LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
Todos juntos en Navidad
(Siguiendo a Yñaga)
Por la tarde, después de jugar en la piscina, la familia se sienta bajo el opulento acacio a tomar mate. Amalia es la encargada de cebarlo. Álvaro pregunta si podrán mantener encendidas las luces del árbol durante toda la noche.
—Seguro —afirma su padre—. Y todas las noches, hasta Reyes.
La araña de patas largas no da abasto con sus presas. La tarde calurosa puebla el aire de insectos y la tela apenas si puede soportar a los que quedan prisioneros. La araña se afana repartiendo muerte, pero es inútil. Los hilos se mueven sin cesar.
El espíritu de Martín se adormece en el aljibe. La Voz aprovecha su inconsciencia y lo besa. El muchacho, al sentir su aliento, no piensa en ella. Se imagina en su casa, acariciado por su madre. Ha olvidado el frío filo de la navaja atravesando su mano, el olor nauseabundo del lugar donde descansa y se solaza con recuerdos de la vida. La Voz sabe que la sonrisa del joven no le pertenece, pero no se enfada: “Es un buen indicio”, reflexiona. “Nadie tiene sueños agradables si lo acompaña el miedo”.
El animal de piel aceitosa se acerca a Yñaga. Arrastrando el vientre sobre el terreno engramillado cruza frente a la familia reunida y monta sobre el muro de piedra laja, muy próximo a donde se encuentra el brujo. Ambos se observan. El animal apuntándolo con su hocico agudo. Yñaga de soslayo, nervioso. Así se mantienen hasta las últimas horas de la tarde. Recién entonces el brujo advierte que Sepúlveda y su familia ya no están bajo el acacio. Escucha voces y ruido de platos en la casa. “Amalia prepara la comida”, deduce. Por un instante siente la tentación de reunirse con ellos. Se pone de pie, pero cuando va a impulsarse dentro de la vivienda cambia de idea. “Me dará tristeza” afirma. Después que lo dice se pregunta la razón: “Será porque no tengo familia”, responde dubitativo, pero termina por aceptarlo. Se dirige entonces al centro del terreno engramillado, frente a los galpones, y allí espera que la noche lo cubra todo.
“¿Quién manda aquí? La Voz es importante, por lo menos si la comparo con la piel blanquecina y Martín, el joven que la escucha. Pero… ¿es más importante que la araña o el animal de piel viscosa? No hay caso: llevo muy poco tiempo muerto”. Esta conclusión nace al pensar en la pareja que habla de su hija, en la corriente del sótano, en el pensamiento enterrado junto al aljibe. “Hay grados de poder que no saltan a la vista. Por ejemplo esos enamorados que se prodigan caricias mientras recorren La Quinta. Por su alegría, por la confianza que se manifiestan, parecen ocupar un lugar privilegiado en este mundo incomprensible. No sucede lo mismo con Laura. Una mujer abatida por el dolor, ahogada por una pena. ¿Y qué con la corriente del sótano? Por lo pronto no está prisionera. Fue ella la que me visitó en mi primer intento de hablar con los muertos. Además, salvo la Voz y Martín, los otros habitantes se ignoran”. Y este razonamiento le permite a Yñaga obtener la regla que desea: “En este mundo no hay jerarquías”.
La noche es dueña de todos los espacios. No hay luna y Solo los discontinuos destellos de las luciérnagas se resisten a la oscuridad. Yñaga se sienta junto a la tranquera del fondo, su espalda contra el travesaño. Abraza sus piernas y apoya la cabeza en las rodillas. Está cansado. “No debería sentir cansancio. Estoy muerto y los muertos no se cansan”. Sin embargo los párpados se le cierran. “Tampoco debería tener miedo ¿Qué daño puede sufrir un muerto?”, dice en la frontera del sueño y en su último instante de conciencia agrega: “Ni siquiera ese bicho pegajoso puede lastimarme”.
