LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
EN ARMONÍA
(Un hombre muy casado)
El primer camión estuvo a punto de volcar. El camino de entrada era estrecho y el conductor iba distraído contemplando el paisaje. Los neumáticos mordieron el borde de una acequia y el vehículo se inclinó peligrosamente.
Donato Modavel pasó momentos de zozobra. Un accidente lo hubiera obligado a suspender el traslado y, por supuesto, la inauguración, con el daño previsible a su relación matrimonial. Cuando compró La Quinta les había prometido a sus esposas que las reparaciones no llevarían mucho tiempo: “No hay que hacerle nada —les decía—pintura, detalles de plomería. Estará lista en dos meses… a lo sumo tres… Ha sido una pichincha, una verdadera ganga. De ahí no nos moveremos más. ¡Qué árboles! En toda la región no he visto nada parecido. Si los nogales parecen dibujados. ¡Y no exagero! Las quiero ver cuando se apoyen en esos troncos sólidos y miren hacia arriba. Es un mar de hojas rechonchas, grandes como platos soperos”. Las mujeres se hacían gestos cómplices y sonreían. Una se levantaba para colgarse del cuello del hombre, otra lo tomaba de la mano, la tercera proponía un café e iba a servirlo. “No hay que preocuparse… En sesenta días abriremos. No tendremos otra oportunidad como ésta”, prometía Modavel rodeado por Tim, Raquel y Laura.
No sucedió así: “Pero acá nadie quiere trabajar”, afirmaba el hombre cuando llegaba por las noches, cansado de bregar con los albañiles. Al principio, sus esposas lo apoyaban. No bien advertían que su ánimo flaqueaba, le proponían una salida por la ciudad o repetir uno de los casamientos, sin olvidar detalle, como correspondía entre personas que se amaban y se amarían siempre. Pero después, cuando todos los plazos se cumplieron, fueron perdiendo fortaleza y las noches se llenaron de silencioso malhumor. Para complicar más la situación, la cuenta bancaria familiar estaba agotada. Por eso, cuando el camión recuperó el equilibrio, Modavel respiró aliviado.
Las mujeres de Donato Modavel llegaron en taxi, cuando los de la mudanza se habían ido. Acaloradas, abanicándose con las manos, asombradas por lo que veían, indicando hacia todas partes.
—¿Qué opinan? —preguntó el hombre cuando se reunieron bajo el acacio—¿Exageré en algo?
El verano era pródigo. Laura apostaba que podía distinguir siete tonos de verde en las diferentes plantas. “Por lo menos”, se ufanaba. “Mostrame”, pedía Raquel. Laura señalaba: verde botella, mostaza, esperanza, nilo, musgo, esmeralda. “Te falta uno”, apuntaba Tim. “Profundo”, respondía Laura. “Todos los colores son profundos”, afirmaba Tim “lo demás es mezcla”. Raquel las abrazaba y decía: “Yo pienso lo mismo. Hay una sola forma de amar, lo demás es mezcla”.
La Voz en el aljibe, en realidad un pozo en desuso, le hablaba a Martín en forma alegre, complacida. “Si debo elegir entre acción y omisión, no dudo. Manejar el futuro es una tentación de la vida. Es natural, allí el tiempo es corto. Pero en nuestro caso no tiene sentido. Por eso me adormezco y espero. No daño los sutiles mecanismos de mi concentración husmeando en el porvenir. Han llegado nuevos inquilinos. Esta es la realidad y dejo que me sorprenda”.
Modavel, sus esposas y Cipriano se dedicaron a ordenar la casa durante el día. Al atardecer, y cuando Solo faltaba colocar el letrero comercial, Modavel despidió a Cipriano y aconsejó a las mujeres, dado lo avanzado de la hora, que prepararan la cena.
Esperó que partieran todos y recién entonces se dirigió al último cajón que se mantenía cerrado. Con delicadeza abrió la tapa de madera y con mayor cuidado extrajo del interior una placa de bronce que apoyó en el muro de piedra laja. Se alejó unos pasos. La inscripción “En Armonía”, repujada en letras de imprenta, resaltaba brillosa. Cargó placa y herramientas y se encaminó al portón de entrada. Eligió uno de los pilastrines y comenzó a amurar los tacos.
