Expresiones de la Aldea, Tertulias de la Aldea

Zenona Juncos: Belleza y rebeldía

La historia de una mujer cautiva en las tolderías rankeles que resultaban de las luchas entre pueblos originarios y los caudillos

Por Héctor Pablo Ossola (*)

Jamás había estado en un toldo rankel. Este tenía un gran tamaño, era amplio y con los cueros de guanaco cocidos con tripas de avestruz, mostrando en la parte superior una abertura por donde entraba el aire y escapaban los gases, el humo y todo lo que no necesitaba quedar encerrado en aquello que parecía un hogar. En el centro, cercado por grandes piedras, ardía un fuego sobre el cual se colgaban de unos trípodes de hierro, unas ollas tiznadas, donde se cocinaban guisos y pucheros. Zenona Juncos preparaba la comida tal como se la había pedido el indio que disponía de ella como cautiva.

La hermosa hija del asesinado Martiniano, notaba que su piel, que alguna vez fuera tan blanca como rubios eran sus bellísimos cabellos, se tornaba cada día más oscura, más cobriza, como si se estuviera contagiando del color de sus captores, ese mimetismo, que por cierto le causaba un doloroso resentimiento hacia quienes la rodeaban, y a la propia y desgraciada  situación de mujer robada, de mujer capturada y sometida que le tocaba en suerte vivir. ¿Qué estaría sucediendo con su madre y sus hermanos? Hacía tiempo que no podía verlos, a pesar de estar en el mismo aduar, le prohibían el contacto con su familia, tan cautiva y desafortunada como ella.

Había crecido Zenona en Villa Mercedes. Para no pensar en la tragedia que mortificaba su existencia, su mente volaba a los días maravillosos y felices junto a sus padres, Martiniano y Ventura. Recordaba las experiencias contadas por su papá cuando por las noches, después de cenar, le recordaba su casamiento realizado en Suyuque  Nuevo por 1840, rodeado de serranías y agua cantarina en los arroyos del norte puntano. Fue amigo de la familia, don Martín Ochoa, quien llevó a don Martiniano a Villa Mercedes en busca de tierras de labranza y cría de ganado.

La tarde se convertía en noche en el momento de escuchar el graznido de la lechuza buscando su nido, de un perro que ladraba en la lejanía y Leubucó  se sumiría en pocos minutos más, en el sueño reparador que facilitaba la próxima jornada. Zenona entornaba los ojos y se veía paseando por Villa Mercedes. La hermosa cabellera creció como un trigal, y ella la cuidó con esmero. Su madre le cepilló ese pelo tantas veces como pudo. Y el rubio espectáculo de una mujer que caminaba por las calles de la Villa, tomada del brazo de su padre, obligaba a desviar la mirada de los mozos que transitaban despreocupados, por aquellas arterias casi solitarias y polvorientas.

El 23 de abril de 1857, Martiniano Juncos era el feliz adjudicatario del sitio 8 de la manzana 86 (la actual intersección de calles Salta y 9 de Julio). Su hermana, Gabriela Juncos, casada con Niceto Sosa ya estaba ubicada en el sitio 1 de la manzana 14, donde más tarde, se emplazó el colegio de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús, fundado nada menos que por la propia Madre Francisca Javier Cabrini, la santa que pasó por la Argentina, se detuvo en la Villa y consiguió poner en funcionamiento un instituto.

Otro hermano de Martiniano, Aniceto Juncos, recibió en febrero de 1858 el sitio 8 de la manzana 91. Los Juncos de Suyuque Nuevo, abandonaron las sierras y se vinieron a la llanura, para vivir en el Fuerte Constitucional, hoy ciudad de Villa Mercedes. Desgraciadamente bajo el signo de la fatalidad.

Todas estas escenas pasaban por la cabeza de la preciosa joven, que prisionera en un toldo rankel, se trasminaba del olor de los guisos y del rancio olor a potro del señor de las pampas que lo habitaba. Para bien o para mal, el indio estaba ausente durante todo el día.

Las cautivas nunca sabían cuando aparecían sus “dueños”. Bien podían haber andado de cacería, como participando de algún malón en la frontera. O simplemente bebiendo aguardiente con otros adictos al alcohol. Pasaban horas y horas, hasta que se terminaba el contenido de los botes y entonces se animaban a regresar al toldo, en un estado de ebriedad absoluta.

No es que regresaran, sino que el fiel caballo que montaban, conocía el lugar donde vivía su amo y lentamente, a tranco manso, volvía de día o de noche, y se detenía justo en la puerta del toldo.

Así apareció el rankel que tenía cautiva a Zenona. Completamente borracho. Se bajaba del caballo dejándose resbalar por un costado y caía al suelo con un pie, para asentar el otro de inmediato. Se tomaba de las ramas de un caldén y luego del cuero que cubría los aleros del toldo. Avanzaba tambaleante hasta el interior y abría los brazos como diciendo: ¡Aquí estoy! Entonces se acercaba a Zenona y se le arrojaba encima, para aumentar la repugnancia de la pobre cautiva. Ella sentía el tufo de alcohol y empujaba al desventurado hacia un costado, que se tomaba de cualquier parte y volvía a arremeter contra la indefensa criatura.

