LA FLOR DEL AIRE
Por Antonio Esteban Agüero (*)
Fue en una de las correrías por los campos que descubrí la Flor del aire, una orquídea de zona templada. No creo que nada, ningún espectáculo de la naturaleza, a no ser el hallazgo del primer nido de colibrí con sus dos huevecillos diminutos, cuya inverosímil pequeñez parecía chocar violentamente con todo nuestro concepto de las medidas y la proporción, me conmovió tanto, hasta las fibras más ocultas de mi capacidad para sentir la belleza, que el encontrarme de manos a boca, al término de un sendero del bosque, con la Flor del aire.
Antes de proseguir con mi relato quiero rendir un homenaje al anónimo autor de su nombre. Siempre he sentido una no confesada envidia de los hombres que han bautizado nuestra flora y nuestra fauna. A veces he imaginado que España, la vieja y la grande, no se envió, a bordo de su carabelas y galones, alguno de los mejores poetas con el único propósito de que compusieran la toponimia y la nomenclatura de los tres reinos en la América Virgen.
Existen algunos nombres de aves, flores, árboles, que pueden considerarse verdaderos hallazgos poéticos, nombres cargados de esencia lírica y poseídos de una tremenda fuerza evocadora. Otras veces he pensado que ha sido Dios mismo el que anduvo por estas tierras bautizando a los seres y las cosas. El nombre es Flor del Aire me parece uno de ellos.
La encontré en un quebracho seco, una torturada silueta se levantaba en un claro de los árboles. La vara que sostenía la flor se hallaba en una horqueta del ramaje superior, como a unos 4 metros de altura. Tenía que trepar si quería obtenerla. Y acto continuo, luego de descansarme para hacerlo con mayor facilidad, comencé a trepar por el rugoso y áspero tronco del quebracho. A los pocos minutos me encontré arriba, cabalgando a horcajadas en un gajo seco que crujía peligrosamente bajo mi peso, amenazando quebrarse. Luego estirar el brazo hasta coger la planta que como todos los individuos de esta especie parásita se desprendió con suma facilidad. Ya con la planta en la mano pude observarla y admirarla mejor, largamente, como era mi deseo.
Se trataba, nada menos, que de un ejemplar de la clase menos conocida, la más rara y codiciada de esta familia, la Flor del aire morada, que suele alcanzar un desarrollo extraordinario, más del doble que el de la especie vulgar de color blanco. Sus tres pétalos oscuros y suaves se hallaban animados de un movimiento de torsión característico, que les daba la apariencia de un verdadero rizo. Desde el centro de la corola se levantaban los estambres del mismo color que los pétalos y sutiles como un cabello finísimo.
Aspiré su perfume. Dos, tres veces. Mi nariz de niño, cuya pituitaria no había sido atrofiada por el uso del tabaco como ahora, percibía entonces los olores con la fidelidad del olfato de perro cazador. La onda del perfume me sumergió en su encanto. Era un perfume dulzón, espiritual como una mirada o una música. Ay, es tan difícil explicar su perfume, más deseado cuanto más era olido. Y por otra parte parecía que esta condición de cosa espiritual era la característica principal de la Flor del aire. También, todo, en el ambiente que la rodea, la rusticidad del quebracho seco, el pardo grisáceo colorido de toda la vegetación, lo bárbaro y lo recio de todo, contribuía a destacar la fina aristocracia de esa flor y de ese perfume. Como la niña de cabellos rubios y ojos celestes que nos sorprende encontrar, de pronto, en el seno de una familia de gente torpe arrugada y fea. Ignoro el tiempo que duró mi contemplación de la flor del aire. Su coloración de diluida amatista me llegaba a lo más íntimo.
Mucho trabajo e ingenio me costó descender del árbol con la planta en una mano, pues temía romperla y yo deseaba llevarla a mi casa para instalarla en alguno de los árboles de la quinta. Felizmente pude llegar al suelo sin ningún contratiempo.
(*) Este texto pertenece al libro La Verde Memoria. Leyendas. Sueños y Evocaciones. Y es parte de las Obras completas del autor que recopilara para su difusión la Universidad Nacional de San Luis.