AMAZONA DE LA LIBERTAD
Por Agustina Bordigoni
Dicen que al visitarla, Simón Bolívar se fundió con ella en un profundo abrazo y después exclamó: “este país no debería llamarse Bolivia en mi homenaje, sino Padilla o Azurduy, porque son ellos los que lo hicieron libre”. Unos años antes Manuel Belgrano la nombró Teniente Coronel, bendijo su uniforme y le entregó su propio sable en honor a su lucha.
Reconocida por los próceres en vida, pero abandonada a su suerte por los mismos que la vieron pelear, Juana Azurduy es una de las revolucionarias olvidadas de la historia. Como suele suceder con muchas mujeres protagonistas, los libros le conceden un escaso lugar, aunque eso parece estar cambiando.
Flor del Alto Perú
La Hispanoamérica marginal, la que en tiempos coloniales estaba en segundo plano, solo comenzaría a florecer luego de 1780, señala Tulio Halperin Donghi en su libro “Historia Contemporánea de América Latina” (1969).
Es precisamente esa Hispanoamérica que despierta la que ve nacer a Juana Azurduy el 12 de julio de ese año. Fue entonces cuando empezó también la llamada Rebelión de Túpac Amaru II, un hombre descendiente de los incas que encabezó a partir de entonces una rebelión de indígenas y mestizos contra el dominio español. La rebelión sería duramente reprimida y duraría solo un año, hasta la muerte de su líder. Sin embargo, dejaría ya un importante precedente en lo que sería el inicio de los procesos independentistas de la región.
El floreciente Alto Perú había sido hasta entonces el núcleo económico del virreinato: “en torno a las minas se expande la agricultura altoperuana, en las zonas más abrigadas del altiplano (la más importante de las cuales es Cochabamba) y una actividad textil artesanal, ya sea doméstica, ya sea organizada en obrajes colectivos que utilizan el trabajo obligatorio de la población indígena. Al lado de las ciudades mineras surgen las comerciales: la más importante es La Paz, centro a la vez de una zona densamente poblada de indígenas, y abundante en latifundios y obrajes, que establece el vínculo entre Potosí y el Bajo Perú. El Alto Perú ha sido lo bastante rico como para crear una ciudad de puro consumo: Chuquisaca, donde hallan estancia más grata los más ricos mineros de Potosí y Oruro, es además sede de una Audiencia y de una Universidad”.
Juana Azurduy nace entonces en una zona hasta entonces próspera pero dependiente, una zona mayormente poblada mestizos e indígenas (de hecho, ella era hija de un terrateniente blanco y una mestiza), de los que aprende, además del castellano, los idiomas quichua y aymara.
Pero, desde la creación del Virreinato del Río de la Plata, con el que la autoridad imperial pretendía extender y conservar sus dominios, la situación comenzaría a cambiar y a profundizar una crisis que se haría más evidente (por la combinación de otros factores) a principios de siglo: “esa estructura relativamente compleja depende del todo de la minería, y sufre con su decadencia, agravada desde 1802 por la imposibilidad de obtener mercurio suficiente de la metrópoli. La minería consume buena parte de la mano de obra indígena, proporcionada por las tierras de comunidad y defendida por la Corona y los mineros contra las asechanzas de los propietarios blancos. Pero la condición de los indígenas agrupados en comunidad es acaso más dura que las de los que cultivan tierras de españoles: deben, además de ofrecer en algunos casos su cuota a la mita minera (que sólo desaparecerá en 1808), mantener a caciques, curas y corregidores”, señala Halperin Donghi.
Las ideas revolucionarias que venían desde Francia, la pérdida de poder de los españoles y la evidencia de que los lazos con la metrópoli perjudicaban la situación en las colonias, fueron el caldo de cultivo de los movimientos revolucionarios en los que Juana Azurduy decidió participar.
No hay capitana más valiente
Ser una mujer al frente de la pelea fue tal vez su acto de rebeldía más importante. Desde pequeña sintió la necesidad de desafiar y romper estereotipos de la época: “su familia la pensó monja y ella se pensó libre”, señala Felipe Pigna en su página El Historiador. Y es que Juana, luego de quedar huérfana, pasó un tiempo educándose en un convento, del que fue expulsada por su falta de disciplina.
En 1805 las ideas de la joven revolucionaria no solamente encontraron eco en la realidad de la colonia, sino también en quien desde entonces sería su esposo y compañero: Manuel Ascencio Padilla. Con él decidieron participar de la Revolución de Chuquisaca, que en 1809 destituyó al presidente de la Real Audiencia de Charcas, Ramón García de León y Pizarro.
