UNA NUEVA ERA
Hace 100 años, y tras una larga guerra civil que implicó la pérdida de territorios, emergió en el mundo el primer Estado comunista: la República Soviética de Rusia
Por Guillermo Genini
Cuando las fuerzas que apoyaban al líder comunista Vladimir Lenin la noche del 24 de octubre de 1917 –según el calendario juliano, que hasta entonces se usaba en el extinto Imperio Ruso– se aprestaban para asaltar la Sede del Gobierno Provisional, tenían la fe de iniciar una nueva era histórica.
Desde la sede del soviet de Petrogrado, hoy San Petersburgo, en el Instituto Smolny se coordinó el ataque que contaba con el apoyo de los marinos de la Flota del Báltico y de los obreros armados del barrio de Viborg, ganados a la causa de los bolcheviques. El día 25 ya dominaban gran parte de la ciudad y esa noche tomaron el Palacio de Invierno, guiados por las luces y los cañones del acorazado Aurora, barco que desde entonces se convirtió en el símbolo de la triunfante revolución.
El primer Estado comunista
Si bien habían tomado la capital del antiguo Imperio Ruso, los bolcheviques debían construir un nuevo orden completamente diferente al existente en todo el mundo. El desafío era enorme y los recursos, limitados.
Sin embargo, la decisión de los bolcheviques de controlar el rumbo de la Revolución era firme y para ello se valieron de acciones audaces, despiadadas y sistemáticas. Este proceso llevó no sólo a la destrucción de gran parte de la herencia imperial, sino también al nacimiento del primer Estado comunista de la historia: la República Soviética de Rusia.
Primeramente, la conducción de la Revolución encabezada por los bolcheviques tomó el poder de toda Petrogrado, eliminando a la oposición interna y forzando a la movilización general de obreros y soldados. León Trotski y Antonov Oseenko asumieron la responsabilidad de la dirección táctica de esas fuerzas, mientras la dirección política e ideológica quedó en manos del Comité de los Comisarios del Pueblo, presidido por Lenin. Ese fue el primer gobierno de un nuevo Estado que aún no tenía nombre, ni territorio definido.
Los bolcheviques creyeron que este era el comienzo de una Revolución que debía triunfar en nombre de los trabajadores no sólo en Rusia, sino en toda Europa, y expandirse por el mundo entero, haciendo realidad los postulados teóricos de Karl Marx. Pero las noticias que llegaban desde Moscú no eran esperanzadoras. Lenin había planificado la toma de las dos ciudades más importantes de Rusia, Petrogrado y Moscú, en forma simultánea, pero el Gobierno Provisional resistió el embate bolchevique en el Kremlin.
Tras la creación de la Guardia Roja y el apoyo de tropas ganadas a la Revolución, recién el 2 de noviembre de 1917, Moscú cayó en poder de los bolcheviques. Desde estos dos grandes centros urbanos, Lenin, Trosky y los demás jefes revolucionarios dieron inicio a la construcción de una nueva realidad.
El tratado de Brest-Litovsk
Tras largos debates internos en el Comité de los Comisarios del Pueblo, se decidió el retiro de Rusia de la Primera Guerra Mundial, entrando de inmediato en conversaciones con el Imperio Alemán para alcanzar la paz.
Las negociaciones se realizaron en un ambiente de extrema gravedad, pues los alemanes, sabiendo de las dificultades por las que atravesaba el débil gobierno bolchevique, agigantaron sus pretensiones políticas, militares y territoriales. Finalmente, se firmó el Tratado Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918, por el cual Rusia cedía gran parte de su territorio a los alemanes y a otras nacientes naciones en el este europeo.
Previamente y para asegurar el triunfo interno de la Revolución, los bolcheviques disolvieron violentamente, por medio de la Guardia Roja, a la Asamblea Constituyente, que había sido elegida pocas semanas antes porque eran una minoría frente a los mencheviques, socialistas revolucionarios y otras agrupaciones políticas. A su desaparición, le siguió la trascendental decisión de trasladar la sede del gobierno revolucionario de Petrogrado a Moscú. Allí, desde marzo de 1918, Lenin y sus camaradas dirigieron las largas y sangrientas campañas para controlar el enorme y desgarrado territorio ruso.
Los bolcheviques tomaron el control del Comité Ejecutivo Central Panruso, cuerpo gubernativo, legislativo y administrativo que había asumido el poder formal de Rusia, desplazando a los mencheviques. Sin embargo, el poder real estaba en manos del Comité de los Comisarios del Pueblo, el que convocó al Congreso Panruso de los Sóviets.
Este Congreso bajo dominio de los bolcheviques dictó la Constitución Soviética que daba forma al primer Estado comunista del mundo: la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, el 10 de julio de 1918.
