Juegos
Por Antonio Esteban Agüero (*)
Todo me es como fiesta: el mundo y sus muchedumbres de cosas, la vida y su mar de criaturas. Todo fiesta, hasta el dolor y la muerte fiesta y goce. Y así desde que era muy niño. Nunca tuve necesidad de juguetes comprados, para qué, si allí de los ojos tenía el arroyo, las altas y profundas alamedas con pájaros, el maizal, los huertos, los sembrados, las sierras.
Si había mariposas y luciérnagas en verano, y el viento sobre la muerta hojarasca de otoño, y la primavera como un país nunca conquistado.
Nada era viejo bajo el sol en mi insaciable avidez. Ni siquiera el rostro de la gente que tenía a mi lado y miraba todos los días: los ojos de mi hermano menor, la blanca frente tranquila de mi madre, el gesto y la voz de las criadas, de los peones, del muchacho a cuyo cargo estaban el caballo y la vaca.
No he podido acostumbrarme a nada, a ningún espectáculo por más cotidiano que fuere.
Mentía el Rey salomón, a pesar de ser poeta. Todo es nuevo bajo el sol: y más aún bajo la luna.
Y los sentidos carecen de memoria, como que es lo único inocentemente animal de que pueda envanecerse el hombre.
Nunca he sentido deseos de viajar. Tampoco ahora lo deseo.
Estarse en un mismo lugar inmóvil con los sentidos alertas y sanos y con el alma tan llena de sensibilidad como una herida incurable, desangrándose siempre vale tanto como viajar.
Cuando se mira con los ojos fatigado de asombro ¿de qué nos servirán los viajes? ¿Qué podría enseñarnos el recorrer desde los trenes paisajes lejanos, o mares desde la cubierta de los barcos, que no nos enseñara el lento devenir de los días pasados en el jardín?
Hay tanto que aprender y descubrir en las cosas y criaturas que viven y mueren junto a nosotros.
Solía, en mi niñez, irme a jugar a la sombra de tres grandes eucaliptos de la huerta. Sentía una casi amorosa atracción hacia los árboles; me seducía el misterio vegetal de sus verdores y el de los fuertes troncos vagamente olorosos. Pude decir de Beethoven: “Quiero a un árbol más que a un hombre”. Y por esos tres eucaliptos, plantados por mi abuela hacía más de medio siglo sentía una especie de pasión. Qué pequeño me veía a su lado, “eran tan altos como la sierra”, y vistos desde abajo parecía que soportaban en las hojuelas superiores toda la cristalería del cielo. La brisa habitaba en ellos como en casa propia: la brisa y su murmullo de ser escuchado a la distancia.
Alrededor de los troncos, bajo la ancha sombra calada por islas de sol, estaba siempre húmedo; las hierbas crecían más altas que en parte alguna, y había violetas. Llegaba a ellos después de almorzar. Iba solo. Me sentaba allí, o me tendía boca abajo, sobre la hierba sombreada, como un cojín, y jugaba.
Construía rediles con guijarros y palitos; y dentro colocaba catangas -una fruta silvestre-sobre cuatro pinchos de limón a manera de patas, y ya tenía majada de cabras, manadas de ovejas, o vacas y toros. Los llevaba de un redil a otro, siempre hablando solo, en voz baja, con compradores y ganaderos invisibles pero presentes.
Este juego era uno de los preferidos, y del cual nunca me sentía fatigado. Qué bien se estaba allí bajo los tres eucaliptos. Sentía un placer casi físico al aspirar el olor mojado y reconfortante de la tierra, al sentir en la cara la mejilla fresca y suavísima del pasto, y sobre mí, como una caricia apenas insinuada, la leve bondad de la sombra.
Las veces cuando me obsequiaron los “Cuentos” de Andersen llevaba el libro para leer y mirar las ilustraciones. En mi recuerdo, Andersen está unido para todos los días a un alto y pálido verdor de eucaliptos. Solía entretenerme haciendo que la luz caída desde el follaje diera de lleno sobre las láminas del libro y al mismo tiempo imprimía a este un movimiento de vaivén de manera que ora las figuras iluminaban plenamente, ora se cubrían de sombra puntos así los personajes cobraban una suerte de viva animación como en el cinematógrafo; y la cara de la princesa dos nada más dulce y abierta su sonrisa; o el patito feo volaba con mayor ligereza, o el ruiseñor mecánico relumbraba como un copo de luz en las manos del gordo mandarín. Si me cansaba este juego me ponía a mirar las hormigas quería comprender o penetrar el secreto de su afanoso trajinar. Las miraba tan de cerca que apenas si me separaba de ellas la distancia de un palmo. Observaba los largos caminos serpenteantes, ceñidos por una doble hilera de tallos como si fueran carreteras de verdad. Las hormigas iban y venían con sus breves e incontables pasitos.
