huerta. Corrió dentro de su casa, tantos años hacía que no veía a un hombre. De joven había estado enamorada de don Donato, pero no lo reconoció. Don Donato golpeó la puerta y pronunció su nombre. Anodina, detrás de las cortinas, pudo ver sus ojos. Abrió la puerta y lanzó un breve suspiro que don Donato recibió como una declaración de amor. Vio dentro de sus ojos y reconoció a aquella Anodina que alguna vez cruzó paseando por la plaza del pueblo, a sus veintipico, antes de recluirse, y le había despertado el deseo. Dejó las bolsas al costado de la mesa, la tomó de los hombros y le dio un beso penetrante como el olor a humedad y gallinas que había dentro de la casa. Anodina quedó petrificada ante lo inesperado. La llevó hasta la habitación, la desnudó, y se metió dentro de ella en un abrazo esperado por décadas.

Luego de satisfacer su placer, don Donato se vistió y se fue. No se llevó las verduras ni los huevos de Anodina. Se consideró pago por el placer recibido.

Un mes más tarde, al volver a la casa de Anodina, la encontró muerta en su cama, desnuda, y en la misma posición en que la había despedido con un beso en la frente un mes atrás. La enredadera estaba entrando por la ventana abierta y el polvo se estaba acumulando en los pisos y los muebles. Las gallinas se habían adueñado de la casa y había huevos y pedazos de frutas por todas partes.

Nadie volvió a ver a mi padre, don Donato, nunca más. Unos dicen que se suicidó. Yo creo que huyó por la vergüenza. Lo que nunca imaginó, fue que el alma Anodina, después de tanto tiempo de soledad, no pudo resistir el amor de un hombre al que había soñado durante años. Un amor al que se resignó al saber que se había comprometido con la Vieja Vieiras.

En esta casa ya no queda nada más que muebles rotos y aire quieto. Las paredes y el piso son una continuidad de la enredadera, se secaron todos los frutales, se murieron todas las gallinas.

Ya nadie en Quitipil recuerda la historia de Anodina. Sólo yo. Por eso la escribo. Tanta pasión no merece quedar en silencio.

“Mujer en su lecho de muerte”, anónimo.