Desde la casa le llegaban las voces de sus mujeres, el sonido de cacerolas y un leve olor a especias. Sonrió y pensó que su mérito, si es que tenía alguno, había sido unirlas. Y los recuerdos lo llevaron cinco años atrás, cuando recorría los prostíbulos en busca de esposas. Las quería de la misma edad, sin mañas, sanas, alegres y en lo posible de buena presencia. Pagó por ellas buen precio. Porque si bien no tenía como requisito indispensable el que fueran agraciadas, el destino fijó otra cosa y sus propietarios se negaban a desprenderse de tan “buena mercadería”.
El hombre terminó su trabajo. Contempló la placa una vez más. “Estamos en camino”, se dijo. Fue hasta los galpones y guardó las herramientas. Luego se detuvo en el terreno engramillado para contemplar el cielo del atardecer, aún celeste. Por el este, sobre la última montaña apareció la luna llena. Las luciérnagas rayaban el aire con destellos. Los pájaros buscaban refugio en los nogales, batían alas y el movimiento se transmitía a las ramas. Se escuchaban ladridos lejanos. El tránsito por la ruta, apagado, se diluía en el murmullo continuo de la naturaleza. La suma de sonidos se parecía al silencio y Modavel tenía el convencimiento de que había sido elegido para habitar el paraíso.
La Voz se mantenía atenta a lo que sucedía fuera del aljibe: “He notado que la luna llena amalgama los extremos. Confunde límites antagónicos. Nada es demasiado claro ni oscuro y en ese tono incierto, la noche pierde parte de sus secretos. ¿Quién puede permanecer indiferente a esa actitud develadora? Los enamorados se toman de la mano y la contemplan. Los ancianos se recuerdan en los reflejos. Los niños sueñan. Salvo los marineros, ellos se disgustan. La potente luz desvanece las estrellas dificultando su rumbo. ¡Qué curioso! ¿Te has fijado? Los hombres que están en tránsito adjudican a la luna una tarea dañina”. Cipriano se sentó en una silla de paja evitando que el parral le cubriera la vista del naciente. A su lado se echaron Caldo y Bastón, con la cabeza apoyada en las patas delanteras, los ojos semicerrados, la respiración apenas audible. La luna llena se alejó del contorno de la última montaña y avanzó por el cielo. Cipriano cruzó las piernas y apoyó sus manos curtidas en el regazo. Recordó a su hija y pensó que Matilde llegaría de un momento a otro. Ella no lo visitaba en días de semana, menos aún de noche, pero al peón le gustaba creer que así sucedería.
Raquel llamó a las otras esposas. Había extendido sobre la cama su vestido de novia. La que era agasajada con una nueva boda iniciaba la ceremonia de esa forma. Esperó a que llegaran hasta su dormitorio y les preguntó qué les parecía. El ritual imponía comentarios sobre el diseño, la tela, el tipo de comida, los regalos. Pero esa noche no sucedió tal cosa. Tim, de rostro anguloso, frente despejada, el pelo rubio abatiéndose sobre los hombros bien formados, los ojos verdes y grandes, suspiró profundamente. Laura, de piernas esbeltas, cintura estrecha, un aire melancólico en los ojos oscuros, contuvo una lágrima. Raquel sabía que eso iba a suceder. Cinco años compartiendo la vida y a Donato Modavel, no habían pasado en vano. Aunque el orden así lo establecía, no era justo que se apropiara de la primera noche en La Quinta. Se sentó en la cama y comenzó a doblar con delicadeza el traje de novia. Sin levantar la vista, afirmó que no habría fiesta. Lo dijo convencida, con tal resolución, que las otras dos mujeres comprendieron que el grupo seguía intacto, sin fisuras. Saltaron sobre la cama, la abrazaron y rieron juntas hasta quedar exhaustas. Después de cenar, Modavel y sus mujeres cruzaron la tranquera. Por el camino bordeado de álamos se dirigieron al fondo. Los cuadros de nogales se extendían a ambos lados. Iban juntos, tomados de la mano, haciéndose caricias, conversando todos a la vez, empujándose, jugando, dándose besos, admirando la oscuridad profunda bajo los árboles, cantando a coro. Alegres y felices como niños.
Bajo los nogales, a reparo de la luna, un animal de piel aceitosa, con ojos de ratón y cola larga enroscada sobre el lomo, los seguía. Movía sus patas con rapidez, arañando el suelo. A veces el grupo se detenía y el animal los imitaba.
(*)10ma entrega