Relato mínimo que recuerda el inicio de la defensa de la dignidad humana en América
Por Leticia del Carmen Maqueda
En el mes de octubre de 1492 los hombres que habían navegado desde España hacían pie en tierras americanas. Con las maderas de la nave Santa María que había encallado, construyeron el fuerte al que llamaron en diciembre La Navidad. A la tierra que habían arribado, los nativos la nombraban Bohío o Bareque (según algunas fuentes). Colón la rebautizó con el nombre de La Española y más adelante la isla sería conocida como la isla de Santo Domingo. Los habitantes del lugar los verdaderos dueños de la tierra siguieron en su lengua llamándola con el nombre que para ellos tenía sentido y les daba identidad.
Muchos tienen hoy como destino turístico esta isla y disfrutan de sus maravillosas playas en Punta Cana. Allí, los hoteles 5 estrellas colmados de todo confort retienen a los visitantes que simplemente disfrutan de las playas, del sol, de la belleza de ese mar transparente y calmo. Pocos salen del paraíso para visitar Santo Domingo, el lugar en donde están los rastros de ese tiempo histórico primero cargado de luces y de sombras, tiempo en el que con dolor tuvo lugar andando los siglos la configuración de la cultura mestiza que hoy perfila el rostro americano. En el momento inicial los mansos nativos reaccionaron a la ocupación del territorio, pero el poder del más fuerte se impuso y los que habían sido los dueños de la tierra fueron sometidos a duros trabajos bajo el régimen de Encomienda. Solo las Órdenes Religiosas, Franciscanos, Dominicos y Agustinos, dieron un trato humano a los nativos y hablaron por ellos. Fue así que Antonio de Montesinos fraile dominico, en 1511 levantó la voz el 4° domingo de Adviento cuando en la celebración de la misa y en presencia de los encomenderos y autoridades lanzó un duro sermón en defensa de los aborígenes:
“Decid ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertos y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan presos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y Criador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y los domingos? Estos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tan profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado en que estáis, no os podéis más salvar, que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo”.
La bandera de la defensa de la dignidad y de la condición humana de los habitantes de esta tierra americana estaba levantada y detrás de él la seguiría sosteniendo otro dominico que hizo oír su voz: Fray Bartolomé de las Casas.
Sus palabras no se fueron al viento ya que, gracias a ellas, y las denuncias realizadas nacieron las Leyes de Burgos, un extraordinario cuerpo de Leyes en defensa de la situación de aborígenes y que es considerado como el primer cuerpo de leyes en defensa de los Derechos Humanos.
De cómo y cuánto estas leyes se cumplieron en América es otra historia larga de encuentros y desencuentros. Este relato mínimo solo busca recordar a Montesinos y rescatar la bandera que el levantó en Siglo XVI en defensa de la condición humana de los nativos y de la dignidad de hijos de Dios que estos poseían y de donde se derivan los derechos humanos de los habitantes de nuestra América.