En los días de marzo cuando el otoño comienza a anunciarse, la ciudad tiene en el aire la vibración del inicio de la actividad escolar, y suele traerme imágenes de la infancia lejana. Las vivencias de la escuela en la que iniciamos nuestros primeros pasos en el aprender son diferentes en cada uno de nosotros, pero en todos es un recuerdo imborrable que contiene memoria compartida.
Por esto pienso que mis recuerdos tendrán resonancia en la memoria de aquellos que al igual que yo, en la segunda mitad de la década de los años 50, cruzaban la puerta por donde la infancia comienza lentamente a escaparse.
En aquel tiempo estaba todavía arraigada la convicción de que la educación era un paso esencial para la vida ciudadana y el progreso personal. Por ello, los padres cualquiera fuera el estrato social al que pertenecieran, priorizaban como un valor la educación de sus hijos, y la escuela, con una educación que buscaba la excelencia, reunía en sus aulas a todos en forma igualitaria.
Mis primeros grados fueron en la escuela pública. Recuerdo los patios, el de ingreso de piedra laja, los interiores de mosaico rodeados de galerías, y los de tierra en los laterales del edificio de bella y noble construcción.
La escuela se llamaba entonces “Escuela Normal de Maestras Paula Domínguez de Bazán” y el título de Maestra Normal Nacional que otorgaba al concluir los estudios, era no solo una herramienta de trabajo, sino también un honor y motivo de respeto en la comunidad.
Sus aulas eran enormes, con grandes ventanales por los que entraba el aire, el sol, el viento, y en invierno el frío a raudales que no se mitigaba con nada.
El negro pizarrón se extendía sobre la pared y hacia él estaban dirigidos los antiguos bancos de madera, unidos unos con otros con soportes de hierro en filas paralelas.
La madera de sus asientos estaba gastada por el uso, y la rugosa del pupitre lucía lastimada por el grabado de nombres, fechas y rayas a lo que se agregaban imborrables manchas de tinta que venían de tiempos antiguos.
El salón de actos, de grandes dimensiones, poseía un escenario con un piano y lo enmarcaba un cortinado rojo. Allí se dictaban las clases de música, se llevaban a cabo los actos importantes y también este salón se prestaba para conciertos y otras actividades culturales que se realizaban en la ciudad.
Llegábamos, con pasitos cortos las más pequeñas, en alborotado bullicio las más grandes, pero todas con el delantal blanco almidonado e impecable con un moño azul en el cuello. En el bolsillo, el pañuelito limpio junto al vasito desplegable, los zapatos viejos o nuevos pero lustrados y el cabello recogido con la cinta blanca.
El inicio de las clases tenía la expectativa de saber quién sería la maestra. Las había de todas las edades, algunas irradiaban paz y afectuosidad, y otras eran temidas por ser muy severas y estrictas. Cada uno tendrá el recuerdo de su primera maestra, yo tengo el de la mía, que era bella y muy joven, con una sonrisa maternal que nos hacía sentir seguras, en ese mundo que se abría ante nosotras en primer grado. Era nuestra querida Señorita (la actual abreviatura Seño para nombrarla no existía) y todo lo que decía era para nosotras como un dogma de verdad que nadie podía contradecir.
Todos los días en la primera hora la maestra antes de iniciar la clase, pasaba por los bancos y revisaba manos y uñas que debían estar limpias. En los bancos mientras escuchabas una explicación, o habías terminado la tarea, se te pedía que estuvieras “en posición”, esto consistía en tener los brazos sobre el pupitre con las manos cruzadas.
Semanalmente la maestra, elegía una celadora y ¡qué importante te sentías cuando te elegían! Esto significaba tener autorización para ingresar al aula con anterioridad a la hora de clase, borrar el pizarrón, preparar las tizas, tomar del armario la caja de zapatos con agujeritos redondos en su tapa, en la que se guardaban los tinteros con el nombre de cada una, y que se colocaban en el orificio que a tal fin existía en cada banco. Ser celadora era algo importante y competíamos para serlo.
Los primeros días de clase, tenían el encanto de los útiles nuevos, la maleta de cuero, (no existían las mochilas y tampoco el nylon) y dentro de ella la cartuchera, las había de metal y de madera, de distintos modelos, la de dos pisos deslizables solía ser la más codiciada, los lápices de colores, la goma de borrar, el cuaderno San Martín de tapas duras forrado prolijamente con papel “ araña” de color azul , el cuaderno borrador Gloria tapas blandas, y a partir de tercer grado, la regla, la escuadra y el compás.
En Primero Superior comenzabas a escribir con tinta, para lo que se hacía indispensable el limpia plumas que generalmente te fabricaban en la casa con pequeños y redondos trozos de tela. Se comenzaba a escribir con lapiceras de pluma, gruesa al principio y fina después.
Más tarde aparecieron las lapiceras fuente y un tiempo después, la maravillosa “Tintenkuli”, toda una modernidad que permitía ver el nivel de la tinta cuando la cargabas. ¡Cuántos guardapolvos manchados en los accidentes de tinteros que se volcaban en este aprendizaje de escritura con pluma y tinta! Se lavaban y se quitaban las manchas en la casa a fuerza de jabón blanco y limón.
El libro de lectura era ansiado, pues contenía un universo maravilloso de lecturas, cuentos e imágenes que no tenía rival. No estaba entonces el mundo visual en movimiento que hoy tiene la niñez. Teníamos solo aquellas lecturas e historias que leíamos y las imágenes fijas que ayudaban a soñar e imaginar. Dos libros recuerdo especialmente: el de primer grado “Upa” y “Afán y Fe” de 4º grado, un libro con lecturas hermosas.
