Gabriel Rosales, 13-02-2022
Mi nombre es Gabriel Rosales, soy docente y trabajo en la Universidad Nacional de San Luis, en los profesorados de Letras y de Música Popular Latinoamericana, en la materia Sociología en la Educación. Además de ganarme la vida como docente, también leo mucho y escribo poesía. Tengo publicado un librito en coautoría, con Walter Olguín, “Prohibido el paso”, publicado en 2004, y una segunda obra, con Jorge Bustos, “La huella en ningún lado”. Al primero lo editamos con la editorial “Yugen”, y al segundo con “Revistas callejeras” y, con suerte, y viento a favor editaré mi primer libro en solitario, con la editorial “Perniciosa”.
Soy de La Carolina, nací en 1980, mi familia es de origen minera. Mi padre era policía de la provincia, falleció y vivía en Inti Huasi. Mi madre es de La Carolina, ama de casa, trabajadora doméstica. En el 87 nos mudamos a la ciudad de San Luis, porque en ese momento no había escuelas secundarias en el pueblo. Así que crecí en diferentes barrios populares. Primero en el San Martín, luego en el Elías Adre 222 viviendas. Tengo tres hermanos, nietos, y actualmente convivo con mi compañera, Mariela Villazón y tengo dos hijos: Manuel, y Pedrito. De mi familia fui el único que pudo culminar la escuela secundaria y terminar la universidad. En ese sentido, respeto a este origen, mi trayectoria me ha posibilitado ser un desclasado, esas raras excepciones por las que una persona de origen popular puede ascender socialmente, gracias al estudio y la suerte.
Tengo dos ámbitos donde se construyeron los recuerdos de mi niñez. Por un lado, el pueblo, no sólo durante la niñez sino también durante la adolescencia, porque todos los veranos volvía al pueblo. Tuve una niñez muy feliz, hecha de escapadas hacia el río, fútbol, subidas a los árboles, de jugar a la guerrita con amigos, o robando con picardía algunas manzanas o duraznos a los vecinos. Más de adolescente recuerdo ese paso hacia la adultez: la entrada a los bares, jugar a las cartas, tomar las primeras cervezas con los amigos, esas cosas que a uno lo marcan y lo hacen tan feliz.
El otro ámbito, es la niñez en el barrio, con muchas anécdotas en la zona noroeste de la ciudad, al lado del aeropuerto. Recuerdo de meternos en el campito del aeropuerto a hacer tropelías, hacer casas en los árboles, prender fuego, tirar piedras. También tengo un recuerdo muy bello que es bañarme en las calles inundadas del barrio. O cuando salíamos a robar chocolatines en los supermercados o alguna revista en un kiosco porque no tenía dinero para comprar y me gustaba leer. Fue una infancia con cierta pobreza, pero al mismo tiempo mucha alegría, donde no sobraba nada pero teníamos lo básico para subsistir. Épocas de barriletes, rayuelas, trompos, figuritas, etiquetas de cigarrillos que usábamos como dinero.
Hice la primaria en la Escuela Esteban Adaro y la secundaria en el Colegio Nacional. Cuando terminé mi idea era estudiar literatura pero en ese momento no había acá, y justo se habían cerrado los profesorados de Historia, así que terminé entrando en Ciencias de la Educación, sin saber mucho de qué se trataba. Ingresar a la universidad para mí significó un quiebre vital, me abrió horizontes no solo en la formación sino para conocer a compañeros y compañeras que abrieron un montón de sentidos. Realmente yo soy hijo de la universidad pública, y eso, de una manera profunda, me permitió darme a mí mismo una forma nueva, con expectativas, objetivos, ambiciones, e intereses nuevos.
Creo que la docencia tiene algo de poesía o creación por lo que uno pone en escena en el aula, y la poesía también tiene algo del orden del trabajo con la tradición y la lectura porque implica escarbar y recuperar tradiciones.
Además de la universidad, he trabajado como docente en algunas escuelas de nivel medio en la ciudad y en España, donde hice un posgrado por una beca. También con la militancia social porque durante años trabajé en una organización llamada “Casita cultural” con educación popular y talleres artísticos, y trabajos con los vecinos del noroeste.
Para mí una bisagra literaria fue en el 2004 cuando iba a las marchas docentes y me encontré con otros poetas con quienes ideamos un panfleto de poesía, que se llamaba “El turno de los ofendidos”, y lo repartíamos entre la gente. Ahí se armó una publicación muy interesante que después editamos en un libro que se llamó “La marcha”. En ese contexto conocí al poeta Juan Miguel Bustos. Él me dijo que le había gustado un texto mío. Ese encuentro fue muy importante porque creo que uno se asume como poeta cuando hay un tercero que lo nombra. Me conmovió y nos hicimos amigos. Después durante mucho tiempo no escribí porque mi recorrido como poeta ha sido discontinuo. Hay momentos donde me engancho más con la escritura, y otros donde el trabajo académico me demanda tiempo para pensar y escribir.