Expresiones de la Aldea, La Aldea y el Mundo

Mateo 25

Rodrigo Mariano Núñez

“¿Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y que no fue, la venturosa o la de triste horror, esa otra cosa que pudo ser la espada o el escudo y que no fue?”
Jorge Luis Borges

Aquella mañana, no bien despertó, recordó que había soñado. Corría por un largo pasillo que daba hacia una escalera descendente protegida por barandas de madera torneadas y lustradas. En la planta inferior podía verse la puerta de entrada abierta y, desde el exterior, una luz brillante focalizaba su atención. Ella corría, pero no sabía por qué lo hacía. Avanzó por el pasillo y, cuando se disponía a bajar las escaleras para alcanzar la puerta de salida, algo la detuvo de un tirón. Notó que el bolso que colgaba de uno de sus hombros se había enganchado a una de las barandas. Intentó, en vano, destrabarlo, usó todas sus fuerzas, pero no lo lograba. Deseaba salir lo más rápido posible, llegar hasta el brillo que proponía la luz del otro lado de la puerta: no podía. Pero ese sueño fue lo único que pudo recordar.

Por unos instantes permaneció recostada en la cama intentando descifrar qué significado tendría aquel sueño que le pareció muy real, a tal punto que le latía fuerte el corazón, como si en verdad hubiera corrido. Sintió los pies fríos, miró a su alrededor y, a pesar de que la habitación estaba en penumbras, le resultó ajena. Aún acostada sintió un olor intenso, revulsivo. Decidió levantarse. Notó ―y fue algo que percibió por primera vez― que las piernas le pesaban y las rodillas le dolían, demasiado. A un costado de la cama, pegado a la ventana que permanecía cerrada, un pequeño sillón tapizado en tonos de beige tenía apoyada ropa de mujer sobre el respaldo. Se trataba de prendas que, sin duda, usaría una chica joven. Tan pronto como las tomó en sus manos, volvió a dejarlas en el mismo lugar. El olor que tanto rechazaba aumentaba a medida que se acercaba al sillón. Estaba helada, necesitaba encontrar algo que la abrigara.

Tomó la manta que cubría la cama, la apoyó sobre sus hombros y, de inmediato, sintió alivio. Se detuvo en el espejo del ropero. No se reconocía en la imagen que reflejaba. Estaba de pie frente a una mujer vieja, arrugada, vencida. Sus ojos apenas podían distinguirse entre las grandes bolsas que le caían desde los párpados. Eran mucho más oscuras que el resto de la piel, como si la hubieran golpeado ahí una y otra vez.

El cabello, completamente gris, era largo pero escaso, imperfecto, despeinado. Se preguntó qué hacía en esa casa, por qué se veía deteriorada, por qué no podía recordar. Pensó que todavía podría estar en el sueño que la había despertado o, tal vez, que una amnesia repentina le había borrado cualquier recuerdo lejano o reciente porque ni siquiera podía recordar qué había hecho antes de acostarse en la cama en la que había soñado.

Decidió recorrer la casa. No le costó demasiado porque era pequeña. La habitación daba a un pasillo angosto y oscuro (la oscuridad sería una cualidad de todos los ambientes que iría a recorrer). Hacia un costado, vio un cuarto pequeño atiborrado de cajas cerradas. Ocupaban todo el ambiente, apiladas con poco cuidado y cubiertas de polvo. Frente a la habitación había un baño demasiado chico cubierto de azulejos rosas que trepaban hasta el cielorraso.

La luz del día se escurría a través de una claraboya que alguien se había encargado de proteger con un par de hierros cruzados pintados de un amarillo deslucido. Imaginó que los baños de las prisiones no serían muy diferentes al que tenía ahora frente a ella. La casa terminaba en una cocina-comedor sin ventanas que le permitía hacer entrar un poco de aire. Algunos aparadores pintados de un verde claro guardaban ollas, platos y cubiertos. Una mesa de pino rectangular era rodeada por cuatro sillas con almohadones de tela azul.

Volvió sobre sus pasos. El living se ubicaba al frente. La puerta de entrada se parecía a la del sueño, pero en este caso estaba cerrada. A un costado, una gran ventana, también cerrada, era cubierta por cortinas de voile blancas. En una de las paredes, un mural ocupaba el centro. Era el retrato de una niña de grandes ojos verdes vidriosos, como si hubiera estado llorando. Parecía que tenía la cara sucia, pero cuando se acercó advirtió que podría tratarse del deterioro que los años hicieron con el cuadro. Usaba un sombrero grande, incluso desproporcionado para su cabeza pequeña, y un saco que no lograba descifrar si era de color gris o un marrón desgastado. Se la veía triste con la mirada hacia el frente y con un gesto que daba la impresión de querer decir algo que no se atrevía a contar. Imaginó que esa niña provenía de un pequeño pueblo de un lejano país extranjero, pero tampoco estaba segura de eso. Se cercioró de que nadie más ocupaba la casa, al menos en ese momento. A esa altura la había recorrido por completo.

