Navidades con chanfaina
Por Dana Bruno (*)
Hace años que no como chanfaina, mucho, mucho tiempo pasó desde que probé esta receta que mi abuela sabe preparar de una manera única por última vez. Cada Navidad, mientras Pablo, mi abuelo, y Germán, mi papá, asaban un chivo con leña prendida con keroseno, mi abuela Nilda cocinaba la chanfaina en una olla lo suficientemente grande para toda la familia. A lo lejos, el color grisáceo, opaco, retorcido, no invitaba al apetito; tampoco lo hacía el olor, que se clavaba en lo azulejos de la cocina y no los abandonaba sino hasta el día siguiente. Los ingredientes, las partes comúnmente desechadas del animal, crudas, eran repugnantes, pero todas juntas en la olla, con ajo, cebolla y, como no, con los ojos del chivo, formaban una masa amorfa deleitante. En la lengua podías sentir la textura de pedazos irreconocibles, cubos suaves, largas tiras viscosas, algo curvo casi redondo que, con suerte, sería el ojo y no el ajo entero.
Pocos la consumían durante la cena, solo los adultos, los hombres y mujeres que disfrutaban del brebaje, de esa sopa, y también una chica sentada en la mesa de los primitos, que se enorgullecía de ser la única capaz de comerla, pareciéndose más a los “grandes” que cualquiera de los otros niños. En uno de esos almuerzos, recuerdo haberle sonreído triunfante a mi abuelo cuando me tocó un ojo que sabía más dulce que un malvavisco, pero con su misma textura, para después enterarme que no se lo había servido a propósito para regalármelo
(*) Dana Bruno. Como todas las personas, no soy nada más que yo, y para relatarles mi “yo” empezaría por contarles de cada uno de los libros que acompañan las superficies de mi habitación, de las frases que destaco en ellos, de mis personajes favoritos. También hablaría de mis instrumentos, de sus cuerdas, de mi conjunto de notas preferidas. O, quizás, de los pelos de gato que acompañan mi ropa y no salen, aunque la lave y la cepille.