El toldo estaba oscuro, apenas alumbrado con una débil luz de un pabilo colocado en lo alto de una repisa de madera. Aquella escena se volvía fantasmagórica con las sombras proyectadas en las paredes de cuero. Zenona escapaba como podía, alrededor de una mesa, de pronto tropezaba con un banco y se levantaba velozmente para no ser presa del indio en el suelo.

La persecución en torno a la mesa finalizó con una caída espectacular del rankel por encima de un sillón de cuero de carnero, en medio de imprecaciones y esfuerzos por volver a ponerse de pie. Otra arremetida del ebrio terminó con un resbalón cerca de la cara de la pobre Zenona, que en su afán de defenderse, echó mano a un pesado candelabro de bronce, seguramente producto de un robo en alguna estancia o alguna iglesia, y levantándolo como pudo, lo descargó con fuerza sobre la nuca del indio, dejándose escuchar un ¡crack! en los huesos cercanos a la oreja. Cayó y quedó tendido para siempre.

“La vuelta del malón”, obra artística en pintura al óleo del pintor argentino Ángel Della Valle, realizada en el año 1892. Presenta la figura de una mujer blanca raptada por un malón de las pampas para ser convertida en “cautiva”.

Zenona corrió a la parte trasera del toldo, trajo unos quillangos y una mantras y las desparramó sobre el cadáver que yacía junto al camastro. Sopló sobre el pabilo y dejó que una pesada tiniebla se cerrara en el interior del toldo. No tuvo problemas para llegar hasta la puerta, conocía de memoria la disposición de cada cosa en aquella ruka. Levantó el cuero que cubría la entrada y salió con rumbo al corral. Los pies de la niña, que habían sido desollados para evitar que escapara, habían cicatrizado felizmente sin infecciones y el caballo oscuro que eligió para la fuga, preparado con anticipación, le respondió sin hacer el más mínimo ruido. Caminó a la par del animal un buen trecho y una vez que logró bordear unos médanos, se pasó por debajo del pescuezo del equino, lo tomó fuertemente por las crinas y con ágil envión lo montó para partir en veloz fuga con rumbo al norte.

Tras cubrir las distancias entre las lagunas y los montes, siguió escapando por lo que se conoce la senda de los rankeles y llegó tras varias jornadas, deteniéndose y escondiéndose entre las isletas, al Pozo del Avestruz. Encontró la casa semidestruida, casi carbonizada por el incendio, sin los animales y convertida aquella en una triste y lastimosa tapera, le parecía mentira todo lo que veía y recordaba cuando su padre, su madre y sus cuatro hermanos, vivían felices laborando la tierra y criando el ganado. Los vecinos la descubrieron llorando, abrazada al pescuezo del noble bruto que la trajo desde Leubucó, la cubrieron con una frazada, la llevaron a la Comandancia frente a la plaza del Cuatro, y tras ponerla en condiciones, fue atendida por la familia de su tía Gabriela Juncos de Sosa.

Gabriela y Aniceto parecían estar soñando al ver con vida a su sobrina. Más que atenderla, la mimaron durante un buen tiempo, como para contrarrestar tantas penurias sucedidas en los toldos rankeles. Por cierto Zenona quiso saber  de sus hermanos mayores, Pedro y Carmen. Su tía y su esposo le contaron cómo salvaron sus vidas, que gracias a Dios, no fueron cautivos y que estuvieron casi todo el día en el chiquero, entre los cerdos y los terneros… y el tío Aniceto le narró la aventura que vivieron al esconderse y escapar, evitando ser vistos por los indios.

Poco tiempo después Zenona fue enviada a San Luis con otros parientes, para ayudarle a borrar de la mente esos días terribles del cautiverio, en tanto que su tía, al tomar conocimiento de que su cuñada Ventura permanecía con vida en la toldería, al igual que Policarpo y María, se apresuró en hacer las gestiones para que la señora Gabriela Juncos de Sosa tuviera ocasión de ponerse en contacto con unos rankeles que compraban víveres, ropas y vicios en negocios de la Villa.

(*) De El Bramido del Puma: Zenona Juncos era hija de Martiniano Juncos, degollado por los rankeles el 21 de enero de 1864, en el último malón contra Villa Mercedes. La horda era acaudillada por Juan Gregorio Puebla y el gaucho Gallardo. En esa ocasión, perdió la vida el renegado Puebla por un escopetazo en la cabeza que le disparara don Santiago Betbeder. Zenona Juncos fue llevada en calidad de cautiva a Leuvucó junto con su madre, Ventura Villegas de Juncos y sus hermanos María y Policarpo. Texto gentileza del autor.