En la primera semana de clase esperábamos expectantes el libro de lectura, y cuando este llegaba a nuestras manos por lo general lo íbamos leyendo anticipado.
Semanalmente estaba la clase de lectura. Previamente la maestra indicaba una lectura a estudiar y en la clase se practicaba el leer en alta voz, cuidando la pronunciación de las palabras, las pausas en las comas y en los puntos, y luego se conversaba sobre lo leído para comprobar la comprensión del contenido. Como la escuela formaba maestras, en una etapa del año teníamos en el aula a las practicantes con sus clases, que a veces eran aburridas y deseábamos que terminaran para volver a la rutina con nuestra maestra.
En cuarto grado comenzábamos a estudiar con el manual como guía. Podías elegir entre el Manual del Alumno, el Manual Estrada y el Manual Kapeluz con diferentes diseños, pero todos con mucho contenido.
Las clases de geografía te introducían en el dibujo y calcado de los mapas, los países, las montañas y los ríos. Más adelante apareció la novedad del Simulcop que era algo casi mágico que te ayudaba a copiar no solo mapas, sino una gran cantidad de imágenes que se solicitaban para ilustrar tareas en el cuaderno.
En el programa de estudios, tal vez en la convicción existente en ese tiempo de que era imprescindible en una escuela que formaba a mujeres, había una materia que se llamaba “Labores”. En ella nos enseñaban a tomar la aguja y coser con diferentes tipos de puntos que teníamos que presentar en cuadraditos de tela para demostrar que los habíamos aprendido.
Todas teníamos una Libreta de Ahorro, allí la maestra pegaba las estampillas correspondientes al valor del dinero que nos daban en la casa para que fuéramos teniendo conciencia de la importancia de ahorrar.
En la clase de música aprendíamos las canciones que se cantaban en las efemérides y actos patrios. Se marcaba el respeto por los símbolos patrios y aprendíamos las canciones grabándolas de tal modo en la memoria que aún hoy viven en nosotros con su letra y melodía.
En la actualidad, al escucharlas suelen emocionarnos, tal vez porque ellas traen la remembranza del tiempo en que aprendíamos a amar a la Patria.
En ese mundo pequeño de la escuela, a veces se filtraba indefectiblemente el acontecer de la realidad que se vivía fuera de ella. Un recuerdo me quedó grabado de esto para siempre, y lo relato porque tal vez a otros pueda haberles ocurrido algo semejante. Cursaba Primero Superior y tenía 7 años cuando en el mes de setiembre de 1955 el país quedó conmocionado con el Golpe de Estado que arrasó con el gobierno nacional y provincial.
Pasado el hecho, concurrimos a la escuela como siempre, recuerdo haber ingresado al aula y que mis compañeras me miraban de reojo, se alejaban y no me dirigían la palabra porque yo provenía de un hogar cuyas ideas públicamente eran coincidentes con las del gobierno derrocado. Fui objeto de repudio, que no era otra cosa en esa edad que imitación de lo que mis compañeras veían o escuchaban en la casa. Como ocurre en la niñez, a los dos o tres días todo volvió a la normalidad, pero en mí quedó para siempre el recuerdo de la discriminación.
Estas cosas pasaron, pero la campana de la escuela siguió marcando con su tañido inconfundible los tiempos de estudio y de juego. Siempre fue lindo el recreo con sus juegos según las estaciones del año.
Cada estación tenía un juego que se practicaba mayoritariamente, estaba el tiempo del tejo, el de saltar a la soga, de la payana, de la pelota y tantos más.
Cuando pasé a quinto grado se produjo mi cambio de escuela. De la escuela pública pasé a una escuela privada recién creada que anunciaba una renovación educativa propia de la década del 60 que se iniciaba. Fue una escuela diferente, y hablar de ella no podría en el espacio con que aquí cuento. Allí enraizó mi vida con días felices desde el final de la primaria hasta concluir la secundaria.
La memoria guarda este tiempo en lo profundo y de vez en cuando, algo que vivimos en este presente trae recuerdos de infancia y de la escuela primera que llega con fragancia de libros nuevos, de goma de borrar y lápices de colores.
Cierto, yo tenía 6 años!!!y parece calcado a lo que viví en mi pueblo cordobés. Fue cruel la primaria, el frío, la rigidez de la mayoría de las maestras. En el caso de la que escribe, era de hogar peronista al producirse la fusiladora.en el mío comunistas!. Muuuuchos años después entendí por dónde pasaba la historia. Tuve que desprender y descolonizarme!
Una delicia, Leti! Tus relatos son fieles y cálidos. Otra vez llevamos guardapolvos blancos y llegamos a la escuela por primera vez con una mezcla de temor y emoción en el comienzo de una nueva etapa de nuestras vidas.
Hermoso Leti! Más precisamente no se podría describir ese tiempo y ese espacio. Cuántas emociones.
Cierto, yo tenía 6 años!!!y parece calcado a lo que viví en mi pueblo cordobés. Fue cruel la primaria, el frío, la rigidez de la mayoría de las maestras. En el caso de la que escribe, era de hogar peronista al producirse la fusiladora.en el mío comunistas!. Muuuuchos años después entendí por dónde pasaba la historia. Tuve que desprender y descolonizarme!
Una delicia, Leti! Tus relatos son fieles y cálidos. Otra vez llevamos guardapolvos blancos y llegamos a la escuela por primera vez con una mezcla de temor y emoción en el comienzo de una nueva etapa de nuestras vidas.