Poco tiempo después triunfaba la revolución de 1810 en el actual territorio argentino, y en 1811 tanto Juana como su compañero se unirían al Ejército Auxiliar del Norte, para pasar, en 1812, a pelear bajo las órdenes de Manuel Belgrano.
Su voz, más allá de Jujuy
Ese mismo año, y ante la inminente llegada realista a Jujuy, Belgrano ordena una retirada general con destino hacia Tucumán, un hecho que se conoce como “el éxodo jujeño”. La idea era que, a la llegada del ejército español, los colonizadores se encontraran con un pueblo vacío: “ni casas, ni alimentos, ni animales de transporte, ni objetos de hierro, ni efectos mercantiles”, señala Pigna.
De ese éxodo participaron, ya unidos al ejército, Juana y Ascencio Padilla. Fueron ellos los que, junto a 10.000 milicianos, resistieron el acoso realista en la retaguardia.
Desde entonces, y al frente de más de 30 batallas, Juana rompió con la idea tradicional del papel de una mujer. Sin saberlo, claro, porque su verdadera intención era la de romper con la tradición colonial de ese momento.
Muy anterior a los cuentos en los que la figura femenina es salvada por un “príncipe azul”, Juana rompió una vez más con los estereotipos y salvó primero a su esposo: en 1814, en una operación relámpago, rescató a su marido secuestrado, que pudo escapar así de una muerte segura. Dos años después Juana fue salvada por Padilla, quien terminó muerto en la operación de rescate, el 14 de septiembre de 1816. “Logró salvarla pero murió en combate junto a una compañera. Los enemigos exhibieron la cabeza de los dos guerrilleros en una pica, pensando que la mujer era Juana. Pero ella, malherida y con un dolor en su corazón que la partía al medio, logró escapar jurando venganza y no descansar hasta ver derrotado al enemigo. Se puso al frente de la guerrilla y ahora podía vérsela vestida de negro, luchando sin tregua. El reconocimiento llegará de la mano de Belgrano, que nombró a la ‘Amazona Juana Azurduy’ Teniente Coronel de Milicias de los Decididos del Perú”, cuenta Felipe Pigna en su libro “Mujeres tenían que ser”.
Sin embargo, Juana, la mujer que tenía que ser, no se rindió: continuó combatiendo en el sur con Martín Miguel de Güemes, hasta la muerte del militar en 1821.
Con mujeres tendrán que pelear
Juana perdió todo en la batalla: a cuatro de sus cinco hijos, a su fiel compañero Manuel y todos sus bienes, que fueron confiscados por los realistas. En 1825 llegó a ver la independencia por la que había luchado, pero su vida personal estaba lejos del ideal. Completamente empobrecida, escribió una carta a las Juntas Provinciales: “Doña Juana Azurduy, coronada con el grado de Teniente Coronel por el Supremo Poder Ejecutivo Nacional, emigrada de las provincias de Charcas, me presento y digo: Que para concitar la compasión de V. H. y llamar vuestra atención sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer mi historia en el curso de la Revolución. (…) Solo el sagrado amor a la patria me ha hecho soportable la pérdida de un marido sobre cuya tumba había jurado vengar su muerte y seguir su ejemplo; mas el cielo que señala ya el término de los tiranos, mediante la invencible espada de V.E. quiso regresase a mi casa donde he encontrado disipados mis intereses y agotados todos los medios que pudieran proporcionar mi subsistencia; en fin rodeada de una numerosa familia y de una tierna hija que no tiene más patrimonio que mis lágrimas”.
Luego de volver a su tierra natal, olvidada y con una mísera pensión que le fue quitada en 1857, Juana murió en la extrema pobreza en 1862, poco antes de cumplir 82 años. Tan patriota fue el destino con ella, que su partida ocurrió un 25 de mayo. Pero los honores debieron esperar: sus restos fueron enterrados en una fosa común, y exhumados recién 100 años más tarde, para ser depositados en un mausoleo que se construyó en su homenaje en la ciudad de Sucre. En Argentina, una estatua de bronce, la más grande del país, homenajea a la libertadora desde 2015.
Juana Azurduy salvó, pero al final no fue salvada.
Como contestación a su desesperada carta, la historia se encargó de reivindicarla mucho tiempo después. Se trata, en definitiva, de un modo de recordarnos que la revolución “sigue oliendo a jazmín”.