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Detrás de un vidrio

Cordelias – Fernando Saad – Capítulo 7

Estar en coma. Vivir en coma es una contradicción. ¿Cómo es posible estar vivo en otro plano? Como si la realidad no existiera, y el tiempo sigue pasando en un metrónomo que se sacude en dos extremos, vida y muerte, y él siente que si se queda del lado de la vida será un augurio del futuro. Un posible momento donde pueda entrar a una habitación común y desde allí tomarle la mano, y llamar a sus hijos y decirles que mamá está bien. Y poder imaginar esa sonrisa, y llorar juntos a la distancia, pensar en el momento en que vuelvan a casa, y Eugenio empiece a sentirse alejado de aquel deseo culposo, como si fuera una cosa posible.

Piensa en llamar por teléfono, pero no puede saber si finalmente será atendido por Bobby.

En casa no conocen su nombre. Nadie se detiene a decir Brenda, o tía. Los niños le dicen así, o Bob, y no hay nada más que decir. La hermana, los padres, y hasta ese tipo que antes era su marido le dicen Bobby. La de ojos celestes. La de cabellera iluminada y radiante, con rizos que se agolpan como la melena de un león. Juguemos a que nos querés cazar como si fuéramos gacelas, dicen los niños. Decían, antes. Y corren por el living diminuto, tirando almohadones y dejando a la tía Bobby atraparlos y gruñir, escapando mientras se le caen los vasos de la mesa y vuelcan el jugo y las tazas con chocolatada.
Te quiero, Bobby, dicen, y reciben esos chupones en sus pancitas blancas y unas mordiditas de una leona que mueve su cabeza y el rabo. A veces él la mira jugar, y todo parece ocurrir en una realidad diferente. Como si Mariana nunca hubiera existido, y Bobby fuera la mujer que habitaba esos espacios, esa cocina, living y ese cuarto. Se inclina sobre los niños, y los pantalones cargo, y una ropa interior etérea se trasluce, o deja ver las líneas de tiras llegar hasta la cintura. A veces él cree ser descubierto, y a veces recibe una mirada que devuelve la suya. Ella se acomoda la ropa y todo vuelve a su sitio. Bobby sabe mantenerse en su lugar. O sabía.

¿Por qué se siente así cuando lleva a los niños al hospital para ver a su madre? Lleva a los niños a constatar que allí, detrás de ese vidrio, y aunque conectada con cables a máquinas y sueros que se introducen en sus venas, hay una imagen que constata, que unifica el cuerpo vivo. La simplicidad de los niños, aunque nunca sea tal, crea en sus mentes una imagen de esperanza. Porque sospechan que en algún momento ese cuerpo ya no tenga esos cables, y pueda respirar el aire sin problemas. Y vuelva a preparar el desayuno sin problemas, y esas piernas se recuperen y consigan apretar los pedales del acelerador para llevarlos a la escuela.
Para ellos el camino siempre es la salida, y a pesar de sus lágrimas que sus abuelos intentan compensar con golosinas, aguardan un día a día donde la recuperación se vuelva más cercana.
Necesitan regresar a ese estado donde la madre los despierta cada mañana, y acuesta cada noche. Un abrazo que aquel padre no está dispuesto a entregar.

“En la bañera”, ilustración de Paula Livio.


A pesar de todo, Eugenio solo puede ver una parte de aquellas imágenes de realidad que lo rodean, y cumple el rito de la visita diaria como un enviado a la misión del momento, donde quienes se terminan llevando algo son los otros, y para él no hay nada de calma. Es lo inquieto aquello que sostiene las visitas, es la espera de un desahogo de la culpa por un extraño delito cometido.
Su rostro, desvanecido en los últimos días, es el de un asesino que asiste una y otra vez al velatorio de la víctima de sus armas impiadosas. Un asesino que se esconde con el disfraz que mejor le queda, el de ser quien cuida a esos dos niños que no permiten, en sus mentes, pensar una forma de ausencia. Esos niños testigos, que sostienen la esperanza por las decenas de minutos que contiene el tiempo del viaje hasta el hospital, la entrada, el momento de ser levantados, de a uno, para mirar por una pequeña ventanita hermética los restos de la mujer a la que le dijeron mamá.
Pero es por fuera donde aquel padre sabe vibrar de otro modo, y siente que salir de un espacio donde la mujer duerme, con silencio, es vivir en un silencio mayor. Sale del hospital para ingresar en otro plano, donde la mujer dormida le da tranquilidad, la calma de que nadie lo pueda juzgar como testigo y damnificado, y donde se siente libre de la mirada que lo vuelve un ser miserable. Cuando deja a los niños en la escuela siente la tentación de avanzar por ese camino conocido, estacionar entre los departamentos, y apagar todo el fuego que lleva por dentro. Algunos días lo hace, y llega con su auto, enciende un cigarrillo y la espera, sin animarse a tocar esa puerta, por miedo a encontrarse con el silencio.