EL INSTANTE EN QUE ESTÁS VIVO
Por Raquel Weinstock
Si fuera posible comprender y a la vez convencer al resto, que lo único que tenemos es este exacto momento que podemos disfrutar, quizá seríamos o viviríamos diferente, con una pasión inédita, sin permitir que nada ni nadie nos culpe o nos avasalle. Seríamos genuinos y libres.
Y me pregunto por qué es posible convencer a la gente sobre un dogma y tan difícil llevarlo lejos del rebaño y cerca de la vida, sin la marginación que provoca la compulsión por tener.
Y el ser agoniza, envejecido de antemano.
Pero hay que cambiar la heladera, el televisor, el lavarropas, el auto o la moto, el celular, parecer jóvenes sin sentirnos viejos. Acumular poder sin podernos por dentro, sin entregarnos al otro, grandiosos y miserables como somos, pero darnos hasta quedar exangües.
Por qué acelerar el día sin vivirlo, sin compartirlo, sin bolsas en las manos, a cambio de una mano que acompaña y enternece, o a solas dignamente, buscando que amanezca y asombrarnos con una puesta de sol.
Y dar la caricia que reclama el perro de la calle, al niño, al viejo dolorosamente solo sentado en un banco de la plaza, mirando hacia la nada, ese mismo viejo que, en algún momento, cambió la heladera, el televisor y el resto para alguien.
Y hoy está solo.
Nada ni nadie lo espera.
Quizá solo un funeral, rápido.
Casi sin lágrimas, ni dolor.
Olvidado.
Apresurados solo para entrar, como buitres, a saquear la tristeza de algún mueble de valor y arrugar sin leer sus papeles, su historia verdadera.
El mismo que se adhirió a dogmas sin disfrutarse, sin permitirse ser el momento de la vida, tan breve o tan eterna, sin pensar que un día sólo sería el inquilino de un banco de la plaza, observando cómo la gente acelera el día, hacia la nada.
El inquilino, que mete su mano en su saco raído, y le tira migajas de pan a las palomas. Que sólo es dueño de ese banco decorado de estiércol de las palomas.