De vez en vez al encontrarse una pareja parábanse un instante hablando entre sí y después proseguir a la marcha. Contemplábales como si esperara de ellas no sé qué extraña y deslumbradora revelación. Me daba a seguir una, identificada por la brizna que le ponía entre las fauces, y que ella ha transportado con diestra maestría de obrera. Parecía una pequeñísima barca de vela. Yo seguía trasera, andando de rodillas, hasta verla entrar en un hormiguero. Cuántas veces imaginé una ciudad subterránea en la cual todo era pequeño mirando ir y venir las hormigas.
Cuando el crepúsculo llegaba, los eucaliptos aumentaban su prestigio. Sobre todo en los meses de verano. Al caer la tarde bajaba de las sierras un manso vientecillo. Llegaba puntual como un invierno. Se le oía venir silbando por la quebrada de Los Cerros imitando el rumor de un torrente crecido, de una tempestad lejana.
Y en verdad que el viento es como un río en el aire. Yo esperaba su llegada ansiosamente. Lo veía anunciarse en el trémulo girar de una hojita seca. Todo el follaje se conmovía y multiplicaba sus voces. Este viento era muy oloroso, para llegar hasta mí andaba por toda la sierra, traía los perfumes de todas las hierbas, el dolor profundo de cada vallecito, había penetrado en todos los huertos, se había bañado en todos los arroyos, y recién cuando se convertía en un vino denso de perfumes y de frescor llegaba hasta mis tres árboles.
No sé por qué el viento me daba alegría. Era como un licor tónico. Me obligaba a cantar, a correr. Era mi alegría semejante a la de los pájaros: un deseo de correr dando la cara al viento, sintiendo en las mejillas el azote de sus leves látigos invisibles, con los cabellos despeinados y vueltos a peinar por sus dedos de aire. Iba por la huerta sumergida ya en el crepúsculo. Persiguiendo luciérnagas y tucos de lucecita verde. Tanto o más que las hormigas me azoraban los tucos, esos diminutos seres, entre pájaros y mariposas, que daban luz, la más bella luz, por las farolas de su frente, colocadas a manera de un par de cuernos luminosos. El crepúsculo brotaba tucos. Y el viento jugaba con ellos y conmigo como si este fuera su único oficio en la tierra. Todo el follaje se enjoyaba de tucos. Y yo me llenaba los bolsillos. Su luz se transparentaba por la delgada tela de mi traje como así mi propia carne fuera luciente. El crepúsculo era mío, mío, un país habitado por mi asombro infantil. Ahora, al recordar esas fiestas, siento una emoción igual a la que me produce la lectura de un hermoso poema, hola de escuchar la música lunar de Chopin.
Cuando me llamaban a cenar el crepúsculo no había terminado aún. Aún lucía en la sierra distantes de poniente esa vaga lumbre de oro derramada sobre el cielo como los colores sobre el ala de una mariposa gigantesca. Con mi cosecha de tucos y luciérnagas, entraba hasta el cuarto de mi madre, orgulloso, para volcar en su falda enlutada ese vivo y precioso regalo. Después, yo mismo me adornaba la blusa con esas criaturas de luz.
Me las prendía entre los cabellos a modo de una corona de esmeraldas, y en los brazos, y en el dorso de las manos. En la estancia, a oscuras miraba mi retrato en el espejo con la vanidad de un viejo mariscal a lucir en una fiesta, sobre un uniforme, todos sus entorchados y cruces. Sólo que los míos eran mejores, vivos, años de misteriosa hermosura. Antes de dormir guardaba mi tesoro de tucos en una copa de cristal puesta boca abajo en la mesita de noche. Mi cuarto entonces se iluminaba con una lucecita verdosa, de acuario.
Y yo era feliz, y me dormía sin soñar hasta el amanecer próximo.
(*) Este texto se encuentra en el libro “La Verde Memoria. Leyendas. Sueños y Evocaciones”, publicado dentro de las obras completas.