Pese a este logro, la situación de la Rusia Soviética era desesperante. El nuevo Estado había nacido en medio de una sangrienta Guerra Civil, donde los bolcheviques lucharon contra sus antiguos aliados mencheviques y otras organizaciones políticas, contra las numerosas tropas zaristas que pretendían un regreso al orden imperial y contra los levantamientos de millones de campesinos que bregaban por la obtención de tierras propias para sostener a sus familias y resistían la colectivización forzosa.
A este confuso y caótico panorama se sumaron fuerzas de naciones occidentales que, tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, deseaban eliminar el peligro comunista de Europa. Así, tropas y buques de Gran Bretaña y Francia apoyaron a los Ejércitos Blancos o Zaristas.
Frente a esta multitud de enemigos, los bolcheviques respondieron con la creación del Ejército Rojo, comandado por Trotsky. Éste desplegó una acción inaudita marchando en su tren blindado de frente en frente, organizando la defensa de la Revolución con puño de hierro, logrando una gran disciplina de las tropas y asegurando su fidelidad por medio de Comisarios Políticos, quienes marchaban junto con los comandantes para controlar su desempeño.
Una herencia desintegrada
Si bien el Ejército Rojo logró defender el territorio central de Rusia y sus dos ciudades más importantes, Petrogrado y Moscú, los primeros años de la Rusia Soviética se caracterizaron por la desintegración del territorio heredado del Imperio de los Zares Romanov. El poder comunista no pudo evitar que las fuerzas centrífugas destruyeran la estructura centralizada del zarismo.
Fueron los propios bolcheviques quienes incitaron en un principio la búsqueda de autonomía o independencia de las numeras naciones que integraban el extinto Imperio Ruso. Lenin, deseoso de ganar para la Revolución a estas naciones, impulsó la Declaración de los derechos de los pueblos de Rusia, que fue promulgada el 15 de noviembre de 1917, contando con apoyo de Josef Stalin, futuro Ministro de Nacionalidades del gobierno bolchevique.
En ella se alentaba a que cada nación siguiera su propio camino revolucionario e incluso reconocía su derecho a separarse de Rusia, bajo el principio de autodeterminación de los pueblos y de la soberanía igualitaria.
Desde fines de 1917 y durante 1918, varios pueblos que habían estado bajo el yugo de la Rusia zarista se independizaron, aunque muchos de estos territorios están bajo control de los alemanes y austríacos. Finlandia fue una de las primeras en separarse, y pronto le siguieron Ucrania, que se proclamó República Popular Ucraniana, con una revolución propia y paralela a la rusa, Georgia, Armenia y Azerbaiyán en la región del Cáucaso, Lituania, Estonia y Letonia en el frente marítimo del Báltico, y finalmente Polonia.
Los polacos y ucranianos representaron el mayor peligro para la Rusia Soviética pues potencialmente se podían unir y hacer peligrar el triunfo de la Revolución. Para evitarlo se abrió un nuevo frente de guerra donde los bolcheviques ucranianos con apoyo ruso derrotaron a los independentistas liderados por el nacionalista Simón Petlyura y crearon, en 1919, la República Soviética de Ucrania.
Por su parte, los polacos deseaban recuperar los territorios que estaban habitados por población polaca, por lo que se amplió la guerra contra los rusos y no hicieron distinción entre el Ejército Rojo y los ejércitos blancos o zaristas, a quienes combatieron por igual.
El Terror Rojo
Pese a esta multitud de desafíos simultáneos, la Rusia Soviética pudo dar cuenta de la mayoría de ellos gracias a que controlaban un territorio continuo y conectado por ferrocarril, mientras que los Ejércitos Blancos y de los nuevos Estados, estaban desconectados entre sí y carecían de un comando centralizado. Además, el poder soviético apeló a la movilización general de su población que estaba arruinada y exhausta después de años de guerra y hambruna.
Para ello se valió del poder que le otorgaba el monopolio político basado en la autoridad del partido único y de la instalación de un Estado policíaco que identificaba y perseguía a sus enemigos internos.
En diciembre de 1917 se creó una policía política secreta con poderes extrajudiciales, la Checa, que pronto representó uno de los elementos más significativos del denominado Terror Rojo.
Durante estos años la Checa persiguió y eliminó a cientos de miles de opositores y sospechosos de participar de actividades antibolcheviques. Esta práctica represiva se combinó con una mayor apertura de cargos en la gestión y organización del poder local en manos de notorios dirigentes comunistas de sus respectivos pueblos, lo que le permitió a los bolcheviques sostener el apoyo de grandes regiones de Rusia.
Finalmente, la Rusia Soviética logró sobrevivir a la Guerra Civil y hacia 1921 se planteó una nueva etapa, superando los difíciles años del denominado “comunismo de guerra”. Pese a sufrir grandes pérdidas territoriales y demográficas (700.000 km cuadrados y más de 28 millones de habitantes) en los tratados de paz y con la independencia de varios pueblos, un nuevo y desafiante Estado se presentaba ante el mundo para dar una fisonomía única al siglo XX.