La frazada que se había puesto para taparse no impedía que el frío penetrara por los pies. En un rincón del living, una salamandra daba indicios de haber sido usada no muchas horas antes. Al costado sobresalían troncos, ramas y piñas de una canasta de mimbre.

Podía ver que habían quedado restos de ceniza y trozos de madera en el piso de mosaico rojo. Aprovechó las últimas brasas que aún sobrevivían en el interior de la salamandra y puso las pequeñas ramas que había encontrado para avivar el fuego. Cuando vio que las ramas estaban prendidas, tomó algunos de los troncos y los apiló con cuidado por encima del fuego. Sintió un fuerte mareo. Decidió sentarse a descansar, pero sobre todo a esperar.

“Anciana solitaria”, ilustración de Mehul Mathew.

Debía esperar hasta que su cabeza se aclarara un poco y pudiera descubrir quién era, qué había hecho de su vida, dónde estaba, con quiénes vivía, a quiénes conocía. Sobre una de las cajas, una pila de papeles llamó su atención. Pensó que en ocasiones las respuestas se obtienen de las cosas menos esperadas. Se trataba de dos ejemplares de la revista Billiken que tenían algunas de sus hojas recortadas.

El resto de los papeles eran de tamaño oficio y estaban en blanco. Cuando corrió esa pila, vio un libro caído entre la caja y el zócalo de la pared. Con las puntas de la frazada descartó el polvo y las telarañas. La tapa era blanca en su parte superior y roja en la inferior. Supo, de inmediato, que se trataba del Nuevo Testamento, “El Libro de la Nueva Alianza”. Revisó sus hojas amarillentas y sintió un fuerte olor a humedad. Un papel doblado que hacía las veces de señalador marcaba la página ochenta y dos. Con un marcador verde alguien había hecho un círculo en el capítulo veinticinco. “La parábola de los talentos”. El texto comenzaba así: “El Reino de los Cielos es también como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes: A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y uno solo al tercero, a cada uno según su capacidad y después partió”.

Siguió leyendo y pudo ver que aquel que había recibido los cinco talentos le entregó, a su vuelta, otros cinco, mientras que el que recibió dos, devolvió otros dos. A quien le había confiado un talento, decidió enterrarlo y solo le devolvió el mismo que había recibido. El final del texto había sido subrayado en marcador rojo: “Echen afuera, a las tinieblas, a este servidor inútil, allí habrá llanto y rechinar de dientes”. Cerró el libro de un golpe y el señalador improvisado cayó al piso. Ella se reclinó sobre el sillón y se quedó pensando en esa frase porque le resultaba familiar. Pensaba que ya la había escuchado o leído antes. Levantó el papel que se había caído. Estaba doblado a la mitad. De uno de sus lados, estaba manuscrito y pudo darse cuenta de que se trataba de una carta. La letra era prolija y se notaba que cada palabra había sido escrita con mucho cuidado. Pudo reconocer la letra de inmediato:

“Chinita de mi corazón: Llegaste a los quince años. Y pensar que fue ayer que te puse el conjuntito que tu abuela había tejido cuando naciste. No sabíamos si ibas a ser varón o nena, por eso escogió el blanco. Te quedaba hermoso, a tu medida, como si te hubiera conocido de antemano. Y hoy estás más hermosa aun. Sos toda una mujer.

Sé que viviste algunas situaciones feas, pero por suerte el tío Tino ya no va a regresar a esta casa. Podés quedarte tranquila. La tía Alicia se lo sugirió y cada vez que venga de visita, va a parar en su casa. Tu tía es una persona grande y sabe cómo manejarlo. Menos mal que tu padre no se enteró. Hubiera sido algo terrible y creo que no lo podría afrontar. No sería capaz de mirarte con los mismos ojos. Afortunadamente todo está resuelto y hoy es día de festejo. Querida Chinita, tenés muchas virtudes que Dios te concedió. Sos linda, inteligente, amable y pronto vas a recuperar esa sonrisa tan contagiosa que todos conocemos. Recordá la Parábola de los Talentos que te he leído en más de una oportunidad. Cuando Dios nos da la gracia de tener muchas virtudes, debemos responder devolviéndole el doble.  Él nos va a pedir que rindamos cuentas el día del juicio final. El Señor te bendiga y proteja. Mamá, 8 de septiembre de 1975”.

Dobló la carta a la mitad, tal como la había encontrado. Con sus manos cansadas, la cortó en varios pedazos y los arrojó a la salamandra. Tomó el libro. Arrancó la página ochenta y dos, hizo un bollo y también la arrojó al fuego. Continuó con el resto de las hojas hasta que no quedaran rastros. Tapó su rostro con las manos y permaneció sentada por un largo rato. Finalmente se incorporó. Fue al baño y se lavó la cara muchas veces. Emprolijó, como pudo, sus cabellos finos. Abrió la ventana del dormitorio y cubrió con la manta el sillón con el intenso olor repugnante. Se vistió con lo que pudo encontrar en el ropero. Un jean y una camisa blanca fueron suficientes. Llegó a la entrada y abrió la puerta. La luz, al otro lado, era intensa.