Enredado
Ana Claudia Machado- San Luis
Necesitaba escribir. Alejarme de todas las distracciones y escribir. A mi editor poco le importaban los problemas familiares y mi paupérrima salud física y mental. Sofía entendió. Era una cuestión de trabajo. Si no entregaba la novela, cancelarían el contrato. Estábamos en bancarrota. Mis excesos y deslices dejaban muy poco margen de confianza. Hicimos un trato. Con los últimos ahorros rentaríamos un lugar alejado, sin contacto con nadie.
Debo reconocer que tengo un don para dar con lo que me hace mal. Sin teléfono, con suficiente comida como para pasar el tiempo necesario y volver a casa con el borrador. Sofía estaba dispuesta a eso, no vernos por un par de meses podría ser algo bueno.
Una amiga de Sofía nos prestó una casita en las afueras que estaba deshabitada hacía bastante tiempo. No nos cobraría nada a cambio de que me encargara de limpiarla y mantener a raya las plantas, ya que nadie había ido allí por años, no sé por qué cuestión. Me pareció bien. Serviría para mantenerme limpio. En cuanto a los momentos de desesperación y ansiedad, los utilizaría de estímulo o inspiración como ya era mi costumbre.
Aunque me habían pedido que hiciera lo posible de ir por lugares menos oscuros, de ser original. Con el adelanto, que dijeron que sería por última vez, compraríamos todo lo que necesario para poder sobrevivir un tiempo. A la regla número uno de no alcohol ni sustancias, se agregaba no teléfono ni Internet. Estaba entregado, ya no tenía más nada que perder. Bueno, sí. Podía perder a Sofía.
Hice los dos kilómetros desde el camino principal al acceso a la vivienda, solo. No quise que ella entrara. Estuvo de acuerdo. Hacerme un poco la víctima le agregaba puntos a mi escuálido crédito o al menos eso creí. La casa estaba perfectamente ordenada pero con polvo de largo tiempo y mucho olor a encierro.
El pasto estaba bastante alto, una enredadera apenas cubría la pared y algunos árboles daban la única contención en medio de tanta soledad. Es perfecto, pensé. Podía hacer un poco cada día. Lo urgente era limpiar, barrer y repasar los muebles. El trabajo más pesado lo dejaría para las horas de abstinencia. Debo reconocer que aquel entusiasmo no me permitió ver las primeras señales.
Apenas abrí la ventana y el aire nuevo pudo entrar a la estancia, una energía casi desconocida latió en mi cuerpo diezmado. Quise escribir. Mi corazón latió poderoso. Me pareció sentir un latido paralelo por fuera de mí, como que la casa latiera. Recuerdo haberme sonreído ante tal pensamiento.
Los días transcurrieron sorprendentemente productivos. Había distribuido mi tiempo para el pasto, limpiar el terreno y la casa. Mi alimentación era frugal y tomaba agua, eso me mantenía fuerte y liviano. Escribía por largas horas a tal punto que diseñé un cronograma para distribuir el tiempo y no dejar de hacer las tareas de mantenimiento, las que lejos de cansarme, me llenaban de vida.
Algo que comenzó a llamarme la atención fue que la enredadera crecía de manera inusual, así que me reservé un rato todos los días para recortarla. La luz que entraba por la ventana del escritorio era inmejorable, no quería perderla. Estaba feliz, así que a ese ritmo lograría cumplir, no sólo con mi objetivo, sino con, tal vez, la mejor novela que hubiera escrito. Decidí pensar que mi bienestar sostenido era producto del cambio de hábitos. Hasta que la curiosidad hizo que apoyara la oreja en la pared. Ese latido hipnótico no era mi imaginación. La casa latía.
Probé con escuchar en otras paredes y era lo mismo. Lejos de asustarme me pareció algo inquietante y hasta fantasmal, pero si esa vitalidad era compartida conmigo, nada me importaba. Cuántas cosas me metí que me daban una vitalidad pasajera y mentirosa, y sin embargo hasta aquí había llegado. Por un momento también pensé si no estaría alucinando. Pero bueno, si lo estaba, era fabuloso.
Las tareas del terreno estaban casi terminadas, sólo esa condenada enredadera que crecía y crecía. Era muy hermosa. Verde brillante y sensual, ya no dejaba ver ninguna pared, sólo las puertas y ventanas como ojos y bocas que me ocupaba en dejar liberadas. Sin tanto matorral alrededor, algunos ratones de campo se dejaron ver. Eran mi única compañía. De vez en cuando alguno se colaba por no sé qué hueco a la casa y bordeaba la línea del comedor. Son herbívoros, pensé, nada por lo que preocuparse.
Comencé a escribir más y más. En mi escrito, la noche neoyorquina contrastaba con la tarde bucólica y solitaria que sostenía mi creatividad. Cocinaba cantidades más grandes y la separaba en porciones para evitar tener que preparar todos los días. Así terminaría más pronto y podría volver a casa.
Una mañana creí haberme dormido. La habitación estaba casi a oscuras. Era la enredadera que tapaba la ventana casi en su totalidad. Parecía que cuánto más la cortaba más crecía. Recorté la planta sobre los bordes de las aberturas y me dispuse a escribir, el final de mi texto era inminente. Eso me generaba una adrenalina exquisita. Recuerdo haberme traído unas galletas al escritorio para no moverme de lugar y no perder tiempo en ir a la cocina.
El latido de la casa se acompasó al mío. Éramos un solo sonido, un solo tambor. El tiempo desapareció. Un ratón de campo se acercó a menos de dos metros, le tiré unas migajas y caminó desconfiado hacia ellas. En el piso de largas tablas viejas, se abrió una boca oscura de la que salieron decenas de largas enredaderas que devoraron al ratón ante mis ojos. El latido o los latidos bombearon más fuerte.
Quise levantarme pero otras ramas ya me ataban las piernas a las patas de la silla. Tuve un instante de terror espeluznante a la vez que la más perfecta sensación de vitalidad, similar a estados alterados que ya conocía pero sublimemente superior.
Mi corazón supo que al texto le faltaban sólo unas líneas para cerrarlo. Escribí a contratiempo de una planta demencial que subía por los muebles y por mi cuerpo y ocultaba la poca claridad que había. La enredadera tapó el último rayo de luz. Un pánico vital me ganó el cuerpo al punto que supe que la novela estaba terminada. Ojalá Sofía pueda encontrarla.
Muchas gracias La Opinión San Luis, por publicar los relatos por separado
Felicitaciones Ana, hermoso relato.