A la mañana siguiente, Sepúlveda se levanta temprano. Toma de la mesa de luz un papel doblado en cuatro y lo guarda en el bolsillo. Es la lista de materiales que necesita para armar el árbol, la choza y el pesebre. Frente a la camioneta relee lo que ha escrito: cien lámparas, cuatro baterías, doscientos metros de cable, interruptores, cinta aisladora, portalámparas, soldador, madera, clavos, figuras para el pesebre, cohetes. Apoya el papel sobre el guardabarros y agrega con esfuerzo (escribir no es su fuerte): “Gracias Dios mío por darnos tanta suerte”. Vuelve a guardarlo en el bolsillo y sube al vehículo. Amalia se despierta cuando la camioneta pasa frente a la galería. Se levanta de la cama de un salto y corre hasta la ventana para saludar a su esposo. Pero llega tarde. El vehículo se aleja por el camino bordeado de retamos.
En camisón, se dirige a la cocina y prepara el desayuno. Mientras lo toma, piensa en los detalles de la cena. Como se trata de una persona habituada a restringirse en sus gastos, le cuesta aceptar que ese año no deberá privarse de nada. Por un momento se siente culpable y temerosa por la suerte que ha tenido y supone que no ha agradecido lo suficiente, que la suerte puede irse con la misma rapidez con que llegó, y entonces se obliga, mientras esté a su alcance, a demostrar un reconocimiento permanente. Para poner en práctica esto, decide invitar a Cipriano a la cena de Nochebuena. “Los que tenemos más debemos repartir. Pobre viejo, está solo”, concluye mientras toma el último sorbo de café. Cuando Álvaro se levanta, su padre ya ha regresado.
El niño lo ayuda a descargar la camioneta con interés bien marcado: necesita saber si Sepúlveda no ha olvidado las figuras para el pesebre y los juegos de artificio. Todo está allí: los Reyes Magos, la Virgen, San José, los pastores, decenas de animales, una cunita de bronce y el Niño Dios resplandeciente. Cañitas voladoras, petardos, estrellitas, bengalas, rompeportones. Ahora sí, la familia puede dedicarse por entero a la tarea. Así lo hacen. Pasa el día, la noche y gran parte del día siguiente sin que nada ocurra. A horas de la gran fiesta, Yñaga, que no se ha apartado de la familia y que presiente un hecho terrible, trata de tranquilizarse: “Los nervios me traicionan. Sepúlveda festejará en paz. El miedo me hace ver fantasmas”.
En consideración a su naturaleza, modifica la última frase: “El miedo me llena de sospechas”. Más tranquilo y convencido de que su presencia allí es irrelevante, se aleja.
Por fin llega la Nochebuena. La familia, acompañada por Cipriano, cena. Al principio el silencio del peón los confunde. Suponen que se encuentra incómodo y no saben qué hacer para que participe. Después optan por ignorarlo y la conversación se vuelve animada. El niño es el que menos habla. Sus padres están llenos de recuerdos y a él le gusta escucharlos.
A medianoche, Sepúlveda se pone de pie y abraza a Amalia. Ambos se acercan a Álvaro y lo besan. “Feliz Navidad”, le dicen a coro. Se mantienen unidos hasta que Amalia recuerda a Cipriano y se aparta. Ese gesto es suficiente para que los otros también lo recuerden. Sepúlveda le extiende la mano, Amalia lo saluda con leve inclinación de cabeza, Álvaro duda y a instancias de su madre dice a media voz:
—Feliz Navidad, señor.
—Es hora de ir al fondo—dice Sepúlveda—no bien han brindado.
—Estaré lista en un minuto—afirma la madre.
—¿Puedo darle esto a los perros? —pregunta Álvaro señalando los restos de comida.
Como sus padres lo autorizan carga todo en una fuente y va en busca de los animales. Caldo y Bastón se levantan al verlo (hasta ese momento estaban echados cerca del muro de piedra laja). Álvaro asienta la fuente en el suelo y los llama. Los animales se mantienen a distancia.
¿Qué hizo Yñaga durante ese tiempo? Avanzada la tarde, cuando se alejó de la familia, se propuso dar un nuevo paso en el conocimiento de su mundo. Se dijo que sin ayuda no lograría gran cosa y decidió que era el momento de hablar con alguien.
(*) 19na entrega