LA SALA DE FITNESS
Gregorio Garrido es médico especialista en medicina preventiva y salud pública, trabajó como como coordinador médico del hotel medicalizado Ayre Colón en Madrid, España, durante la primera ola de la pandemia. Hoy se encuentran viviendo la segunda ola. En su momento consideró valioso plasmar en un relato lo que se vivió en ese espacio por esos días, sobre todo las historias de los pacientes.
“Al entrar en ella es difícil creer que en algún momento haya estado ocupada por bicicletas de spinning, cintas de correr y aparatos de musculación. Solo queda la decoración de las paredes, ahora fuera de tono, y algunos bancos de ejercicios de escay negro que han sido transformados en una improvisada mesa multiusos en el centro de la sala.
En el fondo hay unas seis o siete mesas de fórmica blanca, desmontables y de menor tamaño, con ordenadores portátiles e impresoras. En esa pared, un monitor de televisión que animaba a los clientes del gimnasio en sus ejercicios, ahora muestra una tabla con números de habitaciones, nombres y otras anotaciones.
Un montón de sillas están dispersas por la sala y en un rincón, un pequeño sofá con una mesa permite alejarse, un poco, del ambiente de trabajo que reina en la estancia.
Por último, a un lado de la puerta de entrada se encuentra otra mesa con una cafetera automática que seguro que ha servido multitud de cafés a los turistas alojados en el hotel antes de iniciar su dura jornada. Ahora la utilizan médicos y enfermeras para mantenerse despejados y atentos mientras, sentados en las mesas, trabajan en los ordenadores y comentan los casos entre ellos.
Algunos llevan bata, otros el conocido pijama verde del quirófano de los hospitales, que en los últimos tiempos ha cambiado su color a naranja.
Un par de ellos, que acaban de bajar de las habitaciones donde se encuentran los pacientes, llevan unas pantallas de protección que les protegen la cara, donadas por un grupo de voluntarios. Aunque según las normas de salud laboral es obligatorio el uso de mascarilla, incluso en los despachos, sorprende que algunos no la lleven y que, en otros, cuelgue flácido bajo la barbilla.
Son residentes, jóvenes médicos que, sabiendo que el coronavirus tiene debilidad por las personas mayores, utilizan su edad como un escudo frente a la infección.
Por el contrario, en la mesa central se encuentran trabajando cuatro médicos, tres hombres y una mujer. Todos ellos han cumplido ya los sesenta años y llevan puesta las mascarillas. Saben que, si se infectan por el virus, las consecuencias pueden ser graves.
Son los coordinadores y mandos de este hotel convertido en hospital. Curiosamente, salvo uno de ellos que lleva pijama quirúrgico, todos van vestidos de calle con la bata blanca encima.
Si subiéramos a alguna de las plantas del hotel nos sorprendería cómo ha cambiado su aspecto. La moqueta del suelo ha quedado cubierta por un plástico aislante duro que se eleva por la pared hasta unos centímetros por encima del rodapié.
Las escaleras están cerradas con una cinta que prohíbe el paso excepto en caso de emergencia. Los profesionales tienen que utilizar el ascensor de “limpio” y los pacientes el de “sucio”. Cuando un médico o enfermera acompaña a un paciente en el ascensor “de sucio” o entra en alguna habitación tiene que protegerse adecuadamente, los famosos “EPIs” o equipos de protección individual.
Las habitaciones tienen que estar obligatoriamente cerradas, si bien en el control de enfermería, que se encuentra al principio de cada pasillo, hay unas cuantas llaves maestras que abren todas las puertas.
Detrás de cada puerta hay un paciente (o dos si estos son familiares), y cada uno de ellos tiene una historia, una situación que justifica que se encuentre aislado en este hotel, sin poder ver a nadie salvo a la enfermera o al médico una vez al día, tan lejos físicamente de familia y amigos. El móvil es su único vínculo con el exterior.
La habitación 305 se encuentra a mitad del pasillo en la planta tercera. Está ocupada por Cristina, que es una enfermera que aceptó un contrato para reforzar un hospital de Madrid durante la epidemia. En el camino desde su domicilio en Badajoz hasta su nuevo trabajo empezó a encontrarse mal y decidió acudir a las urgencias antes de incorporarse. Después de unas horas esperando a que la atendieran y otras tantas esperando el resultado de la PCR, éste fue positivo.
No podía trabajar, no podía volver a su casa porque entre tanto se había decretado el confinamiento y además se encontraba mal, con fiebre y algo de tos, y acabó en esta habitación del hotel esperando y deseando recuperarse para poder, por fin, trabajar.
Ibrahim ocupa la habitación 513, que se encuentra al fondo del pasillo de la planta quinta. Es un inmigrante subsahariano que vive alquilado en una habitación de un piso con su esposa y una hija muy pequeña. Comparten cocina y un baño con otras dos familias. Ha estado ingresado en el hospital doce días por una neumonía bilateral con PCR positiva.
Necesitó oxigenoterapia, pero no ha llegado a precisar ingreso en la UCI. No habla prácticamente nada de español y solo se entiende con los sanitarios chapurreando un mal francés.
Echa mucho de menos a su familia y no acaba de entender por qué, ahora que respira bien y no tiene fiebre, no puede irse. Solo cuando comprende que, al seguir con la PCR positiva, puede infectar a su mujer o a su hija, acepta a regañadientes el aislamiento.
La habitación 908 está ocupada por Gladys y su hijo Jonatan. Aunque son originarios de Ecuador, llevan viviendo en nuestro país más de veinte años. Ella tiene 53 años y él 25. Gladys aún no sabe que por la infección de covid ha fallecido su marido, y también su padre, que vivía con ellos desde que se vino de Ecuador hace cinco años. Este último empezó a tener síntomas poco después de que la ingresaran a ella y a su marido.
Tuvo una evolución fulminante, además, por su edad, no era candidato a ingresar en cuidados intensivos. Falleció solo, en una habitación del hospital. El equipo médico tuvo que informar a Jonatan del fallecimiento de su abuelo, ya que sus padres, aunque estaban en una habitación de la misma planta, se encontraban demasiado graves para recibir noticias.
Por otro lado, Jonatan tuvo una neumonía relativamente benigna, pero la PCR sigue siendo persistentemente positiva y obligatoriamente debe estar aislado.
Gladys y Julio, su marido, enfermaron al mismo tiempo. Compartieron habitación en el hospital, pero su evolución fue muy desigual. Ella fue mejorando poco a poco mientras que la saturación de oxígeno y la radiografía de Julio iban empeorando. El día que se le dio el alta a Gladys para trasladarla al hotel, su marido era ingresado en la UCI, y dos días después fallecía.
Ahora, Jonatan tiene que ver cómo y cuándo darle la doble mala noticia a su madre y no sabe qué hacer. El hospital ha puesto en marcha un servicio de apoyo psiquiátrico y psicológico tanto para pacientes como para profesionales, al que ya se ha llamado.
De la misma forma que el hotel se llenó en poco más de una semana desde su transformación en hospital, se acabó vaciando de pacientes a medida que la curva de la pandemia se desplomó. Ahora sus pasillos y habitaciones, tras una limpieza y desinfección exhaustiva, están preparados para volver a recibir a los turistas.
Los aparatos de musculación, bicicletas, cintas de andar y correr han regresado a su lugar y la sala de fitness vuelve a lucir como si no hubiera estado ocupada por un grupo de médicos y enfermeras durante todo este tiempo, convertida en cuartel general de la lucha contra el coronavirus”.