Alberto Hipólito Gómez*

La vida ocurre en un tiempo, además de un lugar. Uno y otro pueden ser extravagantes o sencillos o las dos cosas. El tiempo es la duración de la vida. También hay tiempos interiores, como dice la Biblia, tiempos de paz y tiempos de guerra, tiempos de siembra y tiempos de cosecha. Estas delimitadas porciones temporales tendrán su comienzo y su final. Todos ellos son también un viaje, algunos penosos, otros dichosos o solo (los más), rutinarios. Todos, eso sí, nos completan, nos cambian, nos desarrollan; no son inocuos. Porque las peripecias del camino, con sus más y con sus menos son lo que llamamos vivir.

Cuando se mira para atrás desde las alturas de una vida larga, notamos que se nos acercan dos nuevos amigos: el olvido y la memoria. Quieren ayudar y lo hacen, pero ambos tienen a su vez olvidos y memorias. No obstante en el sosiego de la vejez eso no importa demasiado. Durante el viaje hubo  acompañantes que se quedaron en estaciones intermedias, y trechos en que se rompieron cosas. A nosotros mismos nos parece a veces que mejor hubiera sido tomar otro convoy o sentarse en el vagón siguiente. Aún, permanecer en el mismo sitio para siempre, es un viaje (también con sus circunstancias de tiempo, lugar y personas). Opciones que se quedaron sin nacer; un amor, un negocio, un accidente, hoy inimaginables, hubieran podido abolir la que se impuso con carácter de existencia real y consumada.

¿Habremos elegido bien? ¿Tuvimos la iniciativa suficiente? ¿Nos equivocamos al innovar? ¿Cuál viaje nos tocó?

No importa ya. El viaje se termina y quizá nosotros no descenderemos porque, como otras veces nos pasara, nos hemos quedado dormidos.

*El autor ya ha aportado varias colaboraciones a La Opinión, como es el caso de Los relatos Uriburu, Delito en la sierra, Primavera y otros; además ha publicado recientemente El cocinero de San Martín, narrativa de ficción histórica. Nació en esta ciudad, frecuenta talleres de escritura desde hace años y es jubilado de la administración pública provincial.