Primera ola
Irene Alejandra Benegas (*)
San Luis
No quiere ir al dormitorio, ni siquiera pasar frente a la puerta de la habitación.
Por ahora improvisó un dormitorio en el living y como en el cuento de Cortázar resignó una parte de la casa: el baño y el dormitorio principal que están en el mismo sector del lindo departamento están prohibidos.
Hace mucho frío y eso ayuda. La calefacción está apagada y él se traslada por los ambientes con una bolsa de dormir térmica a modo de manta.
El contacto con el mundo lo tiene a través de internet. Todas las noches se conecta, o quizás sueña que se conecta, y en ese sueño pide ayuda. No; no sabe muy bien quiénes son esas personas pero la pesadilla reiterativa termina siempre igual: amanece y él sigue solo, aguardando.
Los días han pasado. Cien días ya y todavía tiene la despensa llena, pero nada fresco para comer. Como el filtro de agua funciona, en tanto tenga suministro de agua no tendrá problema. ¡Pero quién piensa en comer!!
Su problema es otro, es el miedo que nunca se va y que empieza a crecer a partir de las cinco de la tarde cuando la oscuridad empieza a cubrir la ciudad silenciosa y desierta.
Entonces le parece escuchar la voz de Georgia desde la cocina alentándolo a descorchar un vino y preparar juntos la cena, o cree que la ve pasar, apenas una sombra que se desliza a través de la puerta de vidrio que separa el living del pasillo que lleva a los dormitorios. Otras veces recuerda el pelo de Georgia flotando en el agua del mar mientras con los bracitos extendidos se impulsa sobre las olitas de minué del Mediterráneo para alcanzar a la mamma de ambos que los alienta con risas y gestos sin perderlos nunca de vista.
Pero eso era antes, hace mucho mucho tiempo… Antes cuando eran dos. Ahora hay una parte de la casa a donde no ir nunca jamás.
Algunos días se asoma al pequeño balcón, donde está el tendedero y unas macetas olvidadas que aguardan el verano para reverdecer, y desde ahí grita y entonces parece que el eco le responde (como en los juegos que compartía con Georgia cuando desde las montañas divisaban el valle y gritaban a todo pulmón el nombre de sus amores adolescentes). Quizás se confunde y es el eco de todos los hombres y de todas las mujeres y niños y jóvenes que se asoman a su ventana a gritar como lo hace él esperando estar menos solos.
El grito importa por el grito mismo porque ya no hay palabras que puedan expresar tanto dolor, tanta angustia y tanta soledad. Solamente sirve para saber que hay otros ahí, otros que quisieran extender los brazos y abrazarse y llorar, aunque esté prohibido.
Un par de tardes atrás vio la ambulancia que se detuvo frente a la puerta del edificio vecino. Dos oficiales sanitarios bajaron y llamaron a la puerta. Al rato el niño rubio, el único niño del edificio salió solo, únicamente llevaba su autito de juguete entre las manos. Solo eso tenía.
Ni la mamá ni el papá del pequeño estaban ahí para despedirlo. Tampoco había nadie tras las 40 ventanas que dan a la calle.
Los oficiales protegidos con sus trajes especiales y sus máscaras se pararon uno a cada lado del pequeño niño y lo escoltaron hasta el vehículo. Abrieron la puerta trasera y el niño subió dócilmente.
La ambulancia se puso en marcha en silencio y así el pequeño desapareció para siempre.
Pero él, Vittorio, sigue esperando y desesperando con cada día que pasa.
Porque ahí en el dormitorio yace su hermana sobre la cama desde hace tres días. Sus ojos están abiertos y vacíos, el pelo desparramado sobre la almohada y sus brazos extendidos mientras su fina piel se azula cada vez más.
Las sábanas arrugadas y sucias semejan otro mar debajo de su cuerpo frío.
Mientras, él llora y espera que la ambulancia alguna vez se detenga frente a su puerta.
Alguien golpeará suavemente la madera color cedro. O quizás antes lo llamen por teléfono para avisarle que se prepare, que van por él.
Detrás de una máscara quizás descubra una mirada amiga, una mirada cálida y tranquilizadora. Aquel hombre le hará un gesto para que él lo siga. Y él caminará por el corredor hacia el ascensor para llegar finalmente a la ambulancia blanca y rectangular que lo salvará de la locura.
Pero ya son las cinco.
Es la hora de la sombra. La sombra que se desliza a través de la puerta de vidrio que separa el living del pasillo que lleva a los dormitorios. Para ahuyentarla busca en su memoria un recuerdo bondadoso
—Vittorio! Súbito! Grita Georgia mientras trepa a la bicicleta y empieza a pedalear y pedalear mientras ríe y el remanso de su pelo de se agita en el sol.
Vittorio se incorpora y enciende la cámara de su computadora. No sabe con quién se ha conectado pero empieza a hablar y ya no puede parar. El tono de su voz se eleva y esta frenético camina frente a la cámara a ya veces se sale del plano mueve los brazos que parecen aspas y gesticula. Entonces se apoya sobre la mesa y acerca su rostro a la cámara:
-Necesito ayuda! Estoy acá solo en mi departamento con el cadáver de mi hermana!
—Hace tres días que ha muerto y no sé qué hacer! Nadie me responde! Solo me dicen que permanezca en mi casa, que no salga.
—Me quieren decir qué hago yo eh?— Y se derrumba en llanto —¡Qué hago con mi hermana muerta en el dormitorio! Mientras la sombra se asoma en el plano de fondo.
(*) Este relato fue uno de los ganadores del certamen en homenaje a Jorge Sallenave e integra la Antología