Expresiones de la Aldea, La Aldea y el Mundo, San Luis

Ella es…

Jorge Oscar Bossio (*)

Ella cree que no sé quién soy.

Cuando la claridad matinal ingresa por los ventanales, más temprano o más tarde, en horarios que se adelantan o se retrasan diariamente según sea verano o invierno, llega con la bandeja del desayuno que luego colocará sobre la cama, me despierta y tras asegurarse de que no arrojaré algo al piso ni derramaré nada sobre mí, desayunamos.

Luego realizamos la dificultosa tarea de vestirme porque le molesta que pase el día en pijama. Ignoro a quién atribuir el mérito de la paciencia ni a quién culpar por las marchas y contramarchas que este simple acto conlleva, parece que en esos momentos el reloj se acelera porque cuando culminamos ha adelantado no menos de media hora.

Atravesamos la larga galería vidriada que lleva hasta el fondo del patio, llena de plantas expuestas al sol y estantes colmados con centenares de libros y retratos de personas que desconozco, allí me deja hasta el mediodía, o hasta que por alguna causa la llamo, observando las flores estacionales y cómo las sombras se desplazan sobre las paredes que limitan el terreno.

Detrás de mí suena el grave y monótono zumbido del calefactor, el lugar es agradable pero prefiero el verano, cuando vivo este momento al aire libre y puedo disfrutar del desordenado concierto de trinos que suena en la copa de los árboles.

La escucho, a veces, hablar por teléfono. Me irrita cuando dice palabras como “pobre”, con la que seguramente se refiere a mí; o “no sabe ni quién es” y otras expresiones que denotan lástima. Sin embargo no le digo nada. No quiero que se enoje ni se ofenda porque reconozco que se desvive por atenderme y que lo hace con verdadero amor.

Me dejo estar y no puedo evitar acordarme de ciertas personas cuyas existencias me conmovieron, cuyas vidas dejaron huellas profundas en mis pensamientos, como si yo hubiera sido ellos y me hubieran sucedido las vicisitudes que, por otra parte, los hicieron célebres.

“Alzheimer”, por Javier Córdoba.

Ocasionalmente pienso en Valjean, el pobre hombre que estuvo diecinueve años preso por robar un pan para alimentar a sus sobrinos abrumados por el hambre; o en Raskólnikov, víctima también de la pobreza que en un momento de locura mató a dos viejas usureras, en el tormento con que su propia conciencia lo castigó hasta que se sometió a la justicia humana; o en el desdichado Werther que, enamorado de una mujer comprometida, se suicidó y produjo una ola de suicidios entre jóvenes sensibles y románticos cuyos sentimientos no podían ser correspondidos.

En ocasiones pienso en el capitán Alatriste, en su compañero Iñigo; en Gregorio Samsa convertido en cucaracha, en Heathcliff y Catherine Earnshaw; en el eterno enamorado Florentino Ariza o en el sargento Tadeo Isidoro Cruz.

Y me digo que todos ellos son fruto de una imaginación ajena. Que en realidad no existieron nunca y debería preocuparme por tenerlos grabados en mi memoria cuando desconozco a quienes me sonríen desde las fotografías que abundan en la casa.

A las doce en punto ella me trae el almuerzo, un mejunje que nunca tiene gusto a nada, hervido y elaborado con ingredientes indescifrables, no me quejo porque sería una descortesía. Poco después, en esta misma mecedora, me dejo caer en las profundidades de ese estanque que es el sueño.

Me despierta a eso de las dieciséis. Siempre con lo mismo, té con leche y vainillas. Después gira la silla para dejarme de frente al televisor que deja funcionando y sintoniza en un canal de dibujos animados o en cualquier partido de fútbol, presente, pasado reciente o pasado lejano, no sabe nada de fútbol pero no importa, peor sería que ponga las noticias.

Otra vez me distraigo pero esta vez pienso en mí. Me pregunto en la memoria de quién seguiré presente y cómo seré recordado porque no he sido como sólo uno sino como todos los hombres, manipulador, agresivo, indefenso, ingenuo, misericordioso, conciliador, transité entre luces y entre tinieblas. Alguien me habrá condenado injustamente y alguien también me habrá absuelto inmerecidamente. Y alguien, mejor aún, me habrá olvidado.

Claro que sé quién soy. No le hablo de esto por temor a que me pregunte lo que no sabré responderle.

De pronto reconozco que lo que están retransmitiendo es la final del campeonato del mundo de 1978, aún están cero a cero por lo que espero el primer gol de Kempes y sabiendo que el empate sólo será transitorio y no hará más que exigir un tiempo suplementario cuando se produce no me entristece. Los otros dos goles, otra vez Kempes y Bertoni, los festejo como si los viera por primera vez. Ella se asoma, está hablando por el celular y con la mano desocupada me hace un gesto con el que me pregunta si todo está bien, le indico que sí y se va tranquila.

Un rato antes de la cena me alcanza los cuatro medicamentos que no tomo si no es simultáneamente y a las ocho comemos juntos, en la cocina, la misma cosa del mediodía pero a esta hora me sirve media copa de vino que es el exiguo placer que tengo permitido.

“Tomados de la mano”, por Aline Murdoch.

A las nueve ya estoy otra vez en cama después de luchar contra las prendas que debo sacarme y las que debo ponerme. Una hora después viene y se acuesta a mi lado, prende la tele que está sobre la cómoda, se coloca unos auriculares para no molestarme y me toma de la mano, con lo que me siento muy feliz, entonces me abandono a los absurdos ensueños en los que existe una evidente libre participación de personas y personajes, en la seguridad de estar protegido por ella y por Dios.

Estoy convencido de que en todas las conversaciones que sostuvo hoy, tanto por el fijo como por el móvil, no ha dejado de repetir que “el pobre no sabe ni quién es” o “lo asaltaron los años”.

Lo que me preocupa, lo que no sé, es otra cosa y no me atrevo a decírselo porque no quiero, como ya he dicho, que se enoje o se ofenda. Lo que ignoro… lo que no sé es quién es ella.