Reportajes

Cecilia Daract-27-02-2022

Soy Cecilia Daract, vine al mundo un 22 de noviembre de 1957, el día de Santa Cecilia, en el seno de una familia dedicada a la música. Como no podía ser de otra manera, me pusieron Cecilia y desde mi infancia escuché música.

El coro que dirigía mi abuelo Augusto Müller, el Orfeón Puntano, ensayaba por las noches en su casa. Yo escuchaba sus cantos, risas, bromas y disfrutaba de ese clima de alegría de los ensayos. Durante la tarde sonaban los tres pianos del conservatorio Beethoven, practicando las típicas melodías con las que se aprendía, por lo que cuando comencé a estudiar yo, había escuchado tantas veces lo que tenía que aprender que sacaba de oído y leía muy poco, causa de enojo para mi abuelo que era muy estricto y disciplinado.

Crecí en un mundo de casas de puertas abiertas, a las que constantemente llegaba gente para distintas actividades culturales, coros, clases de piano o grupos literarios con que se reunía mi abuela. También había reuniones para planear actividades culturales. Venían artistas de otras provincias y se alojaban en las casas. Así solía venir el pianista Miguel Ángel Estrella cuando era joven y se alojaba en casa o en lo de mis abuelos. Teníamos la posibilidad de compartir charlas, de escucharlo ensayar. Luego asistíamos al concierto con la alegría y la expectativa de haber participado de los preparativos. Al final venía el momento del festejo en alguna casa para disfrutar de cantos, charlas y bromas.

Desde muy chica fui solitaria y cuestionadora, y como no recibía las respuestas que buscaba, leía. Recuerdo las reuniones en casa después del almuerzo. Los que venían al café no tocaban timbre, pasaban y comenzaba la charla. Un habitué era Víctor Luco, un amigo de la infancia de papá que se había vuelto de Estado Unidos donde había estado muchos años trabajando como físico. Yo lo admiraba por su inteligencia y rebeldía.

Mi formación religiosa en el colegio Aleluya me llevaba a tratar de hablarle de religión cuando él era ateo. Siempre me decía cosas que me desconcertaban y quería leer para poder contestarle. Una vez me dijo si había leído el Análisis del Espíritu de Bertrand Russell, quedé muy impresionaba y se lo pedí a papá que lo tenía. Compré un cuaderno para anotar los significados que buscaba en el diccionario, pero tenía 15 años y me costaba mucho entender lo que decía. De todos modos sus charlas siempre me interpelaron para pensar. Cuando tuve que decidir qué estudiar, estaba confundida.

Me gustaba la filosofía, la literatura y también la ciencia.  Víctor me dijo un día que estudiar letras era un adorno, que estudiara algo serio, algo científico, pero finalmente me fui a Mendoza y estudié Letras. Mi primer día de clase en Mendoza fue interrumpido por el Proceso Militar y tuve que volverme a San Luis hasta que todo se calmara. La facultad se volvió dogmática y muchas lecturas estaban prohibidas. Pero siempre encontraba gente que me hablaba de otras ideas y me prestaba libros como El Hombre Unidimensional de H. Marcuse, que me hacían poner en tela de juicio todo lo que aprendía.

En los últimos años de mi carrera estaba muy enojada con la facultad y volví un tiempo a San Luis. Hice unos cursos de filosofía y epistemología en la Universidad con Violeta Guyot y con Roberto Follari que me volvieron a entusiasmar con la filosofía. Esta Universidad tenía un pensamiento mucho más abierto y crítico que Mendoza. Años después, me casé, tuve cuatro hijos y trabajé en la docencia secundaria. Luego di clases en el Instituto de Formación Docente en donde me jubilé. Actualmente sigo leyendo, escuchando música y buscando respuestas.