QUEDARSE EN LA CAVERNA
Gabriela Pereyra
La peste apesta. Lo soportable se vuelve insoportable. Seres sitiados no encuentran su lugar. El silencio sacude otros ruidos. La distancia se vuelve una palabra que nos sentencia en fases.
Sin tener fecha de juicio, y sin conocer exactamente la acusación, no obstante, ya tenemos veredicto: tu libertad, será condicionada.
El tiempo se desdibuja dentro del tiempo conocido y hay que reescribirse para aferrarse a ese nuevo garabato que nos dé seguridad de que nuestra esencia sigue allí y aún nos reconocemos, y aún nos reconoce.
Las pantallas mostraron lo luctuoso de este momento. Asistimos a ese horror con asombro al principio, con terror otras veces, y hoy, cuando el año está por terminar, pasamos por las cifras de los que no están como un dato más. Nos acostumbraron, nos acostumbramos.
Hurgamos con las manos, los gestos, el vocablo y la memoria en los hechos cotidianos que se derrumbaron con la ausencia de lo que se había impuesto como “normalidad”, cada cosa que nos alejaba de ese transcurrir conocido parecía arrojarnos a un vacío, que, aunque no era tal, así permitimos que fuera vivenciado.
Aquello que volvió a la humanidad irritable seguramente sea difícil de rastrear y determinar con exactitud, pero los siglos y sus épocas dan cuenta de que esa característica fue perfeccionada. Por ello, una crisis como la que transcurre hoy solo pone las violencias en la vidriera de la pausa impuesta y de la pausa concedida. ¿Esto somos? La nueva peste apesta, pero esto no es un emergente, ya convivía con nosotros como pandemia silenciosa y silenciada.
Volvimos a la caverna a resguardarnos, como antes, pero distintos. Sin embargo, descubrimos que el refugio ya no alcanzaba para eso.
Sentirse a salvo no era posible solo por estar encerrados. Porque quien más o quien menos había descubierto que ya no se trataba de acumular cosas, alimentos, cuidar las crías o crear algo de arte en “los muros” de cada caverna, haber visto la luz más allá de las sombras no tendría retorno. Y por eso lo incómodo, por eso lo inquieto, por eso los nuevos malestares.
Esto es un tragedia común y compartida, y pese a ello lo individual sigue primando. No se sale de esto con gestos lastimados ni gestos lastimosos. Se sale de esto para ser mejores, para un todo colectivo.
Habrá que aprender que la cita no puede darse en los extremos y que no por eso tibieza debe ser una mala palabra o una palabra bastardeada que impide los encuentros cercanos de verdad.
Malversar los momentos debiera ser penado después de todo lo acontecido, pero no penado por otros, sino por uno mismo. Eso haría la diferencia.
Ser parte de los “nuevos normales” parece la emergencia de moda, insistentemente, presurosos por encajar, vamos a atascarnos otra vez si no lo entendemos. Eso es lo imperioso de sanar en la madeja que va a tejer un nuevo tiempo, si lo hubiese.
Desatender al otro ya no sería posible si todo lo ocurrido ayer y hoy hubiese servido de algo. No es la idea vender la pena como nueva mercancía, sino la empatía como moneda universal y acumulable contra la indiferencia.
Hoy me encontré diciendo: ojalá me contagie así ya paso por esto, y en el mismo instante comprendí que lo fáctico de la enfermedad nada tiene que ver con la discusión de nuestra fragilidad ni con la fortaleza de superarla. El hartazgo está permitido, pero contagiarse no solucionará lo importante.
Por los seres desgraciados, los que no eligen, los sin refugios y los aprisionados, los olvidados, los que olvidan y los que no pueden olvidar.
Por los culposos y los culpables, los que agrietan y están agrietados, los que les temen a las sombras, los que rehúyen de los espejos y los que quedan atrapados en ellos, los que ven en todo un posible abismo y ante la duda se paralizan.
Por los miserables que intentan corromper para dividir las cargas. Por toda esa humanidad y tantas otras, es que seguiremos en la inefable intemperie, aunque la recomendación sea una y otra vez: quedarse en la caverna.
Habrá que elegir qué clase de narradores vamos a ser cuando esto pase.
El horror también necesita ser narrado, pero cuánto más lo necesita la denuncia constructiva, la que escapa a la niebla discursiva de conformarse con lo que estaba mal y lo sigue estando.
La esperanza también necesitará ser narrada porque nos la merecemos, porque la necesitamos.

Nosotros, animales sociales, buscamos la salida a todo encierro. Celebro el deseo de la nota ….quizás seamos mejores después de la peste…. Sin embargo, el furor por llenar las vidrieras de ojos, la vida teniendo precio de compra y no de venta….y una vez más, las voces deseantes de espejitos multicolores, de celebraciones vacías de sentimientos o llenas de animales en manada. Vale el recuerdo de Nietzsche en su postulado «preferimos querer la nada…a no querer»….
Admirable. Me puso delante de mi todo lo que trajo esta pandemia. Con la claridad de la belleza. Felicitaciones Gabriela.