La Aldea y el Mundo

POR LA FORMA DE LAS NUBES

Agustina Bordigoni

Li tenía una memoria increíble. Selectiva, como casi todas las memorias. Pero la suya tenía una precisión inigualable. Jamás recordó el nombre de una calle o una dirección concreta. Su talento era más simple, centrado en las cosas importantes: una plaza, un árbol, el grafiti en una pared e incluso –y esta era una virtud que nadie más podía presumir– el color del cielo y la forma de las nubes.
Cuando salía de su casa rumbo a la escuela sabía que pasaría por el pino, doblaría hacia el antiguo almacén, atravesaría la plaza y justo después de pasar el puesto de flores con perfume a margaritas llegaría a destino. En la puerta de la institución había un árbol de naranjas amargas, que muchos niños despistados y sin experiencia intentaban trepar para alcanzar algunas y comérselas. Al probarlas tenían que beber agua del estanque, en el que los picaflores también se posaban en busca de restos de comida.
A la vuelta, cuando había tiempo, decidía hacer otro camino. El aroma del pan recién salido del horno de la panadería lo llamaba a doblar a la izquierda, pasar por la casa con aspecto antiguo, abandonado y lúgubre, jugar a la rayuela con lo que quedaba del adoquín de la cuadra más corta del pueblo, mirar el balcón del décimo piso del edificio en el que siempre estaba una señora que miraba para abajo, con la esperanza de encontrar algún transeúnte o de que Li, otra vez, atraído por el pan caliente, decidiera pasar por ahí y ofrecerle un cordial saludo. Nunca se habían visto en planta baja o por las calles, pero Li sabía que probablemente podría reconocerla si algún día la viera.
Su casa estaba en medio de otras dos muy particulares. La de la izquierda era amarilla, con ventanas de madera, repleta de macetas con flores y un toldo rayado, un poco descolorido, que resguardaba del sol al matrimonio vecino cuando salía a la vereda a ver la gente pasar. La de la derecha, en cambio, era gris y tenía un estilo muy moderno: por su sistema centralizado de calefacción y refrigeración las ventanas cuadradas nunca se abrían, e incluso quienes la habitaban eran poco conocidos en la zona. A pesar de haberlos visto un par de veces, Li estaba seguro de que no los reconocería si un día los viera en otro lugar.

Li Jingwei se reencontró con su madre tres décadas después de ser secuestrado. Logró hacerlo gracias a un mapa de su ciudad natal, que hizo con sus recuerdos de la infancia. Compartió el dibujo en las redes sociales y la publicación se hizo tan viral que a los pocos días vinieron las pruebas de ADN y la identificación de su familia biológica, en la provincia china de Yunnan.  

«Soy un niño que está buscando su hogar. Un vecino calvo me llevó a Henan alrededor de 1989, cuando tenía unos 4 años. Este es un mapa del área de mi hogar que he extraído de memoria», contó en un video que incluía características del lugar, como un edificio que él creía que era una escuela, un bosque de bambú y un pequeño estanque.


A veces hacemos mapas en nuestra cabeza. Mapas que no registran lugares sino más bien pensamientos: ¿Qué pasaría si tomo tal camino, aunque me desvíe del original? ¿Qué pasa si hago un nuevo mapa, en donde me vuelva  a reconstruir? ¿Qué pasa si registro nuevos detalles que no había visto?
Y, sobre todo: ¿Qué es lo que me detengo a observar en el camino que transito todos los días?

Probablemente algunas cosas pasan tan delante de nuestros sentidos que no las advertimos, y sin embargo son indispensables para marcarnos el destino.
La señora del décimo piso lo esperó en el balcón, cerca de las nubes, durante todos estos años. Sabía  que algún día el aroma del pan caliente lo traería de vuelta. Y cuando Li volvió allí estaba ella, mucho mayor, pero con la misma sonrisa.