El día que un puntano conoció al trovador insigne
Por José Villegas
Hace exactamente 39 años, mientras residía en San Juan, la última de mis involuntarias moradas, apenas regresado de mi nocturno trabajo, buscaba el descanso de un par de horas matinales, un día cualquiera, me esperaba en la puerta de mi casa uno de mis dilectos amigos, permanecía de pie pero somnoliento, y casi recostado en su vieja bicicleta Hilario Elorza, pues no había dormido en toda la noche escuchando una y mil veces por primera vez a un trovador que, a su juicio, decía cosas maravillosas, necesarias, sin ser panfletario y sin golpes bajos.
Esa mañana vi emocionado como pocas veces, conmovido y sorprendido, al Negro Hugo Figueroa, tremendo músico, compositor, discípulo de don Armando Tejada Gómez, autor de, entre otras maravillas, “Tonadita” (cuyo estribillo tienen alguno de mis trazos y me enorgullece). Luego el Negro se fue de San Juan e integró “Los Andariegos” y también algunos otros grupos consagrados del folklore Latinoamericano. Y, como el Negro entendía mucho de música, bueno, me llamó la atención tanta conmoción y emoción.
En aquella copia clandestina (recordemos la época), con un audio pésimo en un casete, casi gastado de tanto escucharlo, que el Negro puso en mis manos aquella mañana, venían 10 o 12 canciones cantadas por un músico de voz aguda y forzada, acompañado de guitarra y también, en alguna de esas canciones, sonaba un clavicordio, un requinto y un cuatro.
A partir de ese día, un día cualquiera, y durante casi 40 años de mi vida, he dedicado miles de mis horas a aprender, coincidir, compartir y difundir la poesía musicalizada de este genio, de este ser generoso e inmarcesible que la vida, la Historia y la Patria Latinoamericana pusieron a nuestra disposición. Un ser sin tapujos, sin vacilaciones, sin cobardía, sin especulaciones.
El sol de esa mañana ya estaba empezando a arder en el estío sanjuanino, y el Negro se había ido a cumplir con algún trámite. Solo, posponiendo mi descanso, con mi mate y mi “national” me dispuse, no sin poca ansiedad, a desentrañar aquel casete. El primer tema, el tema número uno, de los cientos que luego vendrían con el tiempo, ese tema que por primera vez escuché atentamente, se llamaba “Testamento”. Y aquel trovador, su autor, se llamaba Silvio Rodríguez.
La maravillosa y descarnada poesía de Silvio puede escindirse de la música, no es fácil, porque su música es ciertamente bella, exquisita, entradora. Pero una vez que logramos leerlo o decirlo solamente con palabras (ejercicio que recomiendo), descubrimos a un ser de quien podemos decir que casi no es de este mundo, si no fuera porque se ocupa de este mundo, de la gente, de la injusticia, el dolor y la rabia. Entonces, sin dudas decimos que Silvio no le pertenece a Cuba, le pertenece al mundo. Hay que escudriñar la metáfora, hay que investigar, hay que interpretar para luego valorar su poesía. Su manera de decir, tal como el mismo lo dice “cada palabra desatando un temporal, y enloqueciendo la etiqueta ocasional”. Y el uso de esa rima, inteligente, oportuna, precisa.
En fin, hay que apropiarse de él mismo, con razón y corazón, y claro, por supuesto, con amor, porque como él mismo lo dice “solo el amor convierte en milagro el barro”.
Pocas veces, a pesar de sus más de 600 canciones, Silvio habla de sí mismo, al menos tan descarnadamente como en “Testamento”. La escribe poco antes de partir hacia Angola, donde los combatientes cubanos lo necesitaban. La posibilidad entonces de que una bala lo encontrase en una selva estaba cerca. Por lo tanto se apresura a usar la alegoría de un testamento, pero no un testamento en el que tiene que repartir lo que tiene, sino lo que le falta. La deuda entonces es con la vida misma, con su propia vida, a la que juzga incompleta por no haber podido dar lo mucho que aún le falta dar. El poeta confiesa en su “Testamento” su impotencia por no poder ser más, por no poder entregar más en el caso de que la muerte voraz lo sorprenda, esa muerte que en este caso siente tan probable. Y aunque siempre al final apela a la esperanza, siente que le debe una canción a la sonrisa, a la mentira, a la mujer, al sueño. Que le debe al amor y al compañero, le debe a lo que supo y no pudo decir y, también le debe a cuanta cosa imposible.
Testamento Como la muerte anda en secreto Y no se sabe qué mañana Yo voy a hacer mi testamento A repartir lo que me falta Pues lo que tuve ya está hecho Ya está abrigado, ya está en casa Yo voy a hacer mi testamento Para cerrar cuentas soñadas Le debo una canción a la sonrisa A la sonrisa de manantial, esa que salta Le debo una canción a toda prisa Para que quede que estuvo cerca, agazapada Le debo una canción a lo que supe A lo que supe y no pudo ser más que silencio Le debo una canción, una que ocupe La cantidad de mordaz amor de un juramento Le debo una canción a los pecados A los pecados que no gasté, los que no pude Le debo una canción, no como hermano Sólo de sal que el delectador también alude Le debo una canción a la mentira A la mentira pequeña, frágil, casi salva Le debo una canción endurecida Una canción asesina, bruta, sanguinaria Le debo una canción al oportuno Al oportuno mutilador de cuanta ala Le debo una canción de tono oscuro Que lo encadene a vagar su eterna madrugada Le debo una canción a las fronteras A las fronteras humanas, no a las del misterio Le debo una canción tan poco nueva Como la voz más elemental de los colegios Le debo una canción a una bala A un proyectil que debió esperarme en una selva Le debo una canción desesperada Desesperada por no poder llegar a verla Le debo una canción al compañero Al compañero de riesgos, al de la victoria Le debo una canción de canto nuevo Una bandera común que vuele con la historia Le debo una canción, una, a la muerte Una a la muerte voraz que se comerá tanto Le debo una canción en que hunda el diente Y luego esparza con la explosión fuegos del canto Le debo una canción a lo imposible A la mujer, a la estrella, al sueño que nos lanzan Le debo una canción indescriptible Como una vela inflamada en vientos de esperanza...