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Emily Brontë: prolífica y fugaz

La Opinión

Emily Jane Brontë vivió poco más de 30 años, pero los suficientes para dejar un gran legado literario. Nació el 30 de julio de 1818 en Thornton, Reino Unido, y murió el 19 de diciembre de 1848, Haworth.

La novela que le dio celebridad, “Cumbres borrascosas”, se publicó un año antes de su muerte, en 1847, y es considerada una de las mejores narraciones en lengua inglesa y la obra maestra de la narrativa romántica victoriana.

Una infancia solitaria

Emily Brontë era la tercera hija de un párroco anglicano de origen irlandés, hombre excéntrico y cerrado. En 1821 murió la madre, y la tuberculosis no tardó en llevarse a las dos hermanas mayores. Las otras, confiadas a los ásperos cuidados de una tía materna, vivieron años solitarios entre la salvaje y desolada vegetación del país; el espíritu de la pequeña Emily comenzó a descubrir, en el silencio y en las voces de aquella naturaleza, místicas y sobrenaturales correspondencias; a percibir, en los grises acontecimientos de sus días, vibraciones metafísicas y demoníacas, y a experimentar, en el verdadero corazón de la soledad y la melancolía, mudos éxtasis de alegría silvestre.

Emily compartía la pasión por la poesía y la lectura con sus dos hermanas: Charlotte y Anne. Todavía adolescentes, las hermanas Brontë escribían versos y relatos fantásticos (el ciclo narrativo Legends of Angria). En 1842, decididas a ganarse la vida con la enseñanza, Charlotte y Emily marcharon a estudiar francés a Bruselas; fue ésta una época de amargo destierro para Emily, torturada por la nostalgia de su agreste país.

Vuelta a Haworth, la parroquia donde su hermano Branwell, embrutecido por el abuso de alcohol y opio, se entregaba a terribles accesos de cólera, Emily escribió poesías; sus versos, confesiones líricas de su alma ingenua y tenaz, fueron publicados en 1846, gracias al interés de Charlotte Brontë, en una colección de poemas de las tres hermanas: Poesías de Curre, Ellis y Acton Bell; sólo dos ejemplares de esta obra se vendieron.

Su vida y su obra

Los poemas de Emily Brontë muestran una profunda vitalidad que, privada de las circunstancias de toda posibilidad de expansión, se orienta con ardor hacia el espíritu, alimentándose de sí misma, en su capacidad de multiplicar las resonancias de todo hecho por pequeño que sea y de amar a la naturaleza aun en el aspecto triste y salvaje de la región donde pasó lo mejor de sus años. Son especialmente celebrados sus poemas “Remembranza” (sin duda la más bella poesía del conjunto), “Una escena de muerte” y “Mi ánimo no es vil”.

No resultó más afortunada la publicación, el año siguiente, de la gran novela de Emily, Cumbres borrascosas, posiblemente la expresión más genuina, profunda y contenida del alma romántica inglesa. La historia de pasión ciega y necrófila que protagonizan la joven Catherine Earnshaw y el huérfano Heathcliff y que lleva a su destrucción y a la de sus hijos o herederos, ha concitado una justificada veneración, tanto por sus juegos de contrastes físicos y topográficos como por su estilo vigoroso, clásico, de frase extraordinariamente sonora. También por la complejísima construcción de voces y de tiempos, que va refractando los hechos narrados hasta convertirlos en fragmentos oscuros u oníricos. La excelente versión cinematográfica de William Wyler (1939), protagonizada por Laurence Olivier y Merle Oberon, contribuyó a mantener su popularidad.

En 1848 su hermano Branwell, víctima de “delirium tremens”, precedió por algunos meses en la muerte a las hermanas Anne y Emily. Esta última se extinguió rápidamente a través de dolores soportados con duro estoicismo, y sólo dos horas antes de morir, luego de haberse levantado y vestido penosamente, permitió que fuera llamado un médico.

Cumbres borrascosas (fragmento)

“Ahora, a la claridad de las llamas, yo podía distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas había salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y poseía la más linda carita que yo hubiera contemplado jamás. Tenía las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pendían sobre su delicada garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresión agradable.

Por fortuna para mi susceptible corazón, el único sentimiento que expresaban vacilaba entre el desprecio y una especie de desesperación que no era natural descubrir en tales ojos.

Los botes estaban casi fuera de su alcance, hice ademán de ayudarla y se volvió hacia mí como un avaro se hubiera vuelto hacia alguien que hubiera intentado ayudarle a contar su dinero:

—No necesito su ayuda —saltó—, los puedo coger sola.

—Usted perdone —me apresuré a contestar.

—¿Está usted invitado al té? —preguntó, atándose un delantal sobre su pulcro vestido negro y sosteniendo una cucharada de hojas sobre la tetera.