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De Londres a Londres

Gabriela Pereyra

2902. Ese era el número exacto de personas que a Octaviano lo había despedido en la calle Fray Mamerto Esquiú, la Terminal de Londres, en su pueblito de Catamarca. En concreto, el pueblo entero.

Él los miraba desde la ventanilla en el primer piso del cochecama que lo sacaría del lugar que lo vio nacer. Se convertía en el primero de muchos amigos y muchas amigas que cambiarían su destino al cruzar ese océano. Por eso todo el pueblo, por eso las lágrimas, los aplausos, los abrazos, la euforia. Los que ya se emborrachaban a cuenta del éxito.

Octaviano tenía ese nudo en el estómago por saber que esto era fruto de su esfuerzo al dar ese examen de inglés con un Ten (10) y producto del esfuerzo de todos. Rindió ante la ONG tan prestigiosa que llegó hasta el poblado con esa oportunidad única para toda la infancia y juventud londrina en edad escolar.

Siempre se habían sentido raros en el país; como una curiosidad: Londres en Argentina. Y la forzosa comparación con la famosa metrópolis de la niebla permanente. “Todo londrino que rindiese el examen de inglés, adaptado a cada edad, con una nota superior a 8 tenía garantizada su educación universitaria en Londres, Inglaterra”.

Esto requería un esfuerzo cooperativo de todos, una primera inversión que garantizaba esas plazas, aunque el tiempo pasase. Cada familia evaluó pro y contras, calculó los créditos, averiguó el costo de mandar a un hijo durante siete años, promedio, a la mejor universidad de Argentina, y el precio de la ONG convenía.

Las becas en las mejores universidades de Londres, incluían alojamiento, comida y pasajes para volver al pueblo una vez al año, pero además, una vez recibidos, la inversión de ese conocimiento retornaba al pueblo en progreso, eso mostraba el completo video, dependiendo de las carreras elegidas se realizaban proyecciones de futuro. Todo cerraba. Un esfuerzo conjunto, una epopeya. Y el primer enviado era Octaviano tras juntar entre todos los primeros 60 millones de pesos. Hasta salir del país, lo acompañaba siempre algún referente de la ONG. En el vuelo final le entregaron, para que guarde bien, todos los documentos para ingresar a la University of Exeter y estudiar Letras.

Era miércoles y la Estación de Padinggton estaba al mediodía en su hora pico. Octaviano sabía que la línea 23 lo dejaría en su trabajo si descendía, prestando atención, en Chepstow Road. Subió al bus de doble piso, visualizó su timbre individual para cuando tocara descender, sentado adelante de todo, la vista era absolutamente panorámica. La estrechez de las calles le recordaban a su pueblo: Este se ubicaba a un lado y al otro de la ruta 40 que cruzaba Catamarca marcando una cicatriz de asfalto y carteles que describían todas las veces que su Londres fue fundada, refundada o ¿refundida?

Repetía en inglés la lección que aprendió sobre la fundación al rendir aquel examen:

Londres, considerada como la localidad más antigua del país después de Santiago del Estero, que se fundó en 1553. Recibió este nombre como homenaje a la boda real de Mary Tudor, de Inglaterra, con Felipe II, de España. El capitán Juan Pérez de Zurita la fundó a mediados de junio de 1558, viniendo de Copiapó, Chile

El automatismo de seguir la lección, lo enfadó y se fustigó en voz alta: stupid! Para recomponerse comenzó a registrar frenéticamente con los ojos todo lo que tenía alrededor. No podía olvidar detalle, colores, por poco que le agradaran a los londinenses los colores alegres y flotaran siempre entre el marrón, el gris y el negro en sus vestimentas.

Octaviano debía recordarlo todo. Los aromas, los edificios, los sonidos, la música, los ruidos, los sabores que su escaso presupuesto le permitía. Los hombres y mujeres circulando en monopatín eléctrico trajeados con elegancia inglesa, los ciclistas en la misma armonía, los cargadores para autos eléctricos, el Big Ben, esa línea le permitía observarlo a diario. Los autos de alta gama, el volante al revés. Todo, todo. Los que bailan, los pobres, porque los hay.

Mientras más intentaba retener, más fuerte mordía su labio inferior y más rápido saltaban sus lágrimas al recordar que todo fue una estafa, que no existía tal universidad, ni tal beca, ni tal ONG. Que estaba allí, solo, frente a esa inmensidad que lo arrasaba cada día y gracias al mérito de googlear respuestas de un examen, porque no entendía nada de inglés cuando llegó a Gran Bretaña, ahora se las ingeniaba. Pero no iba a rendirse, todos los días agarraba changa de lo que fuese, de todo eso que los europeos no quieren trabajar, lo sostenía la idea de que, si él resistía, el pueblo se salvaba con él. Que sus historias iban a ser tan buenas que todos quedarían hipnotizados, pidiendo más, anestesiados sin detenerse a pensar que estaban endeudados de por vida. Historias que de Londres a Londres solo ellos pudieran atesorar.

Londres, por L. S. Lowry. 1960