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Pacaraima: migrar al otro lado de los hitos entre Venezuela y Brasil

Algunos venezolanos salen del país porque no tienen otra alternativa. Por eso, al irse, tratan de mantenerse cerca de la casa que quedó, de los suyos, las costumbres, de la posibilidad de volver

Por Morelia Morillo *

(SEGUNDA PARTE)

Aunque Amarilis Belisario planificó, hace algunos meses, interiorizarse a otra ciudad, para seguir los pasos de su hija y de sus nietos, hoy siente alivio de no haberlo hecho. El padre de los niños no firmó los permisos de viaje. Pero el impedimento no la entristeció: “Más adentro, uno tiene que esperar un buen tiempo para volver”, se refiere al valor de los pasajes en un país de distancias continentales.

La condición migratoria tampoco es un obstáculo para dejar esta localidad fronteriza. Los migrantes venezolanos tienen la opción de establecerse en el interior del país con el permiso de ingreso y hacer luego la documentación requerida; hace un año esto no estaba permitido y tenían que esperar en Pacaraima por tiempo indefinido.

“Después de llegar a su destino, la persona puede pedir la cita para regularizarse o iniciar el papeleo en Pacaraima y terminarlo en el lugar a donde vaya. Debe ir a la Policía Federal, pedir una actualización de sus datos, puede llevar un contrato, un recibo de luz, un recibo de agua, una declaración de residencia de un tercero, si le está alquilando a alguien, no importa que esté o que no esté notariada para empezar su trámite”, aclara informalmente una funcionaria de la Operación Acogida.

Pero Crisaury y su familia forman parte de una comunidad que decide vivir cerca de Venezuela. Aunque en Pacaraima el empleo es escaso (solo 5,82% de la población tenía un empleo formal en 2021, según el IBGE y los servicios públicos son deficientes, valoran la seguridad y las oportunidades que les ofrece el país vecino.

Después de dos años de mudanzas, Crisaury y su familia consiguieron construir su casita. Foto: Morelia Morillo

Lejos de la violencia

Crisaury repite varias veces “yo aquí estoy cómoda, tranquila”.

Las razones por las que Crisaury, su esposo y sus tres hijos (dos niñas, de 15, 12 y un niño, de 10) salieron de su país son, con certeza, muy similares a los motivos de los más de 6.805.209 millones de venezolanos que huyeron en años recientes.

Salieron porque no conseguían ganarse la vida, porque no tenían qué comer, porque no podían ir al médico ni comprar medicinas sin pagar una fortuna, porque la violencia los sacó de sus casas a punta de cuchillo, de pistola o de amenazas o porque lo perdieron todo en un diluvio. Así se convirtieron en Personas con Necesidad de Protección Internacional (PNPI) como lo define Ligia Bolívar, investigadora de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y Defensora de Derechos Humanos.

Lo que en definitiva los sacó de su casa fue la violencia. Crisaury tiene vívido el recuerdo de un niño de 10 años, la misma edad que ahora tiene su hijo, que le pidió un cigarro; ella se negó a vendérselo. Pero él cruzó la calle, se lo compró a otra vendedora y lo fumó frente a ella. “Y fumaba así”, con los dedos de la mano simula el gesto que no olvida. “Y tú sabes que todos los niños copian a los demás y ahí yo dije ‘yo no quiero que mis hijos vean eso’”, repite idénticamente por segunda vez.

Luego, en su casa materna, vivieron un episodio de terror. “En la casa de mi mamá se metieron buscando a mi hermano y mi hermano estaba en Colombia y mi mamá decía: ‘Mi hijo no está aquí, que no sé qué’. ‘Mis muertos piden sangre’, decía el policía o sea que trabajaba con cosas de espiritismo. Cuando vi esa broma, y mi mamá me llamó desesperada, yo no hallaba qué hacer. Mi suegro dijo ‘hijo (al marido de Crisaury) váyase, no vaya a ser que te pase lo mismo, váyase, váyase’”.

En Pacaraima, repite varias veces, vive “cómoda, tranquila”. “Aquí no se pierde ni una aguja”, expresa sentada en el patio de su casa, sin cercas perimetrales, en donde seca la ropa al sol y su esposo estaciona la moto de placa venezolana.

“Desde que yo estoy aquí, gracias a Dios, nosotros no hemos tenido problemas con nadie, ni nos han robado. Estamos seguros pues. Y cualquier cosa, tú te vas para Venezuela”, dice Crisaury.

Los niños van a la escuela a pie, las niñas hacen parte del grupo coral Canarinhos da Amazonía, ya fueron a Brasilia, Belén, Manaos y Boa Vista. Van para Venezuela en septiembre, a Puerto Ordaz. Y el niño juega fútbol. En El Tigre, en cambio, vivían encerrados, por la falta de gasolina y la inseguridad.

Ella no ha conseguido un empleo fijo ni bien remunerado. Inicialmente vendía donas, después arepas, después empanadas. Fue voluntaria en Cáritas Brasil, durante tres años, pero no quedó fija. Ahora es voluntaria en el proyecto de Restablecimiento de Lazos Familiares de la Cruz Roja. Otra vez voluntaria.

Crisaury es bachiller, soñó con hacerse criminalista, se fue a Caracas, pero salió embarazada y regresó a El Tigre. Quiere ingresar de noche al sistema de educación para adultos, en el liceo en donde estudia su hija mayor y luego estudiar enfermería. Sabe inyectar, tomar una vía. Se formó como paramédica, pero no lo practica.

Durante la pandemia, recibió la bolsa de alimentos y el Auxilio de Emergencia, pagado por el Gobierno Federal Brasileño para las personas de menor renta. Con eso, la familia pagó la mitad del valor de la parcela de 12 por 30 metros en donde construyeron. La otra mitad la abonaron de a poco. También recibió la asistencia de la Agencia Adventista de Desarrollo y Recursos Asistenciales (ADRA). Pero ya no.

“No es mucho lo que uno gana, pero uno soluciona”, afirma.

Su esposo trabaja con el dueño de una ferretería. El empleador se encarga de conseguir los contratos de construcción y él de ejecutarlos. Trabaja de lunes a sábado y recibe un pago diario de 75 reales o $15. Como su ayudante, el marido de Amarilis recibe un pago de 60 reales o $12. Restauran, a pleno sol, la fachada de la Iglesia Católica. Hasta 2018, la “diaria”, el pago diario a destajo era, en esta frontera, de $20, cayó a $4 al tiempo que creció la cantidad de venezolanos desesperados por trabajar.

Amarilis y su familia alquilan una casa en Boa Vista, a 230 kilómetros de distancia. Pero, de momento, como su esposo consiguió trabajo en Pacaraima y viven en casa de Crisaury, donde contribuyen con la comida. Es su “itinerario de sobrevivencia”, en palabras de Marcia Oliveira en Dinâmicas migratórias na Amazônia contemporânea. (Manaos, 2014), un andar que podría llevarle años, de ir y venir, en esta región amazónica, hasta conseguir un lugar que le permita una dignidad mínima.

“Desde que yo estoy aquí, gracias a Dios, nosotros no hemos tenido problemas con nadie, ni nos han robado. Estamos seguros pues. Y cualquier cosa, tú te vas para Venezuela (…) Ya estoy más tranquila porque vi a mi mamá, mi mamá estuvo en diciembre, hicimos hallacas, mi esposo se enfermó y ella era quien lo cuidaba mientras yo me iba a trabajar. Mi mamá estuvo aquí desde finales de noviembre hasta marzo. Mi papá vino anteriormente, el año antepasado, en noviembre para mi cumpleaños, y se fue también en marzo. Luego vino mi hermana y apenas se fue a comienzos de agosto”, expresa Crisaury.

En la noche lluviosa, del último sábado de julio, las dos parejas, sus hijos, la hermana y la cuñada de Crisaury van al Micaraima, un carnaval fuera de época que se celebra en el municipio fronterizo, só forro, samba e caipirinha.

En su WhatsApp, la fotografía de Crisaury con su hermana menor deja ver el espíritu de la celebración. “Reencuentro, poniéndonos al día”, algo que ambas mujeres difícilmente podrían lograr si una de ellas migra a un lugar más lejano.

Saudade.

*Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.