El color
Por Gonzalo Martín (*)
Mantengo la mirada sobre el movimiento, sobre cada trazo, sobre el color. El rojo es un atardecer de verano en el monte, es la vida del fuego, es el caudal que llevamos dentro.
El rojo es el ardid en los pómulos de Oscar cuando corre en el recreo, es mi codo raspado. Es el lomo de cada libro del estante más alto, los labios impresos en mi cachete por el beso de mi mamá, un corazón mal dibujado que miro en la pared del aula de mi sala de 4. Aun así, no puedo verlo, al rojo.
Solamente quedamos dos sentados a la mesa. Oscar, de piel blanca y cejas elevadas, fija su mirada en mí y en mis manos extendidas hacia él. Con ellas sostengo todos mis lápices de colores y los acerco como quien entrega un ramo de flores de lavanda recién cortadas.
—Sacalo vos— le pido con la timidez de quien tiene algo que ocultar, mientras cierro fuerte mis ojos.
—Pero te pedí el rojo— escupe él con cara de extrañeza.
Entonces desparramo delante de nosotros todos los lápices, los separo entre sí, los observo.
—Dale, si está ahí —insisto, desestimando ser descubierto.
—El rojo. Este… —concluye, toma el lápiz y comienza a apretar el grafito contra una hoja habitada por garabatos.
Lo que me devuelve Oscar en su gesto es la conciencia sobre una carencia inusitada: hay colores que a mi vista se le presentan de forma confusa, no los distingo, hasta me resultan ciertamente ajenos si se da la ocasión.
Mientras pinta me pierdo en el magma que desborda los confines de un Faber-Castell con letras doradas. Oscar rellena los ropajes, ahora rojos, de su monigote, aunque de vez en cuando deja que fluyan fuera de los bordes hilachas un tanto toscas. Sé qué es el rojo, conozco su violenta opacidad, sé del equipo de fútbol que conmueve al niño sentado junto a mí. Sé que el del dibujo es él con su camiseta totalmente roja.
Lo último que dibuja, el detalle elemental, es una pelota que de redonda sólo tiene su carácter de huevo de avestruz.
—Gracias, tomá… —finaliza y me devuelve el lápiz rojo. El dibujo permanece en la superficie a la vez que su autor se levanta a buscar algo en su mochila.
Con el lápiz en una mano y acercando a mis pestañas el dibujo, intento disipar lo minúsculo, intento recobrar una forma de vibrar de la luz que no sé si mis ojos tuvieron alguna vez.
Nada. Todavía nada.
Oscar vuelve con su taza, la del escudo de Independiente. Mientras me adentro en la intimidad del rojo la maestra nos invita a merendar. Entonces, agacho un poco la cabeza, cierro suavemente mis ojos y, sonriendo a escondidas, saco mi taza azul: hoy nos sirven chocolatada.
(*) Gonza o Gonzalillo es alto. Y además de alto, es flaco. Tiene el pelo largo y bigote. Le gusta andar en bicicleta -aunque la suya aún está pinchada- y el perfume de las flores amarillas del retamo. Es profesor hace poco y actualmente trabaja de algo que le gusta: vende libros.
Una vez más releo tu relato, tan vivo de imágenes él, tan ávido de imágenes yo. Conmueve, emociona. Belleza que salva el día para continuar resistiendo